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Obras Completas de Platón - Plato


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ignora este pacto; ninguno puede sustraerse a él; ninguno se libra, violándole, de los remordimientos de su conciencia, cualquiera que sea el rodeo que haya tomado para engañarse a sí mismo.

      Tal es la inflexible doctrina, por la que Sócrates, destruyendo piedra por piedra el frágil edificio de la moral de Critón, que es la moral del pueblo, prefiere a su salud el cumplimiento riguroso de su deber. ¿Podría ser de otra manera? ¡Qué contradicción resultaría si el mismo hombre que antes, en la plaza pública, a presencia de sus jueces, se había regocijado de su muerte como del mayor bien que podía sucederle, hubiera renegado, fugándose, de ese valor y de esas sublimes esperanzas del día de su proceso! Sócrates, el más sabio de los hombres, se convertiría en un cobarde y mal ciudadano. Critón mismo se vio reducido al silencio por la firme razón de su maestro, quien le despide con estas admirables palabras: «Sigamos el camino que Dios nos ha trazado. Dios es el deber mismo, porque es su origen: realizar su deber es inspirarse en Dios».

      Critón o del deber

      SÓCRATES — CRITÓN

      SÓCRATES: —¿Cómo vienes tan temprano, Critón? ¿No es aún muy de madrugada?

      CRITÓN: —Es cierto.

      SÓCRATES: —¿Qué hora puede ser?

      CRITÓN: —Acaba de romper el día.

      SÓCRATES. —Extraño que el alcaide te haya dejado entrar.

      CRITÓN. —Es hombre con quien llevo alguna relación; me ha visto aquí muchas veces, y me debe algunas atenciones.

      SÓCRATES. —¿Acabas de llegar, o hace tiempo que has venido?

      CRITÓN. —Ya hace algún tiempo.

      SÓCRATES. —¿Por qué has estado sentado cerca de mí sin decirme nada, en lugar de despertarme en el acto que llegaste?

      CRITÓN. —¡Por Júpiter! Sócrates, ya me hubiera guardado de hacerlo. Yo, en tu lugar, temería que me despertaran, porque sería despertar el sentimiento de mi infortunio. En el largo rato que estoy aquí, me he admirado verte dormir con un sueño tan tranquilo, y no he querido despertarte, con intención, para que gozaras de tan bellos momentos. En verdad, Sócrates, desde que te conozco he estado encantado de tu carácter, pero jamás tanto como en la presente desgracia, que soportas con tanta dulzura y tranquilidad.

      SÓCRATES. —Sería cosa poco racional, Critón, que un hombre, a mi edad, temiese la muerte.

      CRITÓN. —¡Ah!, ¡cuántos se ven todos los días del mismo tiempo que tú y en igual desgracia, a quienes la edad no impide lamentarse de su suerte!

      SÓCRATES. —Es cierto, pero en fin, ¿por qué has venido tan temprano?

      CRITÓN. —Para darte cuenta de una nueva terrible, que, por poca influencia que sobre ti tenga, yo la temo; porque llenará de dolor a tus parientes, a tus amigos; es la nueva más triste y más aflictiva para mí.

      SÓCRATES. —¿Cuál es? ¿Ha llegado de Delos el buque cuya vuelta ha de marcar el momento de mi muerte?

      CRITÓN. —No, pero llegará sin duda hoy, según lo que refieren los que vienen de Sunio,[1] donde le han dejado; y siendo así, no puede menos de llegar hoy aquí, y mañana, Sócrates, tendrás que dejar de existir.

      SÓCRATES. —Enhorabuena, Critón, sea así, puesto que tal es la voluntad de los dioses. Sin embargo no creo que llegue hoy el buque.

      CRITÓN. —¿De dónde sacas esa conjetura?

      SÓCRATES. —Voy a decírtelo: yo no debo morir hasta el día siguiente de la vuelta de ese buque.

      CRITÓN. —Por lo menos es eso lo que dicen aquellos de quienes depende la ejecución.

      SÓCRATES. —El buque no llegará hoy, sino mañana, como lo deduzco de un sueño que he tenido esta noche, no hace un momento; y es una fortuna, a mi parecer, que no me hayas despertado.

      CRITÓN. —¿Cuál es ese sueño?

