Obras Completas de Platón. Plato Читать онлайн книгу.
entre mi bien y el tuyo. Démosla a conocer resueltamente; quizá después de sometidos a discusión uno y otro bien, conoceremos si debe decirse que el placer es el bien o que lo es la sabiduría, o que es una tercera cosa, porque ahora no disputamos, sin duda, porque triunfe tu opinión o la mía rigurosamente, sino que es preciso que coincidamos ambos en lo más verdadero.
PROTARCO. —Así es; así es.
SÓCRATES. —Así, pues, fortifiquemos más este razonamiento por mutuas concesiones.
PROTARCO. —¿Qué razonamiento?
SÓCRATES. —El que causa grandes embarazos a todos los hombres, a unos por su voluntad, y a otros en ocasiones dadas y sin quererlo.
PROTARCO. —Explícate con más claridad.
SÓCRATES. —Hablo del razonamiento, que, como por incidente, se ha mezclado en nuestra conversación, y que es ciertamente de una condición extraordinaria. En efecto, es cosa muy singular que se diga que muchos son uno, y que uno es muchos; y es fácil disputar contra cualquiera, que en esta cuestión sostenga el pro o el contra.
PROTARCO. —¿Has tenido presente lo que se dice, que yo, Protarco, por ejemplo, soy uno por naturaleza, y en seguida que hay muchos yos contrarios los unos a los otros, y que el mismo hombre es grande y pequeño, pesado y ligero y otras mil cosas semejantes?
SÓCRATES. —Acabas de decir, Protarco, sobre el uno y los muchos, una de las maravillas conocidas por todo el mundo. Hoy día casi todos están de acuerdo, en que no es posible tocar semejantes cuestiones, tenidas por pueriles y triviales, y que sirven solo para embarazar una discusión. Tampoco se quiere que se entretenga nadie con otras como las siguientes: cuando alguno, habiendo distinguido por el discurso todos los miembros y todas las partes de una cosa, y reconocido que todo esto no es más que esta cosa, que es una, se burla en seguida de sí mismo y se refuta, como si se hubiera visto precisado a admitir quimeras, a saber, que uno es muchos y una infinidad, y que muchos no son más que uno.
PROTARCO. —¿Cuáles son las demás maravillas, Sócrates, de que querías hablarnos, que corren por el mundo, y sobre las que no hay acuerdo?
SÓCRATES. —Es, querido mío, cuando este uno no se toma entre las cosas sujetas a la generación y a la corrupción, como son estas de que acabamos de hablar. Porque en tal caso, y cuando se trata de esta especie de unidad, se conviene, como antes dijimos, en que no es preciso refutar a nadie. Pero cuando se supone un hombre en general, un buey, lo bello, lo bueno, sobre estas unidades y otras de la misma naturaleza es sobre lo que se acaloran, disputan y nunca se ponen de acuerdo.
PROTARCO. —¿Cómo?
SÓCRATES. —En primer lugar, se disputa si debe admitirse esta suerte de unidades, como realmente existentes. Después se pregunta cómo siendo cada una de ellas siempre la misma, y no siendo susceptible de generación, ni de muerte, puede, a pesar de esto, ser constantemente la misma unidad. En seguida, si es preciso decir que esta unidad existe en los seres sometidos a la generación e infinitos en número, dividida en porciones y hecha muchos; o si está toda entera, si bien fuera de sí misma, en cada uno; lo que al parecer, es la cosa más imposible del mundo, esto es que una sola y misma unidad exista a la vez en una y muchas cosas. Estas cuestiones, Protarco, sobre la manera de ser uno y muchos, dan origen a los mayores conflictos, cuando se dan falsas soluciones; así como esparcen la mayor claridad cuando se responde bien a ellas.
PROTARCO. —¿No es por aquí, Sócrates, por donde debemos entrar en materia?
SÓCRATES. —A mi parecer, sí.
PROTARCO. —Vive persuadido de que todos los que aquí estamos pensamos como tú en este punto. Respecto a Filebo, es preferible no consultar su dictamen, por temor, como se dice, a no dislocar la idea del bien.
SÓCRATES. —En buena hora. ¿Por dónde comenzamos esta controversia, que tiene muchas ramificaciones y muchas formas?, ¿no es por aquí?
PROTARCO. —¿Por dónde?
