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El orden de 'El Capital'. Carlos Fernández LiriaЧитать онлайн книгу.

El orden de 'El Capital' - Carlos Fernández Liria


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especulativamente lo que sólo se puede describir, sino de deducir todo lo que haga falta para que, una vez puestos a describir, sepamos qué es lo que estamos describiendo.

      Se trata, en definitiva, de que toda ciencia comienza siempre por delimitar su objeto de estudio. La ciencia es ciencia en la medida en que sabe de qué está hablando. Una observación científica es científica porque sabe qué es lo que está observando (una masa inercial, por ejemplo).

      1.3.4 La delimitación del objeto de estudio de la economía política

      El primer paso de una ciencia no consiste en acumular ingentes cantidades de hechos empíricos. Fundar una ciencia consiste en delimitar su objeto de estudio, definir el tipo de objetividad del que esa ciencia se va a ocupar. Ello supone un inmenso trabajo en la abstracción, clarificando conceptos mediante el análisis y la síntesis, hasta dar con lo que podría considerarse una pregunta bien hecha. Lo importante es delimitar la pregunta que hay que hacer a la realidad, de modo que la experiencia y la observación puedan responderla. Descartes y Galileo fundaron la física moderna delimitando matemáticamente un universo –como vimos– «hecho de muy poca cosa»: materia y movimiento. Y a partir de ahí plantearon las preguntas pertinentes, observaron, experimentaron y buscaron las leyes de esa objetividad.

      Con respecto al Marx economista que nos exponía Schumpeter, nos encontrábamos con una trayectoria doblemente paradójica, pero quizá no más sorprendente que aquella por la que la moderna ciencia experimental vino a nacer de un impulso más que nada platónico. En primer lugar, Marx, ese «trabajador infatigable» que «lo dominaba todo en su época», se apuntaba, y eso después de pensárselo mucho, a la única teoría que no llevaba a ninguna parte. Tras desarrollarla metafísicamente, bajo el supuesto de un caso empíricamente imposible, Marx iba, poco a poco, incorporando «artificios», «recursos ad hoc», «inconsistencias en la deducción» y, finalmente, una cantidad ingente de «observaciones». Lo paradójico, aquí, era que, con semejante punto de partida, Marx habría acabado por observar más y mejor que nadie en su época; también lo era el que acabara finalmente por resultar acertado en asuntos teóricos muy poco o muy mal elaborados por los economistas de su época, y que, en algunos casos, su intervención teórica resultara sorprendente, inesperada o, incluso, «genial» o «profética». Así es que el reproche inicial se transformaba paulatinamente en el inverso: como premisa, Marx se desentendía de los hechos; como al final acaba arreglándose con ellos de forma muy notable, será, sin duda, porque se han cometido por el camino «errores de deducción» y casos de non sequitur, que le permitían desembarazarse de los lastres de su «sistema»; de lo contrario, sería extraño que un punto de partida disparatado orientara una investigación certera.

      Pero quizá lo que ocurriera no fuera tanto que Marx se desembarazara de su sistema en favor de la observación, como que, tras haber definido un aparato conceptual preciso en orden a una especie de modelo ideal, y tras encontrar en él una ley fundamental que regiría todo intercambio de mercancías que verdaderamente fueran eso y sólo eso, mercancías, luego pasara a ocuparse de describir los hechos no tanto con sus sentidos, como con los instrumentos precisos que le proporcionaba su sistema.

      O dicho de otra forma: Marx habría comenzado delimitando el objeto de estudio de la economía política. E igual que el universo de Descartes estaba hecho de muy poca cosa (materia y movimiento), el universo de la economía política debe partir, en opinión de Marx, de muy poca cosa: trabajo abstractamente humano, por un lado, y naturaleza, por otro.

      En efecto, para Marx es importante destacar que los componentes elementales de la riqueza son, de un modo irreductible, esos dos. Como ya hemos dicho, no son más. Aunque sea frecuente apelar a una tercera fuente de la riqueza, los medios de producción, Marx considera obvio que este tercer elemento sí se puede reducir a sus componentes de trabajo humano, por un lado, y naturaleza, por otro. Pero tampoco son menos: en ocasiones se ha intentado sostener que, en realidad, el trabajo es la verdadera fuente de toda riqueza. Sin embargo, Marx reprende muy duramente a quienes así lo hacen, especialmente si lo hacen intentándose amparar en sus propias teorías.

      A la inversa, y esto es lo que más nos interesa aquí, también cabría pensar que es posible reducir el «trabajo» a sus elementos naturales (como parte de la «naturaleza humana» o algo así). Sin embargo, Marx bloquea por completo esa posibilidad. Si se trata precisamente de desarrollar una investigación en el terreno de los asuntos específicamente humanos (que es, en definitiva, a lo que hemos denominado el «continente historia»), nos encontramos con determinadas distinciones que resultan radicalmente irreductibles y que, por lo tanto, no pueden de ningún modo dejar de tenerse en cuenta desde esa perspectiva.

      Así, por ejemplo, resulta fundamental no perder de vista la diferencia entre el trabajo humano y el trabajo animal, del mismo modo que no puede desaparecer la diferencia entre el trabajo de los hombres y el funcionamiento de las máquinas. Ciertamente, desde el punto de vista de la física, quizá no haya que hacer mucho caso a esas diferencias: si nuestro objeto teórico consiste, por ejemplo, en el estudio de los movimientos físicos de los cuerpos, lo mismo nos da que esos movimientos sean realizados por personas, por animales o por máquinas. Pero esa diferencia es, en cambio, fundamental para la objetividad específica que hemos delimitado como propia de la economía política. Sencillamente, sería un disparate hacer economía considerando que no hay por qué distinguir entre el trabajar de niño en una maquiladora Nike y el funcionar de una máquina de coser zapatillas, incluso si desde un punto de vista físico los niños y las máquinas produjeran resultados parecidos.

      Es más, podría incluso ocurrir que ese tipo de diferencias tampoco resultasen de ningún interés para una parte de los agentes implicados en la producción. En efecto, desde la perspectiva del capitalista (tomado nada más que como «personificación de categorías económicas»), lo único que interesa es la cuestión de la productividad y la competitividad, siendo en principio indiferente en qué medida las operaciones productivas son realizadas por la maquinaria que se ha comprado y en qué medida lo son por los trabajadores a los que se ha contratado. Sin embargo, lo importante aquí es señalar que, desde el punto de vista del científico implicado en el estudio de los asuntos humanos, resulta crucial mantenerse en la perspectiva en la que no es posible confundir trabajar con funcionar, ni confundir enfermar con estropearse, ni el descanso de los hombres con el barbecho de la tierra, por mucho que se trate de distinciones bastante irrelevantes, por ejemplo, desde el punto de vista de la física e incluso desde el punto de vista del propio proceso productivo. Y esto, desde luego, tiene efectos fundamentales en el programa de investigación completo. Por ejemplo, desde esta perspectiva, en ningún caso cabrá abandonar la centralidad de la cuestión de en qué relación se encuentran el trabajo humano, por un lado, y la apropiación de la naturaleza, por otro. En este sentido, se genera un espacio teórico en el que, ineludiblemente, ocupará un lugar destacado el análisis de la relación que se establece entre trabajo humano y propiedad sobre los bienes que brinda la naturaleza por mediación de ese trabajo.

      Marx considera que la economía no puede desentenderse de esta cuestión sin perder, simplemente, su objeto de estudio. Se pueden, sin duda, hacer muchas cosas al margen de esta cuestión, pero no «economía», no al menos una economía que no


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