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Obras Completas de Platón - Plato


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la santidad, el haber puesto, en fin, en plena evidencia este verdadero y sólido principio, conquista del espiritualismo naciente, de que la santidad absoluta en sí, superior a la voluntad de los hombres, lo mismo que a lo arbitrario de los dioses del paganismo, es eterna e inmutable como Dios mismo, Dios único, su principio y su fin? Éste es el primer esfuerzo de las doctrinas nuevas, que después de haber arruinado la degradante influencia de las supersticiones mitológicas ciegamente aceptadas, debían despertar, en las conciencias, el sentimiento de la libertad y de la dignidad del hombre, y, en su razón, la idea verdadera de Dios y la de una religión digna de él.[5]

      Eutifrón o de la santidad (piedad)

      EUTIFRÓN — SÓCRATES

      EUTIFRÓN. —Qué novedad, Sócrates. ¿Abandonas tus hábitos del Liceo para venir al pórtico del Rey?[1] Tú no tienes, como yo, procesos que te traigan aquí.

      SÓCRATES. —Lo que me trae aquí es peor que un proceso, es lo que los atenienses llaman «negocio de Estado».

      EUTIFRÓN: —¿Qué es lo que me dices? Precisamente alguno te acusa; porque jamás creeré que tú acuses a nadie.

      SÓCRATES. —Ciertamente que no.

      EUTIFRÓN: —¿Es otro el que te acusa?

      SÓCRATES. —Sí.

      EUTIFRÓN. —¿Y quién es tu acusador?

      SÓCRATES. —Yo no le conozco bien; me parece ser un joven, que no es conocido aún, y que creo se llama Méleto,[2] de la villa de Pithos. Si recuerdas algún Méleto de Pithos de pelo laso, barba escasa y nariz aguileña, ése es mi acusador.

      EUTIFRÓN. —No le recuerdo, Sócrates. ¿Pero cuál es la acusación que intenta contra ti?

      SÓCRATES. —¿Qué acusación? Una acusación que supone que no es un hombre ordinario; porque en los pocos años que cuenta no es poco estar instruido en materias tan importantes. Dice que sabe lo que hoy día se trabaja para corromper a la juventud, y que sabe quiénes son los corruptores. Sin duda este joven es mozo muy entendido, que habiendo conocido mi ignorancia viene a acusarme de que corrompo a sus compañeros y me arrastra ante el tribunal de la patria como madre común. Y es preciso confesarlo; es el único que me parece que conoce los fundamentos de una buena política; porque la razón quiere que un hombre de Estado comience siempre por la educación de la juventud, para hacerla tan virtuosa cuanto pueda serlo; a la manera que un buen jardinero fija su principal cuidado en las plantas tiernas, para después extenderlo a las demás. Sin duda Méleto observa la misma conducta, y comienza por echarnos fuera a nosotros, los que dice que corrompemos la flor de la juventud. Y después que lo haya conseguido extenderá indudablemente sus cuidados benéficos a las demás plantas más crecidas, y de esta manera hará a su patria los más grandes y numerosos servicios; porque no podemos prometernos menos de un hombre que comienza con tan favorables auspicios.

      EUTIFRÓN. —¡Ojalá sea así, Sócrates! Pero me temo que ha de ser todo lo contrario; porque atacándote a ti me parece que ataca a su patria en lo que tiene de más sagrado. Pero te suplico me digas qué es lo que dice que tú haces para corromper a la juventud.

      SÓCRATES. —Cosas que por lo pronto, al escucharlas, parecen absurdas, porque dice que fabrico dioses, que introduzco otros nuevos, y que no creo en los dioses antiguos. He aquí de lo que me acusa.

      EUTIFRÓN. —Ya entiendo; es porque tú supones que tienes un demonio familiar[3] que no te abandona. Bajo este principio él te acusa de introducir en la religión opiniones nuevas, y con eso viene a desacreditarte ante este tribunal, sabiendo bien que el pueblo está siempre dispuesto a recibir esta clase de calumnias. ¿Qué me sucede a mí mismo,[4] cuando en las asambleas hablo de cosas divinas y predigo lo que ha de suceder? Se burlan todos de mí como de un demente; y no es porque no se hayan visto realizadas las cosas que he predicho, sino porque tienen envidia a los que son como nosotros. ¿Y qué se hace en este caso? El mejor partido es no preocuparse de ello y seguir uno su camino.

