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Una historia de Rus. Argemino BarroЧитать онлайн книгу.

Una historia de Rus - Argemino Barro


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El más atractivo del barrio. Tenía cuarenta y dos años. ¿Y usted? ¿Cuántos años tiene? ¿Está casado? ¿Y a qué espera? O Vassily, encogido como si aguantase una carga invisible. Bastan diez minutos para obtener su confesión: se va fuera el fin de semana para estar lejos de su mujer y de su hijo, para descansar. Les ha puesto la excusa de que va a ver a su madre anciana.

      El imperio ha muerto, pero su eco todavía resuena, y lo hará con mucha mayor intensidad.

      De momento, el zarandeo del tren, cálido y regular, mece las conversaciones. Decenas de pies cuelgan en el pasillo estrecho. Hay mantas enrolladas, mesitas desplegadas. Debajo de mi litera hay una señora y su hijo adolescente, rubio, delgado, con un pelotón de granos subiéndole por el mentón. Están cenando aperitivos con la intensidad cromática de un tapiz normando. Los colores incandescentes llenan la mesa, el tocino, la sal, las tiras de pimiento. Los pasajeros beben té del samovar de metal, porque así es el Tren del Pueblo: una comuna móvil y sobria.

      Un fragmento del imperio perdido.

      El amanecer pálido atraviesa el visillo blanco de las ventanas. Poco a poco, los viajeros se incorporan, se frotan los ojos y piden el primer té del día. El Donbás se estira, monótono, al otro lado del cristal.

      «Perdone, ¿cuánto queda para Donétsk?», le pregunto a la señora.

      «Daniétsk», me corrige, pronunciándolo en ruso. «Treinta minutos».

      Su hijo desayuna medio litro de cerveza.

      Son las ocho de la mañana del uno de abril de 2014.

      Quedan cinco días de paz.

      2

       Nueva York, seis meses antes

      La primera vez que lo vi, K entraba en clase como si le hubiesen dado una excelente noticia. Ordenó sus papeles arrugados, entrelazó los dedos sobre la mesa y nos miró con astucia. Era menudo y avizor como un puercoespín. De fina cabellera gris mate, afable, pero con las púas listas, agazapado en su arbusto mental. Nos dijo que el presidente de Ucrania, Viktor Yanukovych, iba a firmar el acuerdo de asociación con la Unión Europea.

      «Es posible».

      «¿Yanukovych? ¿El amigo de Putin?».

      «Sí», respondió K.

      «¿Pero Yanukovych no es prorruso?».

      «¡Ah, pero este es un momento único! Yanukovych se ha mostrado muchas veces favorable a la Unión Europea, y fue primer ministro de Yushchenko», añadió con júbilo. ¿Cómo no iba a firmar, parecía decir, si tenía la oportunidad histórica de colocar a Ucrania junto al seno de Europa? ¿Quién iba a ser tan estúpido como para dejarlo escapar, habiendo llegado tan lejos?

      Desde aquella ventana de Manhattan, el mundo parecía una maqueta ordenada y limpia. Todo encajaba, igual que los edificios recortados en el cielo, ensamblados de cristal, cemento y doseles curvos, con sus buhardillas y sus penachos de humo blanco. Igual que la ciudad, dividida por las calles en bloques nítidos, el tráfico fluyendo en línea recta, los semáforos marcando el ritmo. Allí dentro, en la facultad de Relaciones Internacionales, era difícil no ver el mundo como una maqueta. «Es el Departamento de Estado en pequeño», se decía. Los alumnos eran como pequeños generales. Deslizaban su mirada por un mapa extendido y tomaban decisiones. Entraban en clase con un vaso de café y se ponían a presentar un tema concreto sobre Ucrania. Cada semana era un tema diferente. Hablaban de comercio, inmigración y cálculos electorales, hacían predicciones y ponían cara de estadistas en tiempo de crisis. Luego buscaban soluciones bajo el delicado concierto de K.

