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La seducción del jefe - Casada por dinero - La cautiva del millonario. Maureen ChildЧитать онлайн книгу.

La seducción del jefe - Casada por dinero - La cautiva del millonario - Maureen Child


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insolación.

      –Es guapo.

      –Y yo.

      –Eso por no decir muy humilde –replicó ella, asombrada.

      –Eso no hace falta decirlo.

      Jefferson se inclinó sobre la mesa de cristal y la miró a los ojos. Cuando Caitlyn sintió que los ojos azules de Jefferson se prendían con los suyos, sintió que su poder se apoderaba de ella. Si no estuviera segura de que estaba tramando algo… No. Lo sabía y no importaba nada más.

      Trató de no prestar atención al romántico ambiente que les rodeaba y al hecho de que los labios aún le vibraban del beso rápido y demasiado casual que él le había dado. Por eso, a pesar de que hubiera deseado que él fuera en serio, que de verdad la deseara, Caitlyn decidió centrarse en la realidad.

      –Jefferson –dijo, después de que el camarero le llevara su martini–, quiero que me digas lo que está pasando.

      –¿Por qué te resulta tan difícil creer que estoy aquí porque te he echado de menos? ¿Porque me he dado cuenta de que eres… eres mucho más que mi secretaria?

      Caitlyn suspiró y levantó inmediatamente la copa para dar un largo trago. El alcohol no tuvo ningún efecto sobre el fuego que ardía en su interior ni la ayudó a librarse del nudo que le atenazaba la garganta.

      –Llevamos trabajando juntos tres años, Jefferson. Si soy tan importante, ¿por qué has tardado tanto en darte cuenta?

      –Porque no lo comprendí hasta que no te hubiste marchado. Eres… –susurró, extendiendo la mano para tomar la de ella–… eres muy importante para mí, Caitlyn.

      Ella sintió que el corazón empezaba a latirle con fuerza contra el pecho. Si creyera por un instante que él estaba diciendo la verdad, saltaría por encima de la mesa y lo besaría como había soñado mil veces que lo hacía. Sin embargo, ¿cómo podía creerse algo así? ¿Cómo podía confiar que un hombre que cambiaba de mujer con tanta facilidad como cambiaba de camisa la deseara de repente sólo a ella?

      Retiró la mano y negó con la cabeza.

      –No, Jefferson. No sé lo que estás tramando, pero no voy a caer en tus redes.

      –En estos momentos –dijo él poniéndose de pie y haciendo lo mismo con ella–, lo que estoy tramando es un paseo por la playa para contemplar la puesta de sol. ¿O acaso te pongo demasiado nerviosa para algo así?

      Capítulo Seis

      Caitlyn no fue a dar un paseo con Jefferson. Tampoco sintió pena por él cuando lo oyó quejarse mientras trataba de acomodarse en el sofá para poder dormir ni se sintió culpable al estirarse en su ancha y vacía cama… a pesar de que le habría gustado tener compañía.

      Conocía a Jefferson demasiado bien. Aunque él no quisiera admitirlo, sabía que estaba tramando algo. No era la clase de hombre que iba detrás de una empleada rebelde para suplicarle que volviera a trabajar con él. Tampoco la clase de hombre que era capaz de hacer todo aquello sin una razón.

      Fuera lo que fuera lo que hubiera planeado, Caitlyn no tenía intención de ponerle las cosas fáciles. Había terminado con Naviera Lyon y con él.

      Si por lo menos se marchara… Sólo eso podría impedir que se volviera loca. Tres días con su presencia constante, atenciones persistentes… Caitlyn sentía que las fuerzas le iban abandonando. Jefferson tenía más encanto y más poder personal que ningún otro hombre que hubiera conocido. Cuando decidía centrar aquel poder en una mujer, era casi irresistible.

      Cuando se iba a nadar, él estaba allí. Si se dirigía al bar para tomar una copa, él estaba allí. Si tomaba una clase de surf, él estaba allí.

