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La seducción del jefe - Casada por dinero - La cautiva del millonario. Maureen ChildЧитать онлайн книгу.

La seducción del jefe - Casada por dinero - La cautiva del millonario - Maureen Child


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parecía que iba a tener que cancelarlo todo.

      ¿Por qué demonios había creído Peter que ella estaba enamorada de su jefe? Por el amor de Dios… Jefferson Lyon era un hombre arrogante, orgulloso y más que irritante. ¿Acaso se suponía que ella tenía que odiar su trabajo? ¿Habría hecho ese detalle la vida más fácil para Peter?

      –Siento que haya salido así –le había dicho Peter, antes de marcharse–. Creo que nos habría ido bien juntos.

      –Te equivocas sobre mí…

      –Te aseguro que nada me gustaría más que eso fuera cierto.

      Con eso, se había marchado, dejando a Caitlyn con un enorme vacío en su interior.

      –¡Caitlyn!

      La voz de Jefferson la devolvió al presente inmediatamente.

      –Lo siento.

      –No es propio de ti perder la concentración.

      –Yo sólo…

      ¿Qué? ¿De verdad iba a ser capaz de decirle que su novio había roto con ella porque creía que ella estaba enamorada de su jefe?

      –¿Sólo qué? –le preguntó él, lanzándole una mirada algo interesada.

      –Nada

      Caitlyn no estaba dispuesta a decírselo. Por supuesto, tendría que hacerlo tarde o temprano, dado que había pedido cuatro semanas de vacaciones para la luna de miel. Desgraciadamente, ya no las iba a necesitar.

      –Quería recordarte que tienes una reunión a las dos en punto con el director de Simpson Furniture y una cena con Claudia.

      Jefferson se recostó en su enorme butaca azul marino y dijo:

      –Hoy no tengo tiempo para Claudia. Cancélala, ¿de acuerdo? Y… Envíale lo que sea.

      Caitlyn suspiró. Ya se imaginaba la conversación que iba a tener con Claudia Stevens, la última de una larga fila de hermosas modelos y actrices. Claudia no estaba acostumbrada a que los hombres no cayeran rendidos a sus pies para adorarla. Quería la atención plena de Jefferson Lyon y nunca iba a conseguirla.

      Caitlyn se había imaginado que ocurriría algo así. Jefferson siempre cancelaba sus citas. O, más bien, hacía que Caitlyn las cancelara en su nombre. Para Jefferson, el trabajo era siempre lo primero y si vida personal quedaba en un segundo plano. En tres años, no lo había visto nunca salir con una mujer durante más de seis semanas… y las que le duraban tanto tiempo eran un caso excepcional.

      Peter estaba tan equivocado con ella… Jamás podría enamorarse de un hombre como Jefferson Lyon. Simplemente no había futuro.

      –A ella no le va a gustar.

      Jefferson le lanzó una rápida sonrisa.

      –Por eso el regalo. Algo de joyas.

      –Está bien. ¿Oro o plata?

      Jefferson se incorporó, agarró su pluma y tomó otro montón de papeles que llamaban su atención.

      –Plata.

      –¿En qué estaba yo pensando? –musitó. Por supuesto, la dama en cuestión no se merecía algo de oro hasta que su relación no hubiera durado al menos tres semanas–. Me ocuparé.

      –Tengo plena confianza en ti –dijo mientras ella se daba la vuelta para marcharse–. Otra cosa, Caitlyn…

      Ella se detuvo en seco y se volvió para mirarlo. Entonces se dio cuenta de que los rayos del sol se filtraban a través de los cristales tintados del ventanal y le brillaban en el cabello. Frunció el ceño ante aquel extraño pensamiento.

      –¿Sí?

      –No quiero que nadie me interrumpa hoy. A excepción de la reunión de las dos. No quiero que se me moleste.

      –Bien.

      Con esto, se dirigió hacia la puerta y salió del despacho. Cuando la hubo cerrado, se apoyó contra ella.

      Lo había conseguido. Había conseguido superar la reunión con su jefe sin ceder a la extraña sensación que tenía en el estómago. Sin que le temblaran los ojos ni la voz. Había conseguido mantenerse firme y hablar con Jefferson sin dejar que se notara lo que le estaba pasando.

      Después de todo, el hecho de que su novio la hubiera dejado no significaba que la vida tal y como ella la conocía hubiera dejado de existir.

      * * *

      Jefferson estuvo trabajando todo el día. Por fin, consultó el reloj aproximadamente a las seis. A sus espaldas, el sol estaba tiñendo el cielo de rojo mientras iba desapareciendo en el mar, pero no se detuvo para admirarlo. Había muchas cosas de las que aún tenía que ocuparse, siendo la más importante la nueva oferta por el crucero de pasajeros que iba a comprar. La carta que la acompañaba le hizo apretar inmediatamente el botón del intercomunicador.

      –Caitlyn, tengo que verte.

      Ella abrió la puerta un minuto más tarde, con el bolso al hombro, como si Jefferson la hubiera llamado justo cuando se marchaba.

      –¿De qué se trata?

      –De esto –dijo, poniéndose de pie y atravesando el despacho. Le mostró la carta–. Lee el segundo párrafo.

      Jefferson observó cómo ella se metía un mechón de cabello rubio detrás de la oreja mientras leía la carta. También observó cómo la expresión de su rostro cambiaba ligeramente cuando leyó el error que él había descubierto hacía tan sólo unos instantes. Aquello no era propio de Caitlyn. Era la mejor secretaria que había tenido nunca. Caitlyn simplemente no cometía errores. Ésa era una de las razones por las que se llevaban tan bien. Los asuntos iban bien. Sin sorpresas. Tal y como a él le gustaba. El hecho de que Caitlyn comenzara a cometer errores lo turbaba profundamente.

      –Lo arreglaré inmediatamente –dijo ella, levantando la mirada por fin.

      –Bien. Sin embargo, lo que más me preocupa es que el error se haya producido. Ofrecer quinientos millones de dólares por un crucero por el que yo ya había accedido a pagar cincuenta no me parece muy aceptable.

      Ella exhaló un suspiro que le revolvió el cabello sobre sus grandes ojos castaños.

      –Lo sé, pero te aseguro que nadie más que tú ha visto esto, Jefferson. No es que la oferta se haya mandado ya.

      –Podría haber sido así.

      –Pero no lo ha sido.

      Jefferson se cruzó de brazos y la miró. A pesar de que Caitlyn llevaba unos tacones muy altos, ella resultaba casi quince centímetros más baja que él, que sobrepasaba el metro ochenta de estatura.

      –Esto no es propio de ti.

      Caitlyn volvió a suspirar y admitió:

      –Yo no he redactado esta carta. Ha sido Georgia.

      La impaciencia se despertó dentro de él. Era la clase de hombre que esperaba de sus empleados la misma clase de perfección que de sí mismo. Como secretaria suya, Caitlyn era responsable de todos los documentos que salían de su despacho. El hecho de que estuviera delegando trabajo en otras secretarias le molestaba profundamente.

      –¿Y por qué lo ha redactado Georgia? No me parece que esa mujer sea muy competente.

      Más madura, Georgia Moráis llevaba en la empresa veinte años. Era prácticamente una institución en Naviera Lyon. Sin embargo, eso no significaba que Jefferson estuviera ciego a la ineptitud de aquella mujer. Le gustaba la lealtad, pero tenía sus límites.

      Inmediatamente, Caitlyn se puso a la defensiva.

      –Georgia es una mujer muy competete. Trabaja muy duro. Ha sido un simple error.

      –Que vale cuatrocientos cincuenta millones de dólares.

      –Ella


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