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El orden de 'El Capital' - Carlos Fernández Liria


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si hay algo que el capitalismo convierte en imposible es precisamente el proyecto político de la Ilustración, lo que solemos expresar bajo la idea de una democracia en «Estado de derecho» o bajo el «imperio de la ley». Y que si algún motivo nos da el capitalismo para rebelarnos contra él es precisamente el de haber frustrado este proyecto político y el de hacerlo cada día más impracticable. De entre todo aquello que merece ser conservado, nada lo merece tanto como la dignidad. Y el hombre no encuentra la dignidad de su existencia más que viviendo políticamente en libertad. Por eso, entre todos los futuros posibles por los que merece la pena luchar, nada es más irrenunciable que la idea de una república en la que los legislados sean a la vez legisladores, es decir, una sociedad de hombres libres e iguales, una comunidad de ciudadanos.

      Pero esta reivindicación de la Ilustración desde el marxismo hundía sus raíces, mientras tanto, en un trabajo interminable sobre la obra de Marx que sólo ahora puede salir a la luz. Este libro estaba supuestamente terminado en el verano de 1999, cuando Carlos Fernández Liria me anunció que había firmado un contrato con Akal para su inmediata publicación. Ello era el resultado de un proyecto que se había convertido en una obsesión desde los tiempos en los que juntos habíamos publicado Dejar de pensar y Volver a pensar, empeñándonos en reivindicar el marxismo justo cuando, en el corazón de los años ochenta, todo parecía venirse abajo para esta tradición. Teníamos que explicar, en definitiva, que había tantas razones para seguir leyendo a Marx como razones había para seguir combatiendo el capitalismo. Es difícil discutir hasta qué punto los tiempos nos han dado, desdichadamente, la razón.

      Sin embargo, el volumen sobre El capital que Carlos Fernández Liria había preparado en 1999 –y para el que me había pedido que escribiera precisamente el presente prólogo– iba a tener que esperar aún otros diez años de gestación. Carlos Fernández Liria suele contar que, justo cuando lo tenía listo para la edición, un alumno suyo llamado Luis Alegre Zahonero descubrió un pequeño hilo suelto en su argumentación y, tirando de él, el libro entero se deshizo en mil retales que había que volver a componer. El problema era, además, que para componerlo había que emprender una discusión precisamente en el terreno en el que Marx no paró toda su vida de moverse: el mundo de la economía. Ni a Carlos Fernández Liria, ni a Luis Alegre Zahonero ni a mí nos resultaba fácil emprender esa tarea sin ayuda. Pero precisamente en ese año 1999, en el marco de las primeras movilizaciones estudiantiles contra la mercantilización de la universidad, Luis Alegre comenzó a trabajar estrechamente con Economía Alternativa (grupo estudiantil muy activo que se había formado con profesores como Xabier Arrizabalo, Diego Guerrero o Enrique Palazuelos). De este grupo, por cierto, han surgido economistas extraordinarios (como Bibiana Medialdea, Nacho Álvarez o Ricardo Molero), cuyo enfoque les hace objeto de un fuego cruzado: por un lado, de la economía ortodoxa y, por otro, de los defensores del concepto más dogmático de valor, que les acusan de no estar haciendo «economía marxista». No sin buenas razones, Luis Alegre Zahonero repite con frecuencia que este libro es en gran medida una defensa del derecho a considerar estrictamente marxista el enfoque de una investigación como la que se recoge en Ajuste y salario (Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2009). En cualquier caso, tras una interminable correspondencia entre Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero, decidieron reemprender juntos la redacción del libro.

      El problema había surgido en torno al concepto de «precio de producción», pero afectaba a la interpretación del orden interno de todo El capital. El lector lo comprobará más adelante, al avanzar en el libro que tiene entre sus manos. Hay un momento muy inquietante en el Libro III, en el que Marx nos dice que si las mercancías se vendieran a sus valores, quedaría abolido todo el sistema de la producción capitalista, de manera que puede interpretarse que la teoría del valor resulta incompatible con lo que ocurre en la realidad. Lo de menos es que Marx vaya a demostrar, quizá, que esto sólo ocurre «en apariencia», porque, en el fondo, la teoría del valor sigue cumpliéndose de todos modos. Lo inquietante es que Marx diga a continuación que si del hecho demostrado de que «las mercancías no se venden a sus valores» hubiera que concluir «que la teoría del valor es falsa», resulta que la conclusión no sería que la teoría del valor es falsa, sino que el capitalismo es incomprensible.

