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Trono destrozado. Victoria AveyardЧитать онлайн книгу.

Trono destrozado - Victoria Aveyard


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ya estaba habituado a este tipo de cosas. En realidad, tampoco a ella le importó. Se preguntó, de hecho, si no habría una manera de atenuar el resplandor de las cámaras para que no incordiaran a los circunstantes. No dejó de pensar en lámparas, cables y vidrios polarizados hasta que Tibe habló.

      —Robert vendrá con nosotros, por cierto —dijo mientras cruzaban el umbral y pisaban un mosaico de cisnes negros con el gesto de echar a volar.

      Al principio, Coriane apenas lo oyó, asombrada por la belleza del Hexaprin, con sus paredes de mármol, sus vertiginosas escaleras, su explosión de flores y su techo reflectante del que colgaba una docena de dorados candelabros. Un segundo después cerró la boca, y cuando se volvió hacia Tibe vio que se había avergonzado en extremo, más que nunca antes.

      Parpadeó preocupada. Vio en su imaginación al amante del rey, al príncipe que no era miembro de la familia real.

      —Por mí, no hay problema —dijo y procuró no alzar la voz. Comenzaba a formarse ya una muchedumbre, ansiosa de entrar a la función de matiné—. ¿Lo hay para ti?

      —No, no, me complace mucho que él venga. Yo… yo se lo pedí —el príncipe tropezaba con las palabras por alguna razón que Coriane no entendía—. Quiero que te conozca.

      —¡Ah! —exclamó ella, y no supo qué más decir. Después miró su vestido (ordinario, pasado de moda) y frunció el ceño—. Me habría gustado vestir otro atuendo. No todos los días se conoce a un príncipe —añadió, y casi le guiñó un ojo a Tiberias.

      Él lanzó una carcajada de alivio y buen humor.

      —Ingeniosa, Coriane, muy ingeniosa.

      Evitaron las taquillas y la entrada general al recinto. Tibe la hizo subir por una de las sinuosas escaleras para ofrecerle una vista mejor del enorme vestíbulo. Al igual que sobre el puente, ella se preguntó quién había construido aquel lugar, aunque en el fondo lo sabía. Trabajadores Rojos, artesanos Rojos y quizás unos cuantos magnetrones. Sintió la usual punzada de incredulidad. ¿Cómo es posible que los sirvientes produzcan tanta belleza y se les considere inferiores? Son capaces de maravillas diferentes a las nuestras.

      Adquirían habilidad mediante el desempeño de su oficio y la práctica, más que por nacimiento. ¿Eso no es incluso mejor que la fuerza Plateada? Pero no pensó demasiado en esas cosas. No lo hacía nunca. Así es la vida.

      El palco real se situaba al final de un largo pasillo alfombrado decorado con retratos. El príncipe Robert y la reina Anabel aparecían en muchos de ellos, ambos grandes mecenas de las artes en la capital. Tibe los señaló con orgullo y se detuvo ante un retrato de Robert y su madre en traje de ceremonia.

      —Anabel aborrece ese cuadro —dijo una voz al fondo del corredor.

      Lo mismo que su risa, la voz del príncipe Robert era melodiosa, y Coriane se preguntó si habría sangre arrulladora en su familia.

      El príncipe se deslizó silenciosamente por la alfombra, con zancadas largas y elegantes. Un seda, supo entonces Coriane, y recordó que pertenecía a la Casa de Iral. Su aptitud era la agilidad, el equilibrio, lo que le confería una presencia ligera y destreza de acróbata. Su larga cabellera se derramaba en un hombro y relucía en ondas oscuras de un azul casi negro. Mientras se acercaba, Coriane advirtió un tono gris en sus sienes y líneas de expresión alrededor de su boca y sus ojos.

      —No cree que nos representen con justicia, son demasiado agraciados; ya conoces a tu madre —continuó hasta detenerse frente al cuadro. Apuntó al rostro de Anabel y después al suyo. Ambos irradiaban juventud y vitalidad, con hermosas facciones y ojos chispeantes—. Yo opino que eso está bien. Después de todo, ¿quién no necesita un poco de ayuda de cuando en cuando? —agregó, con un guiño amable—. Descubrirás eso muy pronto, Tibe.

