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Obras Completas de Platón - Plato


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por lo que no cesamos de amonestar a nuestros hijos, diciéndoles, que si se abandonan y no nos obedecen se deshonrarán; mientras que si se aplican, se mostrarán quizá dignos del nombre que llevan. Ellos responden que nos obedecerán; y, en vista de esta promesa, andamos indagando lo que deben aprender y la educación que debemos darles para que se hagan hombres de bien, tanto cuanto sea posible. Alguno nos ha dicho que nada mejor para un joven que aprender la esgrima, y para ello nos ha ponderado hasta el cielo a este hombre, que acaba de dar pruebas de su habilidad, y nos ha suplicado que vengamos a verle. Nosotros hemos creído que debíamos venir, y al paso traeros a vosotros, no solo por el placer que pudierais recibir, sino también para que nos auxiliarais con vuestras luces, y para que pudiéramos deliberar juntos sobre la educación de nuestros hijos. He aquí lo que queríamos comunicaros. Ahora a vosotros toca auxiliarnos con vuestros consejos, diciéndonos si aprobáis o desaprobáis el ejercicio de las armas, ilustrándonos sobre las ocupaciones y la instrucción que es preciso dar a estos jóvenes; y en fin, declarando la conducta que vosotros mismos habréis resuelto observar.

      NICIAS: —Por lo que a mí hace, Lisímaco y Melesías, alabo en todo y por todo vuestro pensamiento; estoy dispuesto a tomar parte en esta deliberación, y creo que Laques se prestará a lo mismo.

      LAQUES: —Tienes razón en lo que has dicho, Nicias; todo lo que Lisímaco acaba de decir de su padre y del de Melesías me parece perfectamente dicho, no solo respecto de ellos, sino también respecto de nosotros y de todos los que se mezclan en el gobierno de la república; porque a todos nos sucede lo que acaba de decir, tanto sobre la educación de los hijos, como sobre todos nuestros negocios domésticos. Has hablado admirablemente, Lisímaco; pero lo que me sorprende es que acudas a nosotros para consultarnos sobre este objeto, y no lo hayas hecho a Sócrates, que, en primer lugar, es de tu pueblo, y, en segundo, está consagrado por entero a estas materias relativas a la educación de los jóvenes, para indagar las ciencias que les son más necesarias, y las ocupaciones que más les convienen.

      LISÍMACO. —¡Cómo!, Laques ¿Sócrates se dedica a la educación de la juventud?

      LAQUES: —Te lo aseguro, Lisímaco.

      NICIAS: —Yo puedo asegurártelo también; porque no hace cuatro días que me ha dado para mi hijo un maestro de música, que es Damón, discípulo de Agatocles, y que, superior en su arte, tiene además todas las cualidades que puedes desear en un hombre que ha de dirigir a jóvenes de esta edad.

      LISÍMACO. —En verdad, Sócrates, Nicias y Laques; yo y los que son tan viejos como yo, no conocemos a los que son jóvenes; porque apenas salimos de casa a causa de nuestros muchos años; pero tú, ¡oh hijo de Sofronisco!, si tienes algún buen consejo que darme, a mí que soy de tu mismo pueblo, no me lo niegues; puedo decir, que me lo debes de justicia, porque eres amigo de nuestra casa. Tu padre Sofronisco y yo hemos sido siempre amigos desde nuestra infancia, y nuestra amistad ha durado hasta su muerte sin la menor disidencia. Ahora recuerdo que mil veces estos jóvenes, hablando juntos en casa, repiten a cada momento el nombre de Sócrates, de quien dicen mil alabanzas, y yo jamás me apercibí de preguntarles si hablaban de Sócrates, hijo de Sofronisco; pero, hijos míos, decidme ahora; ¿es éste el Sócrates, de que os he oído hablar tantas veces?

      ARÍSTIDES y TUCÍDIDES. —Sí, padre mío; es el mismo.

      LISÍMACO. —Estoy altamente satisfecho, ¡por Hera!, mi querido Sócrates, al ver lo bien que sostienes la reputación de tu padre, el mejor de los hombres; y quiero que en adelante tus intereses sean los míos, como los míos serán los tuyos.

      LAQUES: —Haces muy bien, Lisímaco, no le dejes marchar; porque le he visto en muchas ocasiones sostener, no solo la reputación de su padre, sino, también la de su patria. En la derrota de Delio se retiró conmigo, y puedo asegurarte que si todos los demás hubiesen cumplido su deber como él, nuestra ciudad se hubiera sostenido y no hubiera experimentado tan triste desgracia.

