Moby-Dick o la ballena. Herman MelvilleЧитать онлайн книгу.
embarcado. Y era especialmente el aspecto de los tres principales jefes del barco, los oficiales, lo que estaba más convincentemente calculado para aliviar estos desvaídos recelos, y para inducir confianza y jovialidad en cada episodio de la expedición. Tres mejores y más apropiados oficiales y hombres, cada uno a su manera, no se podrían haber encontrado fácilmente, y eran, todos y cada uno de ellos, americanos; uno de Nantucket, otro del Vineyard y un hombre del Cabo. Ahora bien, al ser en Navidad cuando el barco zarpó de puerto, durante algunos días tuvimos un cortante tiempo polar, si bien constantemente escapábamos de él hacia el sur; y con cada grado y cada minuto de latitud que navegábamos, dejábamos gradualmente tras nosotros ese despiadado invierno y toda su intolerable meteorología. Fue una de esas mañanas de la transición, menos encapotadas, aunque aún suficientemente grises y melancólicas, mientras el barco, con viento franco, surcaba apresurado el agua en una especie de vindicativo rebotar y de melancólica presteza, que al encaramarme a cubierta al toque de la guardia de alba, tan pronto como alineé mi vista hacia el coronamiento, agoreros escalofríos me recorrieron el cuerpo. La realidad dejó atrás a la aprensión: el capitán Ajab se erguía sobre el alcázar.
No parecía haber en él ningún signo de enfermedad corporal, ni tampoco de recuperación de alguna. Tenía el aspecto de un hombre liberado de la estaca de la hoguera una vez que el fuego, al pasar, ha agostado todos los miembros sin consumirlos o restarles una partícula de su compacta añeja robustez. Su entero porte, alto y amplio, parecía hecho de sólido bronce, y conformado en un molde inalterable, como el Perseo vaciado de Cellini. Serpeando su camino de entre sus grises cabellos, y continuando hacia abajo por un lateral de su bronceado y chamuscado rostro y de su cuello, hasta que desaparecía bajo sus ropas, veías una delgada marca, como una vara lívidamente blanquecina. Recordaba ese perpendicular costurón hecho a veces en el erguido y altivo tronco de un gran árbol, cuando el relámpago de las alturas se precipita sobre él rasgándolo y, sin arrancar una sola rama, pela y surca la corteza de arriba a abajo antes de perderse en la tierra, dejando el árbol aún vivo de verdor, aunque señalado. Si esa marca había nacido con él, o si era la cicatriz dejada por alguna terrible herida, nadie podía decirlo con certeza. Siguiendo algún acuerdo tácito, poca o ninguna alusión se hizo a ella a lo largo de la expedición, en especial por los oficiales. Pero una vez un viejo indio de Gay-Head que estaba en la tripulación, decano de Tashtego, aseguró supersticiosamente que no fue hasta que tuvo cuarenta años cumplidos que Ajab quedó de ese modo señalado, y que lo fue entonces no en la furia de una mortal reyerta, sino en una pelea con los elementos, en el mar. Aun así, esta arbitraria alusión pareció inferencialmente desmentida por lo que insinuó un sombrío hombre de Man1, un sepulcral viejo, que al no haber zarpado nunca antes de Nantucket, nunca antes de esta ocasión le había puesto el ojo encima al singular Ajab. Sin embargo, las viejas tradiciones del mar, las inmemoriales creencias, popularmente investían a este viejo hombre de Man con preternaturales poderes de discernimiento. De forma que ningún marino blanco le desmintió consistentemente cuando afirmó que si alguna vez el capitán Ajab era en paz embalsamado –lo que difícilmente podría ocurrir, así lo murmuró–, entonces, quienquiera que fuese el que prestara los últimos oficios al muerto, le encontraría una marca de nacimiento desde la coronilla a la planta del pie.
El lúgubre aspecto general de Ajab, y la lívida señal que lo marcaba, me afectaron de tan patente manera que durante los primeros momentos iniciales apenas noté que no poco de su sobrecogedora desolación se debía a la barbárica pierna blanca sobre la que parcialmente se sostenía. Previamente me había enterado de que esta pierna de marfil había sido confeccionada en el mar a partir del hueso pulido de una mandíbula de cachalote.
—Sí, le desarbolaron en aguas del Japón –dijo en una ocasión el viejo indio de Gay-Head–; pero lo mismo que su desarbolado navío, embarcó otro mástil sin venir por él a casa. Tiene una aljaba llena de ellos.
Me llamó la atención la singular postura que mantenía. En cada lado del alcázar del Pequod, y muy cerca de los obenques de mesana, había una cavidad de broca, taladrada en la plancha una media pulgada más o menos. Su pierna de hueso sujeta en esa cavidad, un brazo elevado y agarrándose a un obenque, el capitán Ajab se erguía, mirando derecho más allá de la proa, que nunca cesaba de cabecear. En la fija e intrépida premeditación de esa mirada había una infinitud de la más firme fortaleza, una determinada, inquebrantable tenacidad. No dijo una palabra, ni tampoco sus oficiales le dijeron nada a él; aunque en todos sus minúsculos gestos y expresiones mostraron claramente la incómoda, si no hiriente, conciencia de estar bajo un atormentado ojo de patrón. Y no sólo eso, sino que el taciturno Ajab se presentaba ante ellos con una crucifixión en su rostro; con toda la innominada, regia y autoritaria dignidad de una intensa aflicción.
No mucho después de su primera visita al aire libre, se retiró a la cabina. Pero tras esa mañana pudo ser visto por la tripulación cada día; bien de pie en su cavidad de pivote, bien sentado en un taburete de marfil que tenía, o bien paseando pesadamente la cubierta. Al tornarse el cielo menos sombrío; al empezar, de hecho, a resultar un poco agradable, se recluyó cada vez menos, como si cuando zarpó el barco de puerto la muerta desolación ventosa del mar hubiera sido lo único que le hubiera mantenido así recluido. Y poco a poco llegó a suceder que estaba casi continuamente al aire libre; aunque hasta el momento, para todo lo que decía o perceptiblemente hacía en la por fin soleada cubierta, parecía allí tan innecesario como otro mástil. Mas el Pequod sólo estaba ahora en travesía, no navegando regularmente; los oficiales eran competentes para prácticamente todos los preparativos de la pesca que necesitaban supervisión, así que había poco o nada, aparte de sí mismo, que ahora ocupara o interesara a Ajab, liberándose así, durante ese intervalo, de las nubes que, capa sobre capa, estaban apiladas sobre su frente, pues todas las nubes escogen siempre las cumbres más elevadas para apilarse sobre ellas.
No obstante, no mucho después, la cálida, gorjeante persuasividad del agradable tiempo vacacional al que arribamos pareció sacarle mediante hechizos de su temperamental condición. Pues lo mismo que cuando en el momento en que las bailarinas de sonrosadas mejillas, Abril y Mayo, viajan al hogar de los invernales y misantrópicos bosques, incluso el viejo roble más pelado y recio, más partido por el trueno, hace surgir finalmente unos pocos brotes verdes para dar la bienvenida a visitantes de tan jovial corazón, así Ajab, finalmente, respondió un poco a los juguetones atractivos de ese aire femenil. Más de una vez dejó salir el leve brote de una mirada que en cualquier otro hombre pronto hubiera florecido en una sonrisa.
1 hombre de Man: natural de la isla de Man, en el mar de Irlanda. Los nativos de esta isla tenían fama de expertos en sabiduría oculta.
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