      Aunque el lector no esté aún familiarizado con estas nociones y carezca del instrumental teórico para comprender lo que estamos diciendo, es fácil que se haga cargo de que esta forma de argumentar tiene algo de extravagante. Lo mismo ocurre en otro pasaje inquietante: justo en el momento en que acaba de demostrar que la tasa de ganancia tiende a igualarse para todos los sectores con independencia de lo intensivos que sean en mano de obra y todo hace pensar que la fuente del plusvalor ya no es el trabajo y que, por consiguiente, la teoría del valor deja de cumplirse, lo que concluye Marx es que, si esto fuera así (y lo inquietante es que acaba de demostrar que lo es), «desaparecería todo fundamento racional para la economía política».

      Es decir: de lo que Marx está más firmemente convencido es de que sin teoría del valor no hay posibilidad de entender nada. Si los hechos demuestran que la teoría del valor es falsa, no es que la teoría sea falsa, sino que la realidad es incomprensible.

      Como es sabido, hoy todo el mundo en economía está convencido de que la teoría del valor es falsa (o por lo menos inútil). Es fácil demostrar que es así, se dice a menudo. Lo verdaderamente desasosegante ante esta situación es imaginar a Marx diciendo más o menos lo siguiente: de acuerdo, pero que conste que, si acabarais por demostrar que la teoría del valor es falsa, lo que estaríais demostrando, más bien, es que vuestra ciencia no es más que una estafa.

      ¿Por qué, entonces, Marx está tan seguro de que no se puede renunciar a la teoría del valor incluso cuando acaba de demostrar él mismo que la teoría del valor no se cumple? ¿Será que en el fondo sí se cumple? ¿Será que es posible encontrar la ley de transformación de valores en precios? Este fue el camino que siguió la tradición marxista con el famoso problema de la transformación. En resumen, las mercancías se venden a un precio que es proporcional al capital invertido. Sin embargo, la teoría del valor exige que los precios sean proporcionales a la cantidad de trabajo que ha intervenido en su fabricación. A partir de aquí la tradición marxista aún no ha cesado de intentar encontrar un procedimiento capaz de transformar los valores en precios, en una dialéctica que normalmente juega con lo que ocurre «en apariencia» y lo que ocurre «en el fondo». En este género de argucias teóricas –esencia / apariencia, fondo / superficie, forma / contenido, etc.– se han escondido a menudo auténticos trucos de prestidigitación que permitían al marxismo decir lo mismo y lo contrario al mismo tiempo con tan sólo sacarse de la manga dos (o tres) niveles de análisis. Ataviados de lógica dialéctica, estos recursos se convirtieron en una continua estafa científica.

      Este libro reserva una buena sorpresa al respecto. Lo que sus autores vienen a demostrar es que el problema que estaba en juego en esa tozudez marxiana por ligar la economía a la teoría del valor no tenía que ver con el asunto de que ésta se «cumpliera» o no se «cumpliera» en la determinación de los precios. Tenía que ver, más bien, con la delimitación del objeto de estudio de la economía y, en concreto, con la forma en la que hay que pensar la articulación entre mercado y capital, por una parte, y entre derecho, ciudadanía y capital, por otra. Por decirlo rápidamente: que la cosa tenía que ver, más bien, con el problema de cómo se articulaban Ilustración y capitalismo en esa realidad a la que llamamos sociedad moderna.

      Es decir, puede ser perfectamente falso que el valor-trabajo sea el determinante último de los precios, sin que, por eso, la teoría del valor tenga que ser rechazada. Pues podría ocurrir muy bien que la determinación de los precios no fuera ni mucho menos aquello para lo que la teoría del valor resulta imprescindible. Podría ocurrir muy bien que lo que se jugara en ella fuera más bien la posibilidad de constituir un objeto científico propio para la economía política, de tal modo que sin ella la economía misma se convirtiera en una estafa. Una cosa es que te falten las soluciones y otra que te falten las preguntas. Y podría ocurrir que la economía no pudiera sino plantear mal todas las preguntas sin una previa aclaración sobre la relación entre mercado, capital y ciudadanía, es decir, sin una comprensión clara de la articulación de esa sociedad, la sociedad moderna, cuya «ley económica fundamental» trata Marx de esclarecer.

      Desde luego, éste no es el camino habitual por


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