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El mármol. Cesar AiraЧитать онлайн книгу.

El mármol - Cesar  Aira


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pagué en la caja con dos billetes de veinte y esperé el cambio. El importe lo miré en la pantalla de la registradora, porque si esperaba a que me lo dijera el cajero estaba perdido. Si lo dicen no se les entiende, y como saben que nadie les entiende, y la cantidad aparece en grandes números en la pantalla, no se molestan en decirlo, todo lo más señalan desganadamente los números con un dedo. El cajero era un chino robusto y estólido. La tan mentada “cortesía china” debe de ser un mito, o la emplean solo entre ellos, porque entre nosotros exhiben una apabullante falta de modales. No creo que se pueda decir que se debe a que los chinos que emigran a Sudamérica a poner supermercados pertenecen a una clase comercial baja y pragmática, exenta de las normas culturales de su nación. Nunca podrán hacerme creer eso, al menos mientras yo siga siendo argentino. Un hombre siempre representa a su nación, quiera o no quiera.

      La cantidad que indicaba la pantalla era muy precisa y caprichosa, una de esas cantidades que uno se pregunta de dónde salen, y salen de la suma de dos o tres o cuatro cantidades cualesquiera. Era inferior a los cuarenta pesos con los que yo pagaba. No recuerdo cuál era exactamente, pero supongamos que fuera de treinta y seis con cuarenta. Había que dar vuelto, y surgía el eterno problema del cambio. A eso ya estamos tan acostumbrados que ni siquiera nos damos cuenta de que hay un problema. Nadie tiene cambio, y si lo tiene no quiere darlo. Yo entro en las generales de la ley, así que no me quejo.

      El chino dijo algo que sonaba como “¿uno cincuenta?, ¿dos?”. Tan defectuosa era la pronunciación que podía haber sido cualquier otra cosa. Era el pedido consabido de cambio, ya casi ritual. Negué con la cabeza, sin molestarme en entender. El chino abrió la caja y miró adentro. En los compartimentos metálicos había unos pocos billetes, y algunas monedas. En realidad esos supermercados tienen bastante movimiento, a pesar de su atmósfera desolada. Pero vacían las cajas cada hora o dos horas, llevan la plata a algún escondite, dejan apenas lo necesario para dar el vuelto, de modo de prevenirse contra los robos, que son frecuentes.

      No debería haber sido tan difícil; en un país civilizado esas cosas no pasaban: si el monto de la compra hubiera sido, como puse por ejemplo hipotético, de treinta y seis con cuarenta, el vuelto sobre los cuarenta pesos habría sido de tres con sesenta. El chino sacó un billete de dos, y era el último que tenía: ese compartimento quedó vacío. Revolvió las monedas, que estaban mezcladas. Encontró una sola de cincuenta centavos, las demás eran de diez y de cinco; cuando se puso a contarlas resultó que eran casi todas de cinco. Pensé que me daría un puñado de moneditas que no me servían de nada y me harían un bulto en el bolsillo y producirían un ridículo tintineo que anunciaría mi presencia dondequiera que fuera. No pude reprimir un gesto de fastidio, y él debió de percibirlo aunque no me estaba mirando, porque dejó caer las monedas otra vez en la caja y me mostró el billete de dos y la moneda de cincuenta, lo único presentable que tenía. Faltaba algo. Siguiendo con mi ejemplo, faltarían solo un peso con diez centavos. Yo podría haberme marchado renunciando a esa modesta cantidad, que no iba a cambiarme la vida, pero para eso se habría necesitado una voluntad y una decisión que nunca tengo cuando entro a un supermercado chino; me sentía pasivo, sujeto a los hechos, así que esperé. Me dijo la cifra de lo que faltaba darme, con su dicción semiincomprensible. Había sacado la cuenta mentalmente, en segundos. En eso al menos no vi motivos para retacearle mi admiración. Primero había calculado cuánto vuelto tenía que darme de mis cuarenta pesos, y después cuánto faltaba restados los dos con cincuenta que tenía en la mano. Yo habría necesitado lápiz y papel, concentración y tiempo. Y aun así me habría dado trabajo. Estoy seguro de que yo habría tenido que hacer las cuentas dos veces, para asegurarme. Pero es cierto que no tengo práctica, porque nunca he ejercido el comercio.