      LISÍMACO. —Sócrates, he aquí un magnífico elogio que de ti se hace en este acto; ¿y por quién? Por gentes muy dignas de ser creídas en todas las cosas y particularmente en estas. Te aseguro que nadie oye este elogio con más placer que yo. Estoy gozoso por la gran reputación que has sabido adquirirte, y cuéntame en el número de los que desean más tu felicidad. Has debido venir muchas veces a vernos, como un amigo de la casa. Comienza desde hoy, puesto que hemos renovado una amistad antigua; únete a nosotros y a estos jóvenes, para que tú y ellos conservéis vuestra amistad, como un depósito paterno. Esperamos que así lo harás, y por nuestra parte no te permitiremos que lo olvides. Pero volviendo a nuestro objeto; ¿qué dices?, ¿qué te parece?, ¿este ejercicio de la esgrima merece ser aprendido por los jóvenes?

      SÓCRATES. —Sobre esto, Lisímaco, trataré de darte el mejor consejo de que sea capaz, y no dejaré de cumplir cuanto me ordenes; pero como soy el más joven y tengo menos experiencia que todos vosotros, es justo que os oiga antes, y entonces daré yo mi dictamen si difiere del vuestro, apoyándole en razones capaces de producir en vosotros la convicción. ¿Qué dices, pues, tú, Nicias? A ti te toca hablar el primero.

      NICIAS. —No rehúso decir lo que siento, Sócrates. Me parece, tal es mi dictamen, que este ejercicio de las armas es muy útil a los jóvenes, porque además de alejarlos de los placeres de pasatiempo, que buscan de ordinario por falta de ocupación, los endurece en el trabajo y los hace necesariamente más vigorosos y más robustos. Mejor que este no lo hay, ni que exija más maña, ni más fuerza. Éste y el de montar a caballo son los más a propósito para jóvenes libres, porque a causa de las guerras que tenemos o que podamos tener, no hay mejores ejercicios que los que se hacen con las armas que sirven para la guerra. Son de un gran auxilio en los combates, ya se combata en filas, o ya, rotas estas, haya que batirse cuerpo a cuerpo; ya se persiga al enemigo que de tiempo en tiempo vuelve la cara para resistir, o ya que en retirada haya precisión de desembarazarse de un hombre que le va dando alcance a uno con espada en mano. El que está acostumbrado a estos ejercicios no teme a un hombre solo ni a muchos juntos, y siempre saldrá vencedor. Por otra parte, inspiran una verdadera pasión por otros más serios; porque doy por sentado, que todo hombre que se ejercita en la esgrima, entra en deseos de saber la táctica militar, como resultado de la esgrima, y cuando lo ha conseguido, lleno de ambición y ansioso de gloria, se instruye en todo aquello que puede alimentar esta idea, y trabaja en elevarse por grados a los conocimientos de un general de ejército. Es cierto que nada hay tan precioso ni tan útil como estos diferentes ejercicios de armas con todos los demás estudios que preparan para la guerra, siendo este indudablemente el primero. A todas estas ventajas es preciso añadir además una, que no es pequeña, y es que esta ciencia de la esgrima hace los hombres más valientes y más atrevidos en los combates, sin que despreciemos otro efecto que produce, por insignificante que parezca, y es que en ocasiones da al hombre cierto aire marcial y apuesto que impone a sus enemigos. Soy, pues, de dictamen, Lisímaco, que es preciso enseñar a los jóvenes estos ejercicios, y ya he dado las razones. Si Laques es de otro dictamen, le oiré con gusto.

      LAQUES: —Pero, Nicias, es necesario mucho atrevimiento para decir de cualquier ciencia que no debe aprenderse, porque siempre es bueno saber de todo; y si la esgrima es una ciencia, como lo pretenden los que la enseñan y como Nicias lo dice, estoy conforme en que conviene aprenderla; pero si no es una ciencia y los que se dicen sus maestros nos engañan a fuerza de ponderarla, o sí, aún siendo ciencia, es de poco interés, ¿para qué consagrarse a ella? Lo que me obliga a hablar así es el estar persuadido de que si fuera una ciencia que mereciera la pena no hubieran los lacedemonios dejado de cultivarla, cuando no hacen más en toda su vida que buscar y aprender las cosas que pueden hacerles superiores en la guerra a sus enemigos. Y aun cuando esto se hubiera ocultado a los lacedemonios, he aquí lo que no han podido ignorar los maestros de esgrima; y es que, de todos los griegos, los lacedemonios son los más apasionados por todo lo que hace relación al ejercicio de las armas, y que los maestros de esgrima, que allí adquiriesen reputación, harían indudablemente por todas partes su negocio, como sucede respecto de los poetas trágicos que se acreditan en Atenas. Porque todo hombre, que se reconoce con talento para hacer tragedias, no corre el Ática y va de ciudad en ciudad a representar sus piezas, sino que se viene derecho aquí, para que aquí se representen, y tiene razón; en vez de lo cual veo a estos valientes campeones, que enseñan la esgrima, mirar a Lacedemonia


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