      Ésta era precisamente la razón de que hubiera decidido marcharse del hotel aquella mañana para dar un paseo por el pequeño pueblo que el dueño de Fantasías había construido para sus empleados. Las únicas personas que residían en aquella isla privada eran los trabajadores del hotel, que vivían en unas preciosas casitas que se extendían por toda la isla. El pueblo tenía tanto las tiendas más básicas como elegantes establecimientos donde los turistas podían gastarse el dinero que les quedara después de pagar la cuenta del hotel.

      Los únicos vehículos permitidos en la isla eran los carritos de golf eléctricos y las bicicletas, por lo que las calles estaban casi vacías y muy limpias. Las aceras estaban alineadas de fragantes flores y los escaparates mostraban de todo, desde elegante ropa hasta joyas de diseño.

      Sin embargo, Caitlyn no podía prestar atención a nada de todo aquello.

      –Me está volviendo loca –admitió mientras hablaba con Janine por su teléfono móvil.

      –Efectivamente, tiene un plan.

      –De eso estoy segura, pero no sé de qué se trata.

      –Ojalá estuviera allí, pero no puedo marcharme todavía…

      –Lo sé…

      Si Janine y Debbie estuvieran allí, ella podría entretenerse con sus amigas. Podría evitar a Jefferson con mucha más facilidad de lo que podía hacerlo en aquellos momentos. Por supuesto, aún tendría que enfrentarse al hecho de tenerlo en la habitación todas las noches, pero, al menos, tendría las horas del día para no tener que pensar en él.

      –Sigue en tu habitación, ¿verdad?

      –He ido a recepción esta mañana. Allí me dicen que el hotel está lleno, por lo que no tienen habitación para él.

      –Podrías darle una patada en el trasero y hacer que duerma al lado de la piscina o algo así.

      –No, no puedo hacer eso…

      –Entonces, ¿qué? –le preguntó Janine–. ¿Vas a dejar que te estropee las vacaciones? No le debes nada. Dimitiste de tu puesto, ¿te acuerdas?

      –Claro que me acuerdo, pero…

      –No hay peros. Ese hombre está haciendo todo esto por una razón, Caitlyn… Michael, por el amor de Dios, ¿puedes ir a atender a los clientes? –le dijo a su compañero. Entonces, lanzó un suspiro–. Te juro que si no me marcho pronto a esa isla esta tienda se va a convertir en un baño de sangre.

      Caitlyn se echó a reír.

      –Eso lo dices ahora, Janine, pero las dos sabemos que no eres violenta.

      –Podría serlo.

      De repente, Caitlyn escuchó una voz que la llamaba y se detuvo en seco.

      –¡Caitlyn!

      –Dios –dijo, al darse la vuelta y ver que Jefferson se dirigía hacia ella–. Maldita sea, me ha encontrado.

      –Es una isla muy pequeña. No creo que sea muy difícil.

      –Oh… Está tan guapo…

      Jefferson había ido a la isla llevando tan poco equipaje que se había tenido que comprar un vestuario completo allí y aquella ropa no se parecía en nada a la que Caitlyn estaba acostumbrada a verlo.

      Siempre llevaba trajes de tres piezas hechos a medida cuando estaban en Long Beach, pero allí, en la isla, llevaba prendas informales que le daban un aspecto muy atractivo y… cercano. Aquel día, llevaba unos pantalones blancos y una camisa roja de manga corta que dejaba al descubierto un triángulo de torso que Caitlyn se moría por tocar.

      Su cabello parecía mucho más claro por el efecto del sol y sus ojos aún más azules. Sin embargo, estaba hablando por un teléfono móvil y el gesto duro que tenía en el rostro no presagiaba nada bueno para la persona con la que estuviera hablando.

      –¡La Tierra llamando a Caitlyn!

      Caitlyn escuchó la voz de su amiga, pero no pudo concentrarse en ella. ¿Cómo iba a poder hacerlo cuando Jefferson se dirigía hacia ella?


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