SÓCRATES. —Digo que estos uno y muchos se encuentran por todas partes y siempre, lo mismo hoy que en todo tiempo, en cada una de las cosas de que se habla.[1] Jamás dejará de existir, ni es cosa de hoy el haber dado principio a la existencia, sino que, en cuanto yo alcanzo, es una cualidad inherente a nuestros discursos, inmortal e incapaz de envejecer. El joven que emplea por primera vez esta fórmula, se regocija hasta el punto de creer que ha descubierto un tesoro de sabiduría; la alegría lo trasporta hasta el entusiasmo, y no hay discurso en que no salga a relucir, tan pronto estrechándolo y confundiéndolo con el uno, como desarrollándolo y dividiéndolo en trozos. Se arroja desde luego más que nadie a la dificultad y embaraza a todos los que se le aproximan, más jóvenes o más viejos, o de la misma edad que él; no da cuartel a padre ni a madre, ni a ninguno de los que le escuchan; ataca, no solo a los hombres, sino en cierta manera a los demás seres, y me atrevo a responder de que ni a los bárbaros perdonaría, si pudiera proporcionarse un intérprete.
PROTARCO. —¿No ves, Sócrates, que nosotros somos muchos y todos jóvenes?,[2] ¿no temes que uniéndonos a Filebo caigamos sobre ti, si nos insultas? Sea lo que quiera, porque nosotros comprendemos tu pensamiento; si hay algún medio de salir pacíficamente de toda esta confusión en que nos hallamos, y de encontrar un camino mejor que el que llevamos hasta ahora para llegar al término de nuestras indagaciones, haz un esfuerzo para entrar en él. Nosotros te seguiremos hasta donde alcancen nuestras fuerzas, porque la discusión presente, Sócrates, no es de poca importancia.
SÓCRATES. —Lo sé muy bien, hijos míos, como os llama Filebo. No hay ni puede haber un medio más precioso para las indagaciones que el que he adoptado en todos tiempos, pero me ha salido fallido un número crecido de veces, dejándome solo y en el mismo embarazo.
PROTARCO. —¿Cuál es?, dilo.
SÓCRATES. —No es difícil conocerlo, pero sí lo es seguirlo. Todos los descubrimientos hechos hasta ahora, en los que el arte entra por algo, han sido conocidos por este método que voy a darte a conocer.
PROTARCO. —Dilo, pues.
SÓCRATES. —En cuanto puedo yo juzgar, es un presente hecho a los hombres por los dioses, que nos ha sido enviado desde el cielo por algún Prometeo, en medio de brillante fuego. Los antiguos, que valían más que nosotros y estaban más cerca de los dioses, nos han trasmitido la tradición de que todas las cosas a las que se atribuye una existencia eterna, se componen de uno y muchos, y reúnen en sí por su naturaleza lo finito y lo infinito; y siendo tal la disposición de las cosas, es preciso, en la indagación de cada objeto, aspirar siempre al descubrimiento de una sola idea. Efectivamente se encontrará una, y una vez descubierta, es preciso examinar si después de ella hay dos o tres o cualquier otro número; en seguida, hacer lo mismo con relación a cada una de estas ideas, hasta que se vea, no solo que la primitiva es una y muchas y una infinidad, sino también las ideas que contiene en sí; que no se debe aplicar a la pluralidad la idea del infinito, antes de haber fijado por el pensamiento el número determinado que hay en ella entre lo infinito y la unidad; y que solo entonces es cuando se puede dejar a cada individuo ir a perderse en el infinito.[3] Los dioses, como ya he dicho, nos han dado el arte de examinar, de aprender y de instruirnos los unos a los otros; pero los sabios de hoy día hacen uno a la aventura, y muchos más pronto o más tarde que lo que es conveniente. Después de la unidad pasan de repente al infinito, y los números intermedios se les escapan. Sin embargo, estos números intermedios son los que hacen la discusión clara y conforme a las leyes de la dialéctica, y que la diferencian de la que no es más que una disputa.
PROTARCO. —Me parece, Sócrates, que comprendo una parte de lo que dices; pero sobre algunos puntos tengo necesidad de una explicación más clara.
SÓCRATES. —Lo que he dicho, Protarco, se concibe claramente aplicándolo a las letras; atiende, pues, a lo que te han enseñado desde la infancia.
PROTARCO. —¿De qué manera?
SÓCRATES.