      —No, si puedo evitarlo —replicó este último—. Posar para un retrato es quizás el acto más aburrido en el reino.

      Coriane le dirigió una mirada.

      —Pero un precio bajo por una corona.

      —¡Bien dicho, Lady Jacos, bien dicho! —proclamó Robert entre risas al tiempo que agitaba su cabello—. Debes ser prudente, muchacho. ¿Acaso ya has olvidado tus modales?

      —Claro que no —respondió Tibe y le hizo una seña a ella para que se acercara—. Tío Robert, ésta es Coriane, de la Casa de Jacos, hija de Lord Harrus, gobernador de Aderonack. Coriane, éste es el príncipe Robert, de la Casa de Iral, compañero jurado de su real majestad, el rey Tiberias V.

      La reverencia de ella había mejorado en los últimos meses, aunque no mucho. De todos modos intentó hacerla, pero Robert tiró de ella para darle un abrazo. Él olía a lavanda y a… ¿pan horneado?

      —Es un placer conocerla al fin —dijo mientras retrocedía. Por una vez, Coriane no se sintió examinada. Él no traslucía la menor maldad y le sonreía cordialmente—. Vamos, la función está a punto de comenzar —al igual que Tibe, la cogió del brazo y le palmeó la mano como un abuelo cariñoso—. Usted se sentará a mi lado, por supuesto.

      Algo se tensó en el pecho de Coriane, una sensación desconocida. ¿Era… felicidad? Así lo creyó.

      Sonrió ampliamente, y cuando miró por encima del hombro vio que Tibe los seguía, la observaba y exhibía una sonrisa de alivio y regocijo.

      Tibe fue con su padre al día siguiente a pasar revista a las tropas en una fortaleza en Delphie, lo que dejó a Coriane en libertad de visitar a Sara. La Casa de Skonos poseía una residencia opulenta en las lomas del oeste de Arcón, pero disfrutaba asimismo de algunas cámaras en el Palacio del Fuego Blanco, por si la familia real tenía necesidad en algún momento de un hábil sanador de la piel. Sara la recibió sola en las puertas, con una sonrisa perfecta para los vigilantes y una advertencia para ella.

      —¿Qué pasa? ¿Ocurre algo? —susurró Coriane tan pronto como llegaron a los jardines frente a los aposentos de los Skonos.

      Sara la llevó más allá, entre los árboles, hasta que estuvieron cerca de una pared cubierta de enredaderas y flanqueada por unos rosales inmensos que las ocultaban a ambas. Una vibración de pánico invadió a Coriane. ¿Qué habrá sucedido? ¿Les ha pasado algo a los padres de Sara? ¿Julian se equivocó y ella nos abandonará para irse a la guerra? De manera egoísta, esperaba que tal no fuera el caso. Quería a Sara tanto como Julian, pero no estaba tan dispuesta como él a verla partir, ni siquiera en pos de sus aspiraciones. Ese solo pensamiento la llenó de pavor e hizo que las lágrimas acudieran a sus ojos.

      —¿Te vas a ir, Sara… te irás a…? —tartamudeó, aunque su amiga la frenó con un gesto.

      —No tiene nada que ver conmigo, Cori. ¡Y no te atrevas a llorar! —añadió y se obligó a reír mientras la abrazaba—. Lo siento, no era mi intención alarmarte. Sólo quería que habláramos a solas.

      Coriane se sintió aliviada.

      —Doy gracias a mis colores —dijo entre dientes—. ¿Qué exige entonces tanto misterio? ¿Tu abuela ha vuelto a pedirte que le depilaras las cejas?

      —No, y espero que no vuelva a hacerlo.

      —¿Entonces qué?

      —Has conocido al príncipe Robert.

      Coriane echó a reír.

      —¿Y eso qué importa? Estamos en la corte, todos conocen a Robert…

      —Todos lo conocen, pero no todos tienen audiencias privadas con el amante del rey. De hecho, él no es bien visto, en absoluto.

      —No imagino por qué. Es quizá la persona más amable de este lugar.

      —Por envidia antes que nada, y algunas de las Casas más tradicionales piensan que no está bien que se le haya elevado tanto. Cortesano es el término que más se usa contra él.

      Las mejillas de Coriane se encendieron de rabia y de pena por Robert.

      —Bueno,


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