Trono destrozado. Victoria AveyardЧитать онлайн книгу.
CARNERO en CLASIFICADO.
—Tránsito fluido por regiones ADERONACK, GRANDES BOSQUES, COSTA DE LAS MARISMAS.
—Tránsito difícil por región del FARO, fuerte presencia militar en NRT.
—Se estableció contacto con NAVEGANTES. Se entró a HARBOR BAY con su ayuda.
—Entrevista con EGAN, jefe de los NAVEGANTES. Se evaluará.
NOS LEVANTAREMOS, ROJOS COMO EL AMANECER..
Como cualquier buen cocinero podría decirlo, siempre hay ratas en la cocina.
El reino de Norta no es la excepción. Por sus grietas y fisuras se arrastra lo que la elite Plateada llamaría alimañas: ladrones, contrabandistas, desertores del ejército, adolescentes Rojos que huyen del alistamiento o débiles ancianos que intentan escapar al castigo del ocioso crimen de envejecer. En el campo, hacia la frontera Lacustre en el norte, esas personas se concentran en los bosques y las pequeñas aldeas, y buscan su seguridad en lugares donde los Plateados que se precian de serlo no se rebajarían a vivir. En cambio, en ciudades como Harbor Bay, donde los Plateados mantienen casas elegantes y legislación favorable, los Rojos recurren a medidas más desesperadas. Yo debo hacerlo así.
No es fácil llegar hasta el jefe Egan. Sus pretendidos colegas nos conducen a mí y a mi lugarteniente, Tristan, por un laberinto de túneles bajo las murallas de la ciudad costera. Volvemos sobre nuestros pasos más de una vez, con objeto de confundirme y de despistar a quien pretenda seguirnos. Casi doy por hecho que Melody, la ladrona de dulce voz y ojos de lince que nos guía, nos vendará los ojos. Por el contrario, permite que la oscuridad haga su labor, y cuando emergemos apenas puedo orientarme y rondar por la ciudad.
Tristan no es un hombre confiado, como buen soldado de la Guardia Escarlata. No se separa ni un instante de mí y mantiene una mano en su chaqueta, donde porta un largo cuchillo. Melody y sus hombres se toman a broma la obvia amenaza, y abren sus abrigos y mantones para exhibir sus propias armas cortantes.
—No te preocupes, Pequeño —le dice ella mientras alza una ceja en su dirección y a su altura descomunal—. Estáis bien protegidos.
Él enrojece de furia pero no suelta el arma. Y yo no olvido un segundo el puñal que llevo metido en la bota ni la pistola que guardo en el bolsillo trasero de mi pantalón.
Melody nos lleva por un mercado que vibra con los sonidos de rigor y el punzante aroma del pescado. Su robusto cuerpo se abre camino entre la muchedumbre, que se aparta para dejarla pasar. El tatuaje en su brazo, un ancla azul rodeada por una soga ondulada de color rojo, es advertencia suficiente. Es una Navegante, miembro de la organización de contrabando que la comandancia me encomendó sondear. Y a juzgar por la forma en que manda a su destacamento, tres de cuyos integrantes la siguen, es muy respetada y de alto rango.
Siento que me evalúa, a pesar de que dirige los ojos al frente. Por esto es que he decidido no traer a la ciudad al resto de mi equipo para nuestro encuentro con su jefe. Tristan y yo somos más que suficientes para evaluar esta organización, juzgar sus motivos y presentar un informe.
Todo indica que Egan ha adoptado el método opuesto.
Aunque espero hallar una fortaleza subterránea muy parecida a la nuestra en Irabelle, Melody nos encamina hacia la vieja torre de un faro cuyas paredes han sido desgastadas por el aire salado y la antigüedad. En otro tiempo, un fanal que ponía los barcos a buen recaudo, ahora está demasiado lejos del océano, pues la ciudad se ha adentrado en el puerto. Desde fuera, da la impresión de estar en el abandono, ya que sus ventanas están cerradas con postigos y las puertas atrancadas. Esto no significa nada para los Navegantes. Ni siquiera se molestan en ocultar su acercamiento, pese a que todos mis instintos claman discreción. En cambio, Melody nos lleva por el mercado al aire libre, con la cabeza en alto.
