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Obras Completas de Platón. Plato Читать онлайн книгу.

Obras Completas de Platón - Plato


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es un hombre hábil que sabe muchas y buenas cosas.

      —Lo mismo se puede decir de un pintor o de un arquitecto. Son gentes hábiles, que saben muy buenas cosas. Pero si alguno nos preguntase en qué son hábiles, no dejaríamos de contestarles que en todo lo relativo a hacer cuadros y construir edificios. Si se nos preguntase en qué es hábil un sofista, ¿qué le responderíamos? ¿Cuál es precisamente el arte de que hace profesión? ¿Qué diríamos que es?

      —Diríamos, Sócrates, que su profesión es hacer hombres elocuentes.

      —Quizá diríamos la verdad, y esto ya es algo; pero no es todo, y tu respuesta reclama otra pregunta: ¿sobre qué materias hace un sofista a uno elocuente? Porque un tocador de lira hace a su discípulo elocuente en lo que corresponde al manejo de la lira

      —Eso es claro.

      —En qué el sofista hace a otro elocuente, ¿no es en lo que sabe?

      —Sin duda.

      —¿Qué es lo que sabe y qué es lo que enseña a los demás?

      —En verdad, Sócrates, no podré decírtelo.

      —¿Cómo? —le dije—, ¡ah!, ¿no sabes a qué peligro te expones? Si tuvieras precisión de poner tu cuerpo en manos de un médico que no conocieses, y que lo mismo que puede curarte puede matarte, ¿no te mirarías mucho? ¿No llamarías a tus amigos y a tus parientes para consultar con ellos? ¿Y no tardarías más de un día en resolverte? Estimas infinitamente más tu alma que tu cuerpo, y estás persuadido de que de ella depende tu felicidad o tu desgracia, según que está bien o mal predispuesta; y sin embargo, cuando se trata de su salud, no pides consejo ni a tu padre, ni a tu hermano, ni a ninguno de nosotros que somos tus amigos; ni tomas un solo momento para deliberar si debes entregarte a un extranjero que acaba de llegar; sino que, sin más que saber ayer tarde y bien tarde su llegada, vienes al día siguiente, antes de rayar el alba, para ponerte sin dudar en sus manos, y con la firme resolución de gastar para ello no solo tu fortuna, sino también la de tus amigos. Éste es negocio concluido; es preciso entregarse a Protágoras, a quien no conoces, como tú mismo lo confiesas, y a quien jamás has hablado; solo sabes que es un sofista, y vas a abandonarte en sus manos, ignorando al mismo tiempo lo que es un sofista.

      —Lo que me dices es muy cierto, Sócrates; tienes razón.

      —¿No adviertes, Hipócrates, que el sofista es un mercader de todas las cosas de que se alimenta el alma?

      —Así me parece, Sócrates —me dijo—. ¿Pero cuáles son las cosas de que se alimenta el alma?

      —Son las ciencias —le respondí—. Pero, mi querido amigo, es preciso estar muy en guardia con el sofista, no sea que, a fuerza de ponderarnos sus mercancías, nos engañe, como hacen los que nos venden las cosas necesarias para el alimento del cuerpo; porque estos últimos, sin saber si los géneros que ponen en venta son buenos o malos para la salud, los alaban excesivamente para salir lo más pronto posible de ellos, sin que los que los compran los conozcan mejor, a menos que el comprador sea algún médico o algún maestro de palestra. Lo mismo sucede con estos mercaderes, que van por las ciudades vendiendo su ciencia a los que desean adquirirla, y alaban indiferentemente todo lo que venden. Puede suceder que la mayor parte de ellos ignoren si lo que venden es bueno o malo para el alma, y que los que compran estén en la misma ignorancia, a menos que no se encuentre alguno que sea buen médico de alma. Si te conoces, pues; si sabes lo que es bueno o malo, puedes comprar con seguridad las ciencias en casa de Protágoras o en la de todos los demás sofistas; pero si no te conoces, no expongas lo que te debe ser más caro en el mundo, mi querido Hipócrates, porque el riesgo que se corre en la compra de las ciencias es mucho mayor que el que se corre en la compra de las provisiones de boca. Después que se han comprado estas últimas, se las lleva a casa en cestos o vasijas que no las pueden alterar, y antes de gastarlas, se tiene tiempo para consultar y llamar en su socorro a los que saben qué cosas deben comerse o beberse, qué cantidad puede tomarse y el tiempo en que debe hacerse; de manera que el peligro nunca es grande. Pero respecto de las ciencias, no sucede lo mismo; porque no se las puede poner en ningún cesto o vasija, sino en el alma, y desde que queda hecha la compra, el alma necesariamente las lleva consigo y las retiene por el resto de sus días. Sobre este objeto debemos consultarnos con personas de más edad y más experimentadas que nosotros; porque nosotros somos demasiado jóvenes para decidir sobre un negocio tan importante. Pero vamos allá, puesto que estamos en camino; oiremos a Protágoras, y después de haberle oído, se lo comunicaremos a los demás. Protágoras no estará solo, y encontraremos allí a Hipias de Elea, y aun creo que estará Pródico de Ceos y muchos otros, gente toda de ciencia.

