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El orden de 'El Capital'. Carlos Fernández LiriaЧитать онлайн книгу.

El orden de 'El Capital' - Carlos Fernández Liria


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presentaba menos dificultades. La cosa transcurrió de forma bien distinta. El Libro III presentó problemas gravísimos y Engels no pudo prepararlo para su edición hasta nueve años después, en 1894.

      El caso es que en el Prólogo al segundo libro Engels se ocupó de defender a Marx de las acusaciones de un economista llamado Rodbertus, quien le había acusado poco menos que de plagio. Para ello, planteó a Rodbertus y su escuela una pregunta sobre la compatibilidad de la ley del valor con la teoría de los precios de producción, augurando que serían incapaces de dar con una respuesta satisfactoria. Anunció que, con la publicación del Libro III (que entonces se consideraba inminente), se descubriría la solución.

      En concreto, Engels desafía a la escuela de Rodbertus a explicar el hecho de que la competencia entre capitales tendiera a formar una tasa de ganancia media para cualquier capital invertido. Ya hemos apuntado –aunque esto se tratará con precisión en la Segunda Parte– que la formación de esta tasa de ganancia media para cualquier tipo de capital (sea de capitales que contratan mucha mano de obra o de capitales que, en su lugar, emplean mucha maquinaria) parecía dar al traste con la idea de que las mercancías se intercambiaran a su valor, es decir, según la cantidad de trabajo cristalizada en ellas. Por la misma razón, parecía quedar arruinado uno de los teoremas fundamentales del Libro I, según el cual sólo el capital invertido en salarios puede producir plusvalor y puede, por tanto, estar en el origen de la ganancia capitalista. En realidad, este teorema se deducía casi tautológicamente de la ley del valor, ya que el plusvalor, al fin y al cabo, no es más que valor y, por lo tanto, «trabajo cristalizado». Por tanto, sólo el trabajo genera plusvalor, no la maquinaria.

      Ahora bien, la formación de una tasa de ganancia media implicaba –como ya se señaló antes– que montos iguales de capital obtendrían ganancias iguales, independientemente de si movilizaban mucho o poco trabajo humano. ¿Suponía esto una especie de enmienda a la totalidad de lo expuesto en el Libro I? ¿O en qué medida la contradicción era sólo aparente? Puesto que Rodbertus alardeaba de haber explicado la teoría del plusvalor mejor que Marx, quien no habría hecho otra cosa que copiarle, Engels le retaba a resolver ese enigma, advirtiendo de que, «en pocos meses», publicaría la respuesta del propio Marx en el Libro III de El capital. Como este reto se lanza al aire en 1885 y Engels se demora ¡casi diez años! en ofrecer la «genial solución» para el gran público de los economistas, no pocos de éstos, marxistas y no marxistas, se ponen manos a la obra. Así, cuando finalmente Engels publica el Libro III, hay ya varias soluciones para escoger a la carta respecto de lo que luego sería el interminable problema de la compatibilidad entre la teoría del valor y la de los precios de producción. Hay que decir que, ciertamente (Engels no deja de reconocerlo, aunque a medias), algunas de ellas son en todo semejantes a la que el propio Marx presentaba en el Libro III. Con la pequeña salvedad de que, todavía hoy, no podemos estar del todo seguros de lo que Marx dice realmente en el Libro III, pues el resultado final de los desvelos de Engels dista mucho de ser un texto acabado y sin ambigüedades y los borradores originales son un verdadero barrizal. Así es como nació esta famosa polémica a la que ya hemos aludido repetidas veces: la polémica de la compatibilidad entre la teoría del valor expuesta en la Sección 1.ª del Libro I y la teoría de los precios de producción y la ganancia media expuesta en el Libro III.

      Pasó el tiempo y la escuela de Rodbertus, nos cuenta Engels, nunca respondió a esta pregunta (a la que, en cambio, sí respondieron otros economistas, como Karl Schmitt, Peter Fireman o Wilhem Lexis). Todo esto tiene un enorme interés para discutir, en último término, el estatus de la teoría del valor en Marx. Pero, por el momento, podemos centrarnos en el carácter general de la discusión.

