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Trono destrozado. Victoria AveyardЧитать онлайн книгу.

Trono destrozado - Victoria Aveyard


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inquietas y sonrisas salvajes. Intentó recordar sus nombres, pero sólo sabía uno: el de la hermana del príncipe, Lady Ara, Señora de la Casa de Iral, quien efectivamente lo parecía de pies a cabeza. Como si sintiera su vista, los oscuros ojos de Ara se volvieron hacia los de Coriane, quien tuvo que mirar para otro lado.

      Hacia el príncipe, Tiberias VI algún día, aunque por lo pronto, sólo Tiberias. Era un adolescente, de la edad de Julian, y una sombra de la barba de su padre le moteaba la mandíbula de modo disparejo. Prefería el vino, a juzgar por la copa vacía que en ese instante se le llenaba de nuevo, y el plateado color que se desplegaba en sus mejillas. Ella recordó que había estado presente en el funeral de su tío, como un hijo respetuoso imperturbablemente en pie junto a una tumba. Ahora sonreía con soltura e intercambiaba bromas con su madre.

      Sus ojos se fijaron un momento en los de ella cuando miró por encima del hombro de la reina Anabel para detenerse en la joven Jacos, que iba con un vestido anticuado. Asintió rápidamente, en respuesta a la mirada de Coriane, antes de regresar a sus divertimentos y su vino.

      —¡No puedo creer que ella lo permita! —dijo una voz al otro lado de la mesa.

      Cuando Coriane se volvió, miró a Elara Merandus, quien contemplaba también a la familia real, con ojos sesgados y penetrantes y un gesto de desagrado. De la misma manera que los de sus padres, su traje refulgía, hecho como estaba de una seda azul oscuro tachonada de blancas gemas, aunque exhibía una blusa suelta con esclavina y mangas acuchilladas en lugar de un vestido. Su cabello era largo y muy lacio, y le caía sobre el hombro como una cortina rubio ceniza, con lo que ponía al descubierto una oreja cargada de un fulgor de cristales. Lo demás era igual de perfecto: unas largas y oscuras pestañas y una piel más pálida e impecable que la porcelana, con la gracia de algo rebajado y pulido hasta alcanzar un refinamiento palaciego. Cohibida ya, Coriane tiró del cinto dorado que ceñía su cintura. Nada deseaba más en ese trance que abandonar el salón y volver a casa.

      —Te hablo a ti, Jacos.

      —Disculpe mi sobresalto —repuso Coriane, e intentó no alterar la voz. Elara no se distinguía por su bondad ni, de hecho, por ninguna otra cosa. Ella reparó en que sabía muy poco acerca de esa joven susurro, a pesar de que era la hija de un Señor gobernante—. ¿Qué decía usted?

      Elara entornó sus brillantes ojos azules con la gracia de un cisne.

      —Hablaba de la reina, por supuesto. No sé cómo puede compartir la mesa con el amante de su esposo, y menos todavía con su familia. Eso es simple y llanamente un insulto.

      Coriane miró de nuevo al príncipe Robert. Daba la impresión de que su presencia tranquilizaba al rey, y si eso le importaba en verdad a la reina, no lo demostraba. Mientras las miraba, las tres realezas coronadas conversaban civilizadamente entre sí, aunque el príncipe heredero y su copa habían desaparecido.

      —Yo no lo permitiría —continuó Elara mientras apartaba su plato. Estaba vacío, limpio hasta la consunción. Por lo menos ella tiene el temple suficiente para acabarse su comida—. Y sería mi casa la que se sentara allí, no la de él. Esto es derecho de la reina y de nadie más.

      Así que competirá en la prueba de las reinas

      —¡Desde luego que lo haré!

      Coriane se estremeció de temor. ¿Acaso ella había…?

      —Sí.

      Una sonrisa siniestra atravesó el rostro de Elara.

      Esto encendió algo en Coriane, que casi la hizo caer del susto. No había percibido nada, ni siquiera un roce en su cabeza, el menor indicio de que Elara escuchase sus pensamientos.

      —Yo… —soltó—. Discúlpeme.

