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La Biblia en la era audiovisual. Pablo López RasoЧитать онлайн книгу.

La Biblia en la era audiovisual - Pablo López Raso


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con la violencia fraticida; una violencia que siempre es fundacional de un nuevo orden. Así nos lo recuerda Clyde Kluckhohn en su libro a propósito de los hermanos Born in immediate sequence.1

      La muerte de uno trae consigo la paz momentánea, la fundación de un nuevo orden social. No es, pues, la gemelitud o la fraternidad antagonista el punto de inflexión de los relatos, sino el intento de entender la violencia en las relaciones humanas y su papel en la creación del orden cósmico y social.

      Los gemelos son impuros por la misma razón que el guerrero ebrio de sangre, el culpable de incesto o la mujer que menstrúa. Y es a la violencia a la que hay que referir todas las formas de impureza. Este hecho se nos escapa, pues no percibimos la asimilación primitiva entre la desaparición de las diferencias (con la muerte de uno) y la violencia, pero basta con examinar qué tipos de calamidades asocia el pensamiento primitivo a la presencia de los gemelos para convencerse de que esta asimilación es lógica. Los gemelos amenazan con provocar unas epidemias temibles, unas enfermedades misteriosas que provocan la esterilidad de las mujeres y de los animales… la discordia entre los prójimos, la fatal decadencia del ritual, la trasgresión de las prohibiciones sin que se pueda identificar al verdadero culpable, en otras palabras, la crisis sacrificial. Lo que se perfila detrás de los gemelos es el conjunto de lo sagrado maléfico, percibido como una fuerza a un tiempo multiforme y formidablemente desnuda (Girard, 1983, pp. 65-66).

      Los ejemplos mitológicos, literarios e históricos son en su totalidad casos de conflictos sangrientos: Eteocles y Polinice, Rómulo y Remo, Caín y Abel, Ricardo Corazón de León y su hermano Juan Sin Tierra, etc. Y el desarrollo de su historia, aun en tan diferentes contextos y lugares, es tan semejante que demanda una reflexión más profunda, pero que quedaría más allá de nuestro objetivo en este trabajo.

      Cuando Polinice se aleja de Tebas para dejar allí a su hermano, esperando reinar algún día a su vez, se lleva consigo el conflicto fraterno, como si se tratara de un atributo de su ser. Por donde vaya, su hermano se le aparecerá, se le opondrá, surgirá de cualquier modo, como Cadmos hace salir de la tierra guerreros armados de pies a cabeza sembrando dientes de dragón, dispuestos a pelearse entre sí hasta la muerte.

      Cuando un oráculo había anunciado a Adrastro que sus dos hijas contraerían matrimonio con un león y un jabalí, dos animales diferentes por su apariencia exterior pero idénticos por su violencia, estaba presagiando el conflicto fraterno.

      En Las suplicantes, de Eurípides, el rey cuenta cómo ha descubierto a sus dos yernos a su puerta, cierta noche, Polinice y Tideo, reducidos a la miseria. Ambos se disputaban ferozmente la posesión de un camastro. Al estar casados con dos hermanas ambos entran dentro de esa categoría fraticida, como Edipo y Creonte, o Dionisio y Penteo, primos rivales.

      Una tierra o un reino, una mujer o un objeto, una primogenitura o una herencia injustamente repartida son las disculpas del conflicto.

      Dos deseos que convergen sobre el mismo objeto se obstaculizan mutuamente. Cualquier mímesis referida al deseo desemboca automáticamente en el conflicto. Los hombres son siempre parcialmente ciegos a esta causa de la rivalidad. Lo mismo, lo semejante, evoca una idea de armonía en las relaciones humanas: tenemos los mismos gustos, nos gustan las mismas cosas, estamos hechos para entendernos. ¿Qué ocurrirá si tenemos realmente los mismos deseos? (Girard, 1983, p. 153).

      No puede dejar de suscitarse el conflicto. Es difícil apreciar, para los hermanos, su simetría, su reciprocidad, la violencia intensa que se esconde tras la fraternidad, que podría evitarles el enfrentamiento, porque nunca ocupan la misma posición en el mismo momento. La reciprocidad es real, pero es la suma de momentos no recíprocos. Los antagonistas ocupan posiciones sucesivas en el tiempo, pero no simultáneamente. Van apareciendo las mismas cosas, los mismos sentimientos, en una ciclotimia alternante, pero la reciprocidad, la identidad de los hermanos, no puede observarse directamente, porque se ven separados por el papel que representan.