      Pero K era diferente al resto de profesores. No venía del universo claro y rectilíneo de Nueva Inglaterra. No era un producto de la Ivy League, ni de un máster de cincuenta mil dólares al año, ni de las mesas cubiertas de canapés. Él había desarrollado su carrera diplomática en las dos Ucranias: la actual, independiente, y la antigua Ucrania soviética. Él entendía el Viejo Mundo; había medrado en él. Por eso aderezaba sus clases con información extra. El profesor conocía en persona a la gente de la que hablaba: al presidente Viktor Yanukovych, al expresidente Viktor Yushchenko y a la opositora encarcelada, Yulia Tymoshenko. Podía medir, o hacer que medía, su peso moral y sus reacciones psicológicas. Él sabía que lo sabíamos y se permitía toques costumbristas. Le gustaba descolgar un teléfono imaginario, por ejemplo, y hablar como si fuese Yanukovych dándole una orden al presidente del parlamento:

      «¿Volodia? Ya sabes lo que tienes que hacer».

      Por eso, K tenía dos velocidades: una académica y otra informal. En debates y conferencias, cuando sabía que acechaban preguntas, ponía cara de apparatchik y se volvía duro como un rompehielos. Cedía la palabra como si le diese un latigazo a un caballo; era un monolito, un dios impertérrito. Luego sabía conquistar un salón tomando a los invitados del brazo. Cuando le pedías algo, te colocaba una mano en el hombro y acercaba el oído. Como lo veía venir, asentía con impaciencia. Cerraba los tratos en tono íntimo. Lo hacía por ti y por nadie más.

      K era nuestro oráculo.

      Los días optimistas, cuando Ucrania daba signos de entendimiento, cuando se acercaba un poco más a Bruselas, sus ojos centelleaban como dos topacios. Los días bajos, se apagaban en silencio. A veces saludaba con los brazos abiertos la cortina de sol que llenaba la estancia. Se sentaba con ligereza y leía sus notas en tinta azul. Otras, caminaba pesadamente, suspiraba y se pasaba una mano por la frente. Los alumnos intentaban comprender esa ironía de politburó, las gradaciones, los matices ocultos en el ropaje de funcionario soviético.

      ¿De dónde venía este señor menudo y astuto?

      3

      Los eslavos llegaron tarde a la crónica escrita. Si trazamos su prehistoria, hecha de reconstrucciones lingüísticas y pistas vagas, llegamos a los humedales que hoy dividen Bielorrusia y Ucrania. Las tribus eslavas crecieron separadas de la civilización grecorromana por cien mil kilómetros cuadrados de bosque y ciénagas. Tan ligadas estaban a los helechos y al musgo, a líquenes, riachuelos, simas y llanuras, que se bautizaron a sí mismas con nombres de árboles y accidentes geográficos. Allí se refugiaban de los nómadas que pasaban como un vendaval por la estepa vecina. Llegaban del este, huidos de sus patrias o buscando nuevos pastos. Algunos se quedaban, como los cimerios, durante cuatro siglos, o los escitas, guerreros iranios que vivían sobre sus caballos. Hasta que otra invasión los sacaba del mapa. Esta era y es la condición definitoria de Ucrania: su dramática exposición al mundo. Al oeste la ciñen los Cárpatos, que solo ocupan una franja de tierra escueta. El resto es una llanura fértil y bien conectada por el cruce de ríos navegables; un territorio que se expande, oceánico, hasta Siberia, y que ha servido de corredor eterno para los nómadas de Asia. Los escitas contuvieron la estepa durante varios siglos. Luego fueron vencidos, ellos también, por una nueva oleada.

      Con su buen talante y modales recios, dentadura sana y disposición a la honestidad y a la indolencia, los primeros eslavos moraban en chozas de madera hundidas un metro en el suelo. Practicaban un credo forjado en tiempos de caza. Idolatraban la luz y el fuego, y rezaban para conjurar la fuerza de la naturaleza, representada por el oso y el fantasma del mamut. De sus dioses, Perún era el jefe, y desde el cielo impartía justicia. Cuando un rayo de Perún caía sobre un árbol, este se volvía sagrado en el acto. Svarog era el Sol, que mantenía girando el ciclo de la cosecha, y Volos cuidaba de los rebaños.

      Azuzados, quizás, por la demografía o la promesa de aventura, los eslavos comenzaron a unirse a las expediciones nómadas que atravesaban Ucrania. Cada remesa de hunos, jázaros, ávaros u ostrogodos, abría camino a la suave expansión eslava. Su cultura sencilla penetró hasta el Elba, donde llenaron el vacío dejado por los pueblos germanos, que se habían derramado por el mundo latino. Los eslavos echaron raíces en Europa central y oriental; siglos después se escindirían de nuevo hacia el sur, hacia los Balcanes.

      Mientras, los eslavos que se quedaron en su zona original, el norte de Ucrania, los eslavos


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