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La perla del emperador. Daniel GuebelЧитать онлайн книгу.

La perla del emperador - Daniel Guebel


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      Índice de contenido

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       Daniel Guebel

       Copyright

      ¿Conoce el águila lo que está en el abismo?

      Abu l-Fath

      UNA CADENA DE CIRCUNSTANCIAS INFORTUNADAS me había obligado a abandonar los goces de la civilización y a internarme en la Malasia. Yo era joven y bella. Estos atributos, unidos a mi natural inteligencia y a mi condición de extranjera, me atrajeron el respeto de las tribus que habitan el archipiélago. En homenaje, me llamaron “La Perla de Labuán”. Yo era la perla blanca que lucía la glauca corona de las islas bañadas por el mar de la China. Mi fama se extendió. El mismo rajah de Sarawak navegó hasta Kuala Lumpur con el objeto de comprobar si mis virtudes justificaban mi renombre.

      Al verme, el rajah enloqueció de amor. Se arrojó a mis pies y me ofreció su reino. Ni me digné mirarlo. Y mi pulso ni siquiera se alteró cuando me dieron la noticia de que se había suicidado bebiendo una copa de vino envenenada con polvo de perlas de las costas de Singapur.

      No era la soberbia lo que me impulsaba a obrar así. El rajah había sido un hombre alto, bien plantado, de ojos de fuego. Hubiera hecho la felicidad de cualquier mujer. Simplemente, yo me sentía destinada a empresas más vastas. Mi madre no me contó que, al parirme, tres pájaros negros hubiesen cruzado el firmamento en vuelo hacia Oriente. Durante su embarazo no hubo peste de caballos ni plaga de langostas que anticiparan un acontecimiento extraordinario. Tampoco se abrió el cielo para lanzar al mundo fango y preciosas joyas. No obstante, yo albergaba una llama de la que solo sabría su medida cuando lo inalcanzable se posase en mi mano. ¿Sería el Santo Grial, la fuente de la eterna juventud, la piedra en cuyo interior palpita el corazón del Profeta? Aún no conocía la respuesta, pero entendía en cambio que no era bueno unir mi camino al del resto de los mortales. Entretanto, hasta que el momento fuese llegado, aseguré mi subsistencia estableciendo una tienda de antigüedades. Los comerciantes chinos solían frecuentarla ávidos de comprobar si mi figura y mis rasgos correspondían a los de la hembra que estremece sus sueños de opio.

      En mi actividad, pronto conocí la fortuna. Pronto, también, pude hacerme de una flotilla de praos que recorrían los puertos comprando las mercancías que se disputaba la nobleza malaya. Los estantes de mi tienda desbordaban de piedras azules arrancadas a los ojos de ídolos budistas, de krisses de hoja de oro y empuñadura constelada de diamantes, de coronas de reyezuelos desconocidos cuyos casquetes aún tenían pegoteados pelo y sangre, de moscas de cristal que volaban al anochecer y que por la madrugada volvían zumbando a sus cajitas de porcelana. Sin embargo, mi corazón rebosaba de amargura. Despreciaba, por monótonos, los placeres de la carne, y había tenido abrazados a mis rodillas y croando como sapos henchidos de amor a la suficiente cantidad de sabios y metafísicos como para entender que la consolación de la filosofía es imperfecta puesto que no brinda satisfacción a los anhelos. En lo hondo de mi noche solitaria advertía que el tiempo iba pasando y no se cumplía la verdad que años atrás sentí crecer en mi seno. Frente al espejo aguardaba el surgimiento del primer signo de decadencia física para abrir un canal en la carne de mi vientre: desde allí hasta el esternón.

      Un atardecer entró en mi tienda Li Chi: era el más astuto entre los comerciantes de raza amarilla. Kuala Lumpur es una ciudad pequeña. Los vientos del rumor precedieron su visita. Teniéndolo ante mí, recordé que para entrar en posesión de su herencia había apresurado el encuentro entre su padre y el Señor del Cielo. Eso le cerró las puertas de los hogares honrados, pero Li Chi reía y en las ruedas de amigos aseguraba que tarde o temprano el peso de su poder inclinaría la cerviz de los intachables y haría correr hasta su lecho a las hijas de los sin mancha. Li Chi era alto, espigado, con un largo bigote del color de la avellana, y pupilas que brillaban como el acero, dilatadas por el jugo de la belladona. Hablaba seis idiomas y quince dialectos, y no olvidaba las cláusulas de la valentía.

      —Increíblemente me atrevo a presentarme ante La Perla de Labuán sin un presente de mayor valía que este que pongo a tus pies —dijo arrodillándose. Apoyó la frente en la alfombra y tendió sus manos. En ellas destellaba una gema que inmediatamente reconocí: un Ojo de la Diosa del Río. Solo una razón muy especial podía haberlo llevado a apoderarse de semejante joya. Se oía, muy distante, el rabioso griterío de las tribus sikhs reclamando venganza.

      Li Chi me miró y sonrió:

      —¿Te dignas aceptarla? Si así fuese, mi corazón estallaría de gratitud.

      —¿Qué buena causa te trae por aquí, mi estimado Li Chi? Tu obsequio vuelca mi espíritu hacia tu persona; ahora solo lamento no haber conocido antes el inaudito placer que depara el contemplar tu rostro.

      Li Chi enrojeció. Su flanco débil se hallaba en la conciencia de su belleza. Para afirmar ese mérito fortuito gastaba sumas considerables en su vestuario.

      —La Perla de Labuán sabe que Li Chi no la molestaría por un asunto de inferior importancia. La Perla de Labuán no ignora que Li Chi aprecia la inmensa comprensión y paciencia que dispensa La Perla de Labuán en el trato con un insignificante miembro del Celeste Imperio. Y es por eso que Li Chi se ha atrevido a pensar que el objeto de su visita no carecería de interés para La Perla de Labuán.

      —La Perla de Labuán te invita a que hables con toda sinceridad. Lamento no ofrecerte una taza de té. A esta hora mis criados acuden al templo.

      —Muy inconveniente, muy inconveniente —musitó—. Los enemigos de La Perla de Labuán se alegrarían de saberlo.

      —Pero tú no te cuentas entre ellos, ¿verdad?

      —En esta vida soy el más humilde y devoto servidor de La Perla de Labuán.

      —Bien dicho —aprobé—. Creo que mis oídos ya están dispuestos a concederte su favor.

      Li Chi miró por encima de sus hombros, simulando preocupación.

      —¿La Perla de Labuán está segura de que solo ellos escucharán lo que debo comunicarles?

      —Tan segura como de tu existencia


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