      Entonces, alterando levemente su gesto de indiferencia hosca, me señaló la percha múltiple de objetos pequeños que se alzaba en la punta del mostrador de la caja. Tardé un momento en entender, pero no mucho porque ya me había pasado antes, y es parte del nuevo folklore que ha florecido al impulso de las dificultades que enfrenta el comercio minorista con la cuestión del cambio: se completan las pequeñas cantidades residuales con artículos de bajo precio. La costumbre se inició en los quioscos, remplazando la última moneda faltante del vuelto con un caramelo, y en la medida en que el problema crecía y el público se hacía más reticente a aceptar caramelos que no tenía ganas de comer, se agregaron otros productos. Yo no había prestado mucha atención al proceso; ignoraba la extensión que había alcanzado; de ahí mi sorpresa al ver la profusión de objetos distintos que ahora me daba a elegir el chino. Por lo visto se había creado toda una industria de las cosas pequeñas y de poco o poquísimo valor.

      De hecho, había demasiado. Una selva colgante en miniatura asaltaba la vista con una mercadería de Liliput, difícil de discernir a pesar de, o a causa de, sus colores vivos y las letras y dibujos de sus blísters. Las leyes no escritas del juego exigían que se eligiera rápido, sin pensar. Las señoras que esperaban detrás de mí en la cola tenían un potencial amenazante, y aun sin ellas la operación de la caja era veloz por naturaleza. Eso debía de estar calculado, una pequeña trampa más para que el cliente se llevara cualquier chuchería inútil, con tal de terminar el trámite. Pero también estaba ahí la gracia del asunto, lo que lo volvía instantáneo, sorpresivo, y un poco mágico.

      Estiré la mano, antes de empezar siquiera a decidirme. La suerte me favoreció, porque vi unas pilas AAA y recordé que había estado pensando en cambiar las del control remoto del televisor, que andaba bastante remolón. Estas eran pilas chinas, bastante sospechosas con sus paisajes pintados para mirar con lupa, pero no me importó porque me daba la impresión de estar llevándolas gratis. Las tomé, metiendo los dedos entre racimos de muñequitos, pastilleros de nácar, zapatos de muñeca, hojitas de afeitar y cápsulas de perfumes franceses falsificados. No sé cómo no tiré nada, pero las agarré y se las mostré al chino. Al instante me dijo algo; creí entender “uno sesenta” (o lo imaginé, asociándolo con “uno se sienta”… a mirar televisión). Pero si era “uno sesenta”, es decir un peso con sesenta centavos, me había pasado del peso con diez que él me debía (siempre sobre la base del ejemplo que di); como hizo un ademán en dirección a los objetos pequeños, supuse que había dicho “sesenta”, es decir sesenta centavos… ¿Tan baratas eran las pilas? No me dio tiempo a pensarlo; yo también tenía prisa por terminar. Si las pilas costaban sesenta centavos, seguía debiéndome cincuenta y yo debía llevarme algo más. Estaba la posibilidad de que “sesenta” era lo que faltaba completar, en cuyo caso las pilas costaban cincuenta centavos; esta ambigüedad se mantuvo a lo largo de toda la escena.

      Sea como fuera, ya debía de estar cerca de completar la cantidad, o sea que debía llevarme algo de menos precio que las pilas, para quedar a mano. En el apuro del momento, iba a tientas, entendía a medias, entendía apenas lo necesario para actuar. Solo ahora, en la calma reflexiva de escribirlo, puedo ponerlo en claro, en fórmulas. De los cuarenta pesos con que yo había pagado mi compra, debía recibir una cantidad equis de vuelto, llamémosla A; de esa cantidad A, el cajero solo tenía una parte, dos con cincuenta. El resto (A - 2,50 = B) debía completarlo con las chucherías; llamando C al precio de la primera de las chucherías elegidas (las pilas) ahora el resto, llamémoslo D, se calculaba con otra resta: B - C = D. El chino hacía estas cuentas mentalmente, y me tiraba el resultado en su castellano defectuoso, incomprensible para mí, que soy de los que si no les hablan claro no entienden.

      Volví a tomar algo, ahora sí al azar. Era un ojo de goma, que al apretarlo desprendía una débil luminosidad roja; un juguete chino, seguramente, aunque era raro que le hubieran pintado el iris celeste, y que la luz que desprendía fuera roja, como si representara el ojo de un inglés borracho. Lo tomé pensando que algo de funcionamiento tan sofisticado (en mi infancia eso habría parecido de ciencia ficción) sería caro, y saldaría el resto, si es que no se pasaba. Me equivoqué. La industria hoy, sobre todo la china, hace masivamente objetos que incorporan mucha tecnología pero no valen nada; este ojo debía de ser extremadamente barato, y además el cajero era honesto (más que honesto: escrupuloso), porque bien podría haber dado por liquidada la operación y yo me habría ido sin más. Pero soltó un nuevo número, que sonó a “treinta”, aunque podría haber sido otro, y se quedó esperando a que yo sacara otra de esas naderías. Probablemente la clientela habitual en esos casos las tomaba de a varias; quizás yo había cometido un error al tomarlas de a una, pero ahora que


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