El paciente cero eras tú. Juan Carlos MonederoЧитать онлайн книгу.
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Akal
Juan Carlos Monedero
El paciente cero eras tú
Pasajes políticos en tiempos de coronavirus
Diseño interior y cubierta
RAG
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© Juan Carlos Monedero, 2020
© Ediciones Akal, S. A., 2020
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
Madrid - España
Tel.: 918 061 996
Fax: 918 044 028
ISBN: 978-84-460-4971-5
Todo rebelde que no crea en sus sueños, no es realista.
Paráfrasis de una reflexión judía
En lugar de ser una política y una economía de guerra, el neofascismo es una alianza mundial para la seguridad, para la administración de una paz no menos terrible, con una organización coordinada de todos los pequeños miedos, de todas las pequeñas angustias que hacen de nosotros unos microfascistas encargados de sofocar el menor gesto, la menor cosa o la menor palabra discordante en nuestras calles, en nuestros barrios y hasta en nuestros cines.
Gilles Deleuze, «Dos regímenes de locos» (1977)
El neoliberalismo seguirá su muerte lenta. Los autócratas populistas se volverán aún más autoritarios. La hiperglobalización continuará a la defensiva mientras los Estados-nación reclaman espacio para implementar políticas. China y Estados Unidos se mantendrán en su curso de colisión. Y la batalla dentro de los Estados-nación entre oligarcas, populistas autoritarios e internacionalistas liberales se intensificará, mientras la izquierda lucha por diseñar un programa que apele a una mayoría de votantes.
Dani Rodrick, «¿El covid-19 reconstruirá el mundo?»
«volverá la puta pobre al portal / la rica al rosal, / el cura a sus misas / y el avaro a sus divisas»
Joan Manuel Serrat, «Fiesta»
PREÁMBULO
No regales ninguna derrota
La dialéctica hegeliana proporcionaría un maravilloso instrumento para tener siempre razón porque permite la interpretación de todas las derrotas como el comienzo de la victoria. Uno de los más bellos ejemplos de este tipo de sofismas se produjo después de 1933, cuando durante casi dos años los comunistas alemanes se negaron a reconocer que la victoria de Hitler había sido una derrota para el Partido Comunista alemán.
Hanna Arendt, Los orígenes del totalitarismo (1951)
La experiencia de nuestra generación: que el capitalismo no morirá de muerte natural.
Walter Benjamin, Libro de los pasajes
Las crisis rompen la normalidad, abren los tarros de las esencias y también la caja de los truenos. Regresan un aroma de muerte y de peligro y activan nuestro cerebro más antiguo. Son momentos en los que tenemos miedo, volvemos a pedir ayuda y también retornamos a organizar la ayuda mutua, que vuelve a ser una posibilidad. Son momentos de expresar obediencia a quien piensas que te puede salvar, y también de trenzar con tus iguales la solidaridad frente a la adversidad. Las crisis son el momento de los aprovechados y también de la comunidad, del grupo, del colectivo, del Estado. Con sus peligros y sus oportunidades.
El Estado es la máquina más perfecta de producir obediencia. Pero, para obedecerle, tiene que hablarnos en un lenguaje que reconozcamos. Incluso en una invasión, como ocurrió en Francia con la ocupación de la Alemania nazi, necesitaron inventarse el Gobierno de Vichy, un gobierno colaboracionista para asegurar la obediencia. No se obedece nunca solamente por la fuerza. Durante la pandemia, no nos hemos quedado confinados solo por el temor a las multas.
Obedecemos, es cierto, por la capacidad del Estado para ejercer la violencia con las armas, las sanciones y la cárcel. Pero también por la responsabilidad última que tiene en lograr la inclusión social (en repartir entre todos los miembros de una sociedad las ventajas de vivir juntos). No es menor la obediencia que se logra gracias a la legitimidad que tengan sus gobernantes, esto es, porque consideramos que tienen derecho a mandar (hoy en día, porque ganan las elecciones). Por último, seguimos el curso de las cosas también por la rutina, que nos hace obedientes, igual que nos hace católicos, futboleros, casados, tatuados, maltratadores, españoles, catalanes, rusos, argentinos, supervivientes, monógamos o adictos al azúcar.
Sólo esa forma de organización que llamamos Estado podía lograr que miles de millones de personas renunciaran a buena parte de sus derechos y se quedaran confinados en sus casas. Porque el Estado es una suma histórica de conflictos y consensos. Porque el Estado usa el poder para manejar el conflicto social en nombre del interés general. Porque el Estado, aunque sea mentira, obra con leyes que hablan a las expectativas del conjunto de la sociedad. Que nos engañen, forma parte del guion. Necesitamos estar juntos y el Estado organiza la convivencia, con cosas reales y también con trucos de magia.
En momentos de crisis, cuando se rompe la rutina, miramos al Estado y esperamos que el gobierno, que es quien lleva la nave, maneje con justicia la coacción, que sus decisiones busquen que las mayorías sigan incluidas en las ventajas sociales, que cumpla las reglas que exigimos a un gobierno para que sea legítimo. El Estado existe porque somos animales sociales. Hemos llegado hasta aquí cooperando y nuestra sabiduría es un depósito del tiempo (la resiliencia es una forma de nombrar lo que siembra el tiempo). Igual que la naturaleza, que es sabia porque tiene en su seno muchas estaciones. Igual que las cosas importantes. La pandemia detuvo el tiempo. Las cosas relevantes para una buena vida siempre necesitan tiempo.
La economía gestiona la escasez, la política gestiona el conflicto, las normas gestionan la desintegración y la cultura gestiona el sentido (en verdad, la falta de sentido). La división del trabajo, el poder, las leyes y normas, la trascendencia son necesidades para que los humanos sigamos juntos. Seguir juntos es la única garantía de seguir vivos. El Estado se ocupa de todas ellas. Y, donde no llega, encarga a la sociedad que haga su parte. En tiempos de crisis, miramos al Estado, y también pensamos en la nación, en los dioses, en la familia, en el despliegue de la conciencia. En las cosas que son más grandes que nosotros y nos dan tranquilidad. Cuidado con las crisis, porque vienen cargadas de promesas y de maldiciones.
El Estado puede poner una vela a Dios y otra al diablo. Es capaz de aplicar un Ingreso Mínimo Universal y de obligar a que los que más tienen más contribuyan. Y también es capaz de dar cobijo a una rebelión de generales, a conspiraciones de jueces o a colocar una parte de su lógica fuera de todo control democrático en eso que vamos llamando deep State. El Estado es capaz de lograr que un país entero se quede en su casa confinado durante meses (¿quién tiene tanto poder?), de señalar el objetivo contra el que dirigir una guerra, de regalar las riquezas del país, de disparar contra el pueblo o de organizar el llanto de toda una nación.
El Estado siempre ha mantenido en los dos últimos siglos esa ambigüedad. Aunque siempre, y esa ha sido su condición invariable,