      SÓCRATES. —Me ha parecido ver cerca de mí una mujer hermosa y bien formada, vestida de blanco, que me llamaba y me decía: Dentro de tres días estarás en la fértil Pitia.

      CRITÓN. —¡Extraño sueño, Sócrates!

      SÓCRATES. —Es muy significativo, Critón.

      CRITÓN. —Demasiado sin duda, pero por esta vez, Sócrates, sigue mis consejos, sálvate. Porque en cuanto a mí si mueres, además de verme privado para siempre de ti, de un amigo de cuya pérdida nadie podrá consolarme, témome que muchas gentes, que no nos conocen bien ni a ti ni a mí, crean que pudiendo salvarte a costa de mis bienes de fortuna, te he abandonado. ¿Y hay cosa más indigna que adquirir la reputación de querer más su dinero que sus amigos? Porque el pueblo jamás podrá persuadirse de que eres tú el que no has querido salir de aquí cuando yo te he estrechado a hacerlo.

      SÓCRATES. —Pero, mi querido Critón, ¿debemos hacer tanto aprecio de la opinión del pueblo? ¿No basta que las personas más racionales, las únicas que debemos tener en cuenta, sepan de qué manera han pasado las cosas?

      CRITÓN. —Yo veo sin embargo que es muy necesario no despreciar la opinión del pueblo, y tu ejemplo nos hace ver claramente que es muy capaz de ocasionar desde los más pequeños hasta los más grandes males a los que una vez han caído en su desgracia.

      SÓCRATES. —Ojalá, Critón, el pueblo fuese capaz de cometer los mayores males, porque de esta manera sería también capaz de hacer los más grandes bienes. Esto sería una gran fortuna, pero no puede ni lo uno ni lo otro; porque no depende de él hacer a los hombres sabios o insensatos. El pueblo juzga y obra a la aventura.

      CRITÓN. —Lo creo; pero respóndeme, Sócrates. ¿El no querer fugarte nace del temor que puedas tener de que no falte un delator que me denuncie a mí y a tus demás amigos, acusándonos de haberte sustraído, y que por este hecho nos veamos obligados a abandonar nuestros bienes o pagar crecidas multas o sufrir penas mayores? Si éste es el temor, Sócrates, destiérrale de tu alma. ¿No es justo que por salvarte nos expongamos a todos estos peligros y aún mayores, si es necesario? Repito, mi querido Sócrates, no resistas; toma el partido que te aconsejo.

      SÓCRATES. —Es cierto. Critón, tengo esos temores y aun muchos más.

      CRITÓN. —Tranquilízate, pues, porque en primer lugar la suma, que se pide por sacarte de aquí, no es de gran consideración. Por otra parte, sabes la situación mísera que rodea a los que podrían acusarnos y el poco sacrificio que habría de hacerse para cerrarles la boca; y mis bienes, que son tuyos, son harto suficientes. Si tienes alguna dificultad en aceptar mi ofrecimiento, hay aquí un buen número de extranjeros dispuestos a suministrar lo necesario; sólo Sunmias de Tebas ha presentado la suma suficiente; Cebes está en posición de hacer lo mismo y aún hay muchos más.

      Tales temores, por consiguiente, no deben ahogar en ti el deseo de salvarte, y en cuanto a lo que decías uno de estos días delante de los jueces, de que si hubieras salido desterrado, no hubieras sabido dónde fijar tu residencia, esta idea no debe detenerte. A cualquier parte del mundo a donde tú vayas, serás siempre querido. Si quieres ir a Tesalia, tengo allí amigos que te obsequiarán como tú mereces, y que te pondrán a cubierto de toda molestia. Además, Sócrates, cometes una acción injusta entregándote tú mismo, cuando puedes salvarte, y trabajando en que se realice en ti lo que tus enemigos más desean en su ardor por perderte. Faltas también a tus hijos, porque los abandonas, cuando hay un medio de que puedas alimentarlos y educarlos. ¡Qué horrible suerte espera a estos infelices huérfanos! Es preciso o no tener hijos o exponerse a todos los cuidados y penalidades que exige su educación. Me parece en verdad, que has tomado el partido del más indolente de los hombres, cuando deberías tomar el de un hombre de corazón; tú, sobre todo, que haces profesión de no haber seguido en toda tu vida otro camino que el de la virtud. Te confieso, Sócrates, que me da vergüenza por ti y por nosotros tus amigos,


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