      Sintió extrañas las piernas cuando se incorporó, tambaleantes después de haber estado sentada mientras se servían trece platos diferentes, aunque todavía bajo su control, por fortuna. Blanco, blanco, blanco, blanco, pensó e imaginó paredes blancas y papel blanco y un todo blanco en su cabeza. Elara sólo la miraba, con una mano en la boca para ocultar la risa.

      —¿Cori…? —le oyó decir a Julian, pero eso no la detuvo.

      Tampoco Jessamine, quien no querría provocar un escándalo. Y su padre no se dio cuenta de nada, absorto en algo que Lord Provos decía en ese momento.

      Blanco, blanco, blanco, blanco.

      Sus pasos eran acompasados, ni demasiado rápidos ni demasiado lentos. ¿Cuán lejos tendré que llegar?

      Más lejos, dijo en su cabeza el ronroneo despectivo de Elara, y la sensación estuvo a punto de hacerle tropezar y caer. La voz retumbó a su alrededor y dentro de ella, de las ventanas a sus huesos, de los candelabros a la sangre que martilleaba en sus oídos. Más lejos, Jacos.

      Blanco, blanco, blanco, blanco.

      No se percató de que susurraba esas palabras para sí, fervientes como un rezo, hasta que salió del salón, recorrió un pasaje y cruzó una puerta de cristal biselado. Un patio diminuto se alzaba en torno suyo, y despedía un perfume a lluvia y flores aromáticas.

      —Blanco, blanco, blanco, blanco —murmuró una vez más, al tiempo que se sumergía en el jardín.

      Unos magnolios contrahechos formaban un arco y componían una guirnalda de capullos blancos y hojas muy verdes. Casi no llovía ya, y se acercó a los árboles para guarecerse de las últimas gotas de la tormenta. Hacía más frío del que suponía, pero le agradó. El eco de Elara se había apagado.

      Tras soltar un suspiro, se dejó caer sobre un banco de piedra bajo la arboleda. Lo sintió más frío aún, así que se envolvió entre sus brazos.

      —Puedo ayudarle si quiere —dijo una voz cavernosa con palabras lentas y pesadas.

      Ella abrió bien los ojos y se dio la vuelta. Imaginó que Elara la rondaba, o Julian, o Jessamine, para reprenderla por su abrupta salida. Pero, obviamente, la figura en pie a un metro escaso de donde estaba no era la de ninguno de ellos.

      —Su alteza —dijo, y se levantó de un salto para inclinarse de forma apropiada.

      El príncipe Tiberias se plantó a su lado, complacido bajo la oscuridad, con una copa en una mano y una botella semivacía en la otra. La dejó hacer y, amablemente, no dirigió comentario alguno sobre su mal comportamiento.

      —Basta —dijo al fin y le indicó con un ademán que se enderezara.

      Ella cumplió la orden a toda prisa y se volvió hacia él.

      —Sí, su alteza.

      —¿Gusta una copa, milady? —le preguntó, aunque ya llenaba el recipiente. Nadie con sus cinco sentidos habría rechazado una oferta de un príncipe de Norta—. No es un abrigo, pero la calentará lo suficiente. ¡Es una lástima que no se sirva whisky en estas ceremonias!

      Coriane forzó un gesto de asentimiento con la cabeza.

      —Sí, es una lástima —repitió, pese a que nunca había probado la fuerte y parda bebida.

      Cogió la copa llena con manos temblorosas y sus dedos rozaron un momento los de él. Su piel estaba caliente como una piedra bajo el sol y ella sintió la necesidad imperiosa de agarrarle la mano, pese a lo cual se limitó a apurar un gran trago de vino tinto.

      Él hizo lo propio, aunque sorbió directamente de la botella. ¡Qué vulgar!, pensó Coriane mientras veía su garganta inflarse conforme deglutía. Jessamine me desollaría viva si hiciera eso.

      El príncipe no se sentó a su lado, sino que guardó su distancia para que ella sintiera únicamente un destello de su calor. Esto le bastó para saber que la sangre se le calentaba aun en la humedad. Coriane se preguntó cómo se las arreglaba para llevar puesto un traje tan elegante sin derramar una gota de sudor. Una parte de ella deseó que se sentara, porque sólo de esa forma disfrutaría del calor indirecto de sus habilidades. Pero eso habría sido impropio de ambos.

      —Usted


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