La multitud se mueve con nosotros como un banco de peces. Para servirnos de camuflaje. Para escoltarnos hasta el faro y una maltrecha puerta cerrada con llave. Esta acción me sorprende, y descubro que, en apariencia, los Navegantes están muy bien organizados. Es obvio que imponen respeto, por no decir que también lealtad. Ambos son premios muy valiosos para la Guardia Escarlata, algo que no puede comprarse con el dinero ni la intimidación. El corazón me salta en el pecho. Al parecer, los Navegantes son en efecto unos aliados viables.
Una vez a salvo en el faro, al pie de una interminable escalera de caracol, siento que una tensa cuerda se libera en mi pecho. Aunque poseo experiencia en infiltrarme en ciudades Plateadas y merodear por las calles con relativa concentración, no me gusta hacerlo. Sobre todo si no tengo al coronel a mi lado, quien es un escudo tosco pero eficaz contra cualquier cosa que pueda sucedernos.
—¿No teméis a los agentes de seguridad? —pregunto mientras uno de los Navegantes cierra la puerta a nuestras espaldas—. ¿Ellos no saben que estáis aquí?
Melody ríe de nuevo. Ya ha subido una docena de peldaños y continúa su ascenso.
—Claro que lo saben.
Los ojos de Tristan casi se salen de sus órbitas.
—¿Qué? —palidece, porque piensa lo mismo que yo.
—Que seguridad sabe que estamos aquí —repite ella y su voz produce eco en la torre.
Cuando pongo un pie en el primer peldaño, Tristan me agarra de la muñeca.
—No deberíamos estar aquí, capi… —murmura, como si hubiera perdido el control.
No le doy la oportunidad de decir mi nombre, de ir contra las reglas y protocolos que nos han protegido durante tanto tiempo. En cambio, le encajo el antebrazo en la tráquea y lo empujo con toda mi fuerza por las escaleras. Cae cuan largo es sobre varios peldaños.
El color me cambia de la vergüenza. Esto no es algo que me guste hacer, sea frente a propios o extraños. Tristan es un buen lugarteniente, aunque un tanto sobreprotector. No sé qué es más perjudicial: dejarles ver a los Navegantes que hay desacuerdo en nuestras filas o mostrarles temor. Espero que sea esto último. Después de alzar los hombros de forma calculada, doy un paso atrás y le ofrezco una mano a Tristan, pero no me disculpo. Él sabe por qué.
Y sin decir palabra, me sigue escaleras arriba.
Melody nos cede su lugar y siento sus ojos en cada pisada. Ciertamente me observa ahora. Y se lo permito, con un rostro y una actitud indiferentes. Hago cuanto puedo por ser como el coronel, impredecible e inquebrantable.
En la cresta del faro las ventanas tapiadas dan paso a una amplia vista de Harbor Bay. Construida literalmente sobre otra ciudad antigua, Bay es un nudo terrible. Sus estrechos recodos y callejones son más propios para caballos que para vehículos, y nosotros tuvimos que escurrirnos por pasadizos para no ser atropellados. Desde este mirador, puedo ver que todo gira en torno al famoso puerto, con demasiadas callejuelas, túneles y esquinas olvidadas como para ser patrulladas. Si se añade a todo esto una alta concentración de Rojos, se comprenderá que es un sitio ideal para el alzamiento de la Guardia Escarlata en la zona. Nuestra inteligencia identificó esta urbe como la raíz más viable de la rebelión Roja en Norta. A diferencia de la capital, Arcón, donde la sede del gobierno demanda un orden absoluto, Harbor Bay no está sometida a un control tan estricto.
Pero no está desamparada. La base militar que se yergue sobre las aguas, Fort Patriot, divide en dos el perfecto semicírculo de la tierra y las olas. Éste es un eje para el ejército, la marina y la aviación de Norta, el único de su clase que sirve a los tres cuerpos de las fuerzas armadas Plateadas. Como el resto de la ciudad, sus muros y edificios están pintados de blanco y guarnecidos de tejados azules y altas torrecillas de plata. Intento memorizar todo esto desde mi atalaya. Quién sabe cuándo podrían ser de utilidad estos conocimientos. Y gracias a la absurda guerra que hoy se libra en el norte, Fort Patriot es enteramente ajeno a la ciudad que lo circunda. Los soldados no traspasan sus muros, en tanto que la seguridad mantiene a raya la urbe. Según ciertos informes, resguarda a los suyos, los ciudadanos Plateados, pues los Rojos de Harbor Bay se gobiernan en gran medida solos, con grupos y pandillas que preservan su propia versión del orden. Hay tres de ellos en particular.