      Rodbertus pretendía que en un escrito suyo había «descubierto» y expuesto con mucha más claridad que Marx el origen de la renta o la ganancia de los capitalistas, y que éste se había limitado a plagiarle. La estrategia que sigue Engels en defensa de Marx es muy clara y efectiva: lo que Rodbertus pretende haber descubierto, lo habían descubierto ya, mucho antes que él y mucho antes que el propio Marx, los economistas clásicos, Adam Smith, Ricardo y Sismondi. Marx jamás se había arrogado ese mérito (al contrario que Rodbertus, que sí lo hace y muy injustamente). Ni siquiera los términos «plusvalor», «plustrabajo» o «plusproducto» había sido Marx el primero en utilizarlos. Y, de hecho, tampoco a este respecto Marx reivindicó ningún derecho de autor especial.

      Lo que no entiende Rodbertus, explica Engels, es que el sentido de la revolución teórica que introduce Marx en economía consistía en otra cosa muy distinta. Y es entonces cuando introduce una comparación que resulta, para nosotros, muy clarificadora:

      ¿Qué es, entonces, lo nuevo que ha dicho Marx acerca del plusvalor? […] La historia de la química puede ilustrárnoslo por medio de un ejemplo. Hacia fines del siglo pasado aún reinaba, como es sabido, la teoría flogística, que explicaba la naturaleza de toda combustión diciendo que del cuerpo en combustión se desprendía otro cuerpo, un cuerpo hipotético, un combustible absoluto, al que se llamaba flogisto. Esta teoría bastaba para explicar la mayoría de los fenómenos químicos entonces conocidos, aunque no sin, en algunos casos, tener que violentar los hechos.

      Ahora bien, en 1774 Priestley produjo una especie de aire que «encontró tan puro o tan exento de flogisto que, en comparación con él, el aire ordinario estaba ya viciado». Lo llamó aire desflogistizado. Poco tiempo después Scheele produjo, en Suecia, la misma especie de aire y probó su presencia en la atmósfera. Comprobó, además, que este gas desaparecía cuando en él se quemaba un cuerpo, o cuando se quemaba un cuerpo en el aire ordinario; lo llamó «aire ígneo»…

      Priestley y Scheele habían producido el oxígeno, pero sin saber lo que tenían entre manos. Fueron incapaces de desprenderse de las categorías flogísticas tal como las encontraron establecidas. El elemento que iba a trastornar por entero la concepción flogística y revolucionar la química, en sus manos, quedaba condenado a la esterilidad.

      Encontramos aquí, otra vez, la famosa metáfora que Marx utiliza en el Epílogo a la segunda edición alemana del Libro I de El capital. Ahí Marx nos decía que su método era el método dialéctico de Hegel, pero puesto del derecho, pues, en la filosofía hegeliana, es como si la dialéctica anduviese «cabeza abajo». En el capítulo siguiente nos ocuparemos de esta problemática referencia a la dialéctica y de lo que esta metáfora puede significar. Lo que sí que podemos señalar ahora –tal como en su día subrayó con acierto Althusser– es la gran superioridad que tiene la utilización que hace Engels de la metáfora de la inversión en este texto que estamos citando. En el texto de Marx se trata de una mera imagen sin explicación. Engels nos informa de lo que esa imagen significa: «poner sobre sus pies» significa cambiar la problemática general, cambiar la base teórica, el sistema de categorías con el que se pretende conocer. Estamos hablando, por tanto, de una ruptura epistemológica, de una revolución teórica, que consiste en la constitución de un nuevo objeto científico.

      Marx es, en relación con sus predecesores, en cuanto a la teoría del plusvalor, lo que Lavoisier es a Priestley y a Scheele. Mucho tiempo antes de Marx se había establecido la existencia de esta parte del valor del producto que llamamos ahora plusvalor; igualmente, se había anunciado más o menos claramente de dónde derivaba, a saber, del producto del trabajo que el capitalista se apropia sin pagar el equivalente. Pero no se había ido más lejos; los unos –economistas burgueses clásicos– estudiaban al


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