      Tomada esta resolución, emprendimos nuestra marcha. Cuando llegamos a la puerta, nos detuvimos para terminar una ligera disputa que sostuvimos mientras nos dirigíamos a la casa; esto ocupó un poco de tiempo hasta que nos pusimos de acuerdo. Pienso que el portero, que es un viejo eunuco, nos escuchó, y que aparentemente el número de sofistas que llegaban allí a cada momento le había puesto de mal humor con todos los que se aproximaban a la casa; pues apenas hubimos llamado, cuando abriendo su puerta y mirándonos, dijo: ¡ah!, ¡ah!, aún más sofistas, ya no es tiempo; y tomando su puerta con sus dos manos nos dio con ella en el rostro, cerrándola con toda su fuerza. Nosotros volvimos a llamar, y nos respondió de la parte de adentro:

      —Qué, ¿no me habéis entendido?, ya os he dicho que mi amo no ve a nadie.

      —Amigo mío —le dije—, no venimos aquí a interrumpir a Calias, ni somos sofistas; abre, pues, sin temor; nosotros venimos a ver a Protágoras, y a ti te basta con anunciarnos. A pesar de esto, se hizo violencia en abrirnos la puerta.

      Cuando entramos, encontramos a Protágoras, que se paseaba delante del pórtico, y con él estaban de un lado Calias, hijo de Hipónico y su medio hermano uterino Páralos, hijo de Pericles, y Cármides, hijo de Glaucón; y del otro lado estaban Jantipo, el otro hijo de Pericles, Filípides, hijo de Filomelo, y Antímeros de Mende[2] el más famoso discípulo de Protágoras, y que aspira a ser sofista. Detrás de ellos marchaba una porción de gente, que en su mayor número parecían extranjeros, que son los mismos que Protágoras lleva siempre consigo por todas las ciudades por donde pasa, y a los que arrastra por la dulzura de su voz, como Orfeo. Entre ellos había algunos atenienses. Cuando vi esta magnífica reunión, tuve un placer singular en ver con qué aplomo y con qué respeto marchaba toda esta comitiva detrás de Protágoras, teniendo el mayor cuidado en no ponerse delante de él. Desde que Protágoras daba la vuelta con los que le acompañaban, se veía aquella turba, que le seguía, colocarse en círculo a derecha e izquierda, hasta que él pasaba, y en seguida colocarse detrás.

      Después de él, vislumbré, sirviéndome de la expresión de Homero,[3] a Hipias de Elea, que estaba sentado al otro lado del pórtico en un sitial elevado, y cerca de él sobre las gradas observé a Erixímaco, hijo de Acúmeno, Fedro de Mirrinusa,[4] Andrón, hijo de Androtión, y algunos extranjeros de Elea mezclados con los demás. Al parecer dirigían algunas preguntas de física y de astronomía a Hipias, e Hipias de lo alto de su asiento resolvía todas sus dificultades. Asimismo «vi allí a Tántalo»,[5] quiero decir, Pródico de Ceos, que había llegado también a Atenas, pero estaba en un pequeño cuarto que sirve ordinariamente de despacho a Hipónico, y que Calias, a causa del excesivo número de huéspedes, había arreglado para estos extranjeros, después que lo hubo desocupado. Pródico estaba aún acostado, envuelto en pieles y cobertores, y cerca de su cama estaban sentados Pausanias, del pueblo de Céramis,[6] y un joven que me pareció bien portado y el más hermoso del mundo. Me parece haber oído llamarle Agatón, y mucho me engañaré, si Pausanias no estaba enamorado de él. Además estaban los dos Adimantos, el uno hijo de Cepis y el otro hijo de Leucolófides, y algunos otros jóvenes. Como yo estaba de la parte de fuera, no pude saber el objeto de su conversación, por más que desease ardientemente oír a Pródico que me parecía un hombre muy sabio, o más bien, un


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