      CAÍN Y ABEL

      La historia de enfrentamientos entre hermanos tiene muchos paralelos en la Biblia (Pérez, 2014), en relación con la primogenitura o en relación con la estructuración del orden social. Ya desde Génesis 4:5 vemos como esas relaciones fraternales son una fuente interminable de conflictos violentos que reclaman una solución, pero tal vez haya una clara diferencia entre las parejas de gemelos mitológicos y Caín y Abel.

      El primer ejemplo, Caín y Abel, es la historia mítica de un desencuentro primordial entre hermanos o tribus o clanes familiares: «Yahvéh miró propicio a Abel y su oblación, mas no miró propicio a Caín y su oblación, por lo cual se irritó Caín en gran manera y se abatió su rostro» (Gn 4:4b-5); se anticipa el tema de la bendición y el de la mirada-rostro. Y, si observamos atentamente el juego de simetrías con el lenguaje: «Miró propicio a Abel y su oblación, mas no miró propicio a Caín y su oblación» (Gn 4:4-5), veremos que se extiende hasta Oseas (2:2): «Ella no es mi mujer ni yo soy su marido». Este juego lingüístico de simetrías nos está introduciendo en la reciprocidad mimética de toda relación fraternal. Con una mirada atenta descubriremos que en la Biblia hay giros y oposiciones de este tipo por doquier.

      A Caín y Abel se los presenta como agricultor y pastor respectivamente, dos formas de vida social. En esta pugna, rivalidad simétrica hasta en el seno materno, que nos relata la tradición popular yavista, el término oblación se repite salvaguardando la especularidad hasta con el lenguaje, y es porque parece asumir como una cuestión de hecho probado que todo orden humano exige un sacrificio sangriento. La muerte de Abel inaugura un nuevo orden social; de hecho, se dice que Caín funda una ciudad en la tierra de Nod y es el antepasado epónimo de los quenitas. Sus descendientes dicen de él ser el fundador de la vida urbana: ganaderos, músicos, herreros, mujeres de vida alegre. La vida sedentaria que caracteriza a la descendencia de Caín fomenta el progreso material, el vicio y el alejamiento de Dios. Ser fundador de una ciudad no es un dato baladí del relato. Como en todos los grandes mitos fundacionales (Rómulo y Remo es el ejemplo más conocido, pero los hay por doquier), la ciudad aparece como resultado de un crimen entre gemelos, que, a la luz del pensamiento girardiano, resulta ser introductor de la diferenciación y, por tanto, de una jerarquía ordenada que facilita la convivencia pacífica momentánea y que da origen a los ritos y las fiestas conmemorativas. A la ciudad, Caín no la llama Roma, sino Enoc, como su hijo, que en hebreo significa dedicación, sin duda para relacionarlo con el ceremonial religioso —fiesta de la dedicación o patronal— que servía para fundar una ciudad. Pero es significativo que su condenación resida en vivir errante huyendo de su go’el ‘vengador de la sangre’. La sangre de la víctima inocente clama al cielo venganza; por eso se solía cubrir con tierra, como esperando ahogar su grito mudo ante el Dios que todo lo ve.2 La misma tierra que recibe esa sangre lo perseguirá y será su maldición. El homicida reconoce su crimen: «Mi culpa es demasiado grande para soportarla» (el TM dice «mi culpa» —awon— y también los LXX, pero la palabra hebrea puede tener también el sentido de castigo por la culpa, lo cual encaja mejor con el pavor que siente). El castigo divino es el eco de la reciprocidad en el hombre. Este mide a Dios con criterios antropomórficos, pensando que su justicia consiste en tomar represalias, vengarse, castigar a los culpables. Por eso, llega a desear la muerte por el primero que llegue y quiere huir hacia la estepa, donde no hay protección familiar alguna (porque es costumbre del clan vengar la sangre derramada de sus víctimas). Pero Dios no quiere que la venganza se ejerza ciegamente, por eso lo estigmatiza con la señal de tau (T),3 que, según san Jerónimo, es «el temblor de su cuerpo y la agitación de su mente», pero lo que verdaderamente importa es que Dios no quiere que esa venganza se desate, se exaspere y se haga exponencial, sin control, y desaparezca el género humano. Esa cadena interminable de crímenes que corre el riesgo de desatarse viene anunciada por la fiereza del descendiente de Caín, Lámek, que amenaza con multiplicar los crímenes por siete, de manera perfecta —es decir, definitiva—, por una causa trivial: se confiesa capaz de matar a un joven por un cardenal o un simple rasguño (Biblia de Jerusalén y BAC, respectivamente), paradigma de la inocencia y del mimetismo más puro, por un quítame allá esas pajas, una mala mirada, un insulto, un gesto insignificante para un tercero espectador, tal vez arbitrario, pero no para los que se encuentran


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