      SÓCRATES. —Mi querido Eutifrón, no es un gran negocio el verse algunas veces mofado, porque al cabo los atenienses, a mi parecer, se cuidan poco de examinar si uno es hábil, con tal de que no se mezcle en la enseñanza. Pero si se mezcla, entonces montan en cólera, ya sea por envidia, como tú dices, o por cualquier otra razón.

      EUTIFRÓN. —En estas materias, Sócrates, no tengo empeño en saber cuáles son sus sentimientos respecto a mí.

      SÓCRATES. —He aquí sin duda por qué eres tú tan reservado, y por qué no comunicas voluntariamente tu ciencia a los demás; pero respecto a mí, temo que no creen que el amor que tengo por todos los hombres me arrastra a enseñarles todo lo que sé; no solo sin exigirles recompensa, sino previniéndoles y obligándoles a que me escuchen. Que si se limitasen a mofarse de mí, como dices que se mofan de ti, no sería desagradable pasar aquí algunas horas de broma y diversión; pero si toman la cosa seriamente, solo vosotros los adivinos podréis decir lo que sucederá.

      EUTIFRÓN. —Espero que no te suceda ningún mal, y que llevarás a buen término tu negocio, como yo el mío.

      SÓCRATES. —¿Luego tienes aquí algún negocio? ¿Y eres defensor o acusador?

      EUTIFRÓN. —Acusador.

      SÓCRATES. —¿A quién persigues?

      EUTIFRÓN. —Cuando te lo diga me creerás loco.

      SÓCRATES. —Cómo, ¿acusas a alguno que tenga alas?

      EUTIFRÓN. —El que yo persigo, en lugar de tener alas, es tan viejo, que apenas puede andar.

      SÓCRATES. —¿Quién es?

      EUTIFRÓN. —Mi padre.

      SÓCRATES. —¡Tu padre!

      EUTIFRÓN. —Sí, mi padre.

      SÓCRATES. —¡Ah! ¿De qué lo acusas?

      EUTIFRÓN. —De homicidio, Sócrates.

      SÓCRATES. —De homicidio, ¡por Heracles! He aquí una acusación que está fuera del alcance del pueblo, que no comprenderá jamás que pueda ser justa, en términos de que un hombre ordinario tendría mucha dificultad en sostenerla. Un hecho semejante estaba reservado para un hombre que ha llegado a la cima de la sabiduría.

      EUTIFRÓN. —Sí, ¡por Heracles!, a la cima de la sabiduría.

      SÓCRATES. —¿Es alguno de tus parientes a quien tu padre ha dado muerte? Indudablemente debe ser así, porque por un extraño no habías de acusar a tu padre.

      EUTIFRÓN. —¡Qué absurdo, Sócrates, creer que en esta materia haya diferencia entre un pariente y un extraño! Lo que es preciso tener presente es si el que ha dado la muerte lo ha hecho justa o injustamente. Si es justamente, es preciso dejarle en paz; pero si es injustamente, tú estás obligado a perseguirle, cualquiera que sea la amistad o parentesco que haya entre vosotros. Sería hacerte cómplice de su crimen si mantuvieras relaciones con él y no pidieras su castigo, que es el único que puede absolver a ambos. Mas voy a ponerte al corriente del hecho que motiva la acusación. El muerto era uno de nuestros colonos que llevaba una de nuestras heredades cuando habitábamos en Naxos.

      Un día, que había bebido con exceso, se remontó y encarnizó tan furiosamente contra uno de nuestros esclavos, que lo mató. Mi padre ató de pies y manos al colono, lo sumió en una profunda hoya y en el acto envió aquí a consultar a uno de los Exégetas para saber lo que debía hacer, sin preocuparse más del prisionero y abandonándole como un asesino, cuya vida era de poca importancia; así fue que murió; porque el hambre, el frío y el peso de las cadenas lo mataron antes de que el hombre que mi padre envió volviese. Con este motivo,


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