El continente vacío. Eduardo SubiratsЧитать онлайн книгу.
y un concepto racional del poder político; que reducía bajo su lógica universal a las culturas americanas, sus formas de vida, sus memorias y su concepción sagrada de la naturaleza a una particularidad negativa. Allí donde no llegaba el brazo armado de la guerra santa, y de la santificada explotación de mitas y encomiendas, llegaba la anulación del ser propio a través de la abstracción humanista de un sujeto y una libertad virtuales, privados de cualquier tiempo histórico y espacio social. Almas yermas y sujetos espectrales por los desiertos sin nombre del continente vacío.
Todavía en el siglo XIX, la independencia americana, por boca de intelectuales como Bolívar, Martí o Camilo Torres, tenía que elevar a la antiesclarecida España la protesta airada contra una minoría de edad artificiosamente impuesta e indefinidamente prorrogada por su despótico desgobierno colonial y un destructivo espíritu doctrinario. Allí donde las civilizaciones americanas, sus lenguas, sus religiones y sus culturas son registradas por la conciencia europea a lo largo del periodo colonial es solo para poner de manifiesto su carácter negativo y definir en su nombre las estrategias efectivas de su vaciamiento. Acosta se distinguió por su sofisticado programa empírico y moderno de extirpación de las culturas americanas, de transformación de sus formas de vida y de conversión de su conciencia individual: la síntesis de un renovado programa misionero de propaganda de la fe y de un enciclopédico conocimiento empírico sobre las formas de vida y las creencias de Amerindia.
América era tierra de promisión, realidad especular en que la conciencia europea proyectó sus fantasmas, sus sueños y pesadillas. Era la zona tórrida, infernal, poblada por naturalezas monstruosas. Era un mundo de inefable inhospitabilidad en el que el humano nunca podría habitar, según la imaginaria cartografía cristiana del medioevo. Fue también el paraíso en los paisajes que descubrieron Colón o Pêro Vaz de Caminha, las exóticas geografías de pobladores mitológicos en las crónicas de viajeros como Américo, Benzoni y von Staden, en fin, posesión territorial que su Dios y su Iglesia habían destinado providencialmente al pueblo elegido de los cristianos españoles para la salvaguarda del orbe cristiano.
26 José Luis Romero y Luis Alberto Romero, eds., Pensamiento político de la emancipación (Barcelona, 1985), t. 1, 32 y 62.
La teología política de la colonización
«AD IPSIUS DEI HONOREM ET IMPERII CHRISTIANI PROPAGATIONEM»
El cuatro de mayo de 1493, apenas unos meses tras el desembarco del navegante genovés Cristóbal Colón en el puerto de Barcelona, el papa Alejandro VI, en nombre de su potestad temporal absoluta y universal, concedió a los reyes españoles, que acababan de coronar la cruzada contra el islam en la península ibérica, así llamada Reconquista, con la destrucción del reino de Granada y la expulsión de los judíos, el título de legitimidad por derecho absoluto y perpetuo sobre las recién descubiertas tierras, mediante la bula Inter caetera: «En virtud de nuestra pura liberalidad, cierta ciencia y plenitud de autoridad apostólica, os damos, concedemos y asignamos a perpetuidad, así a vosotros como a vuestros sucesores los reyes de Castilla y León, todas y cada una de las tierras e islas sobredichas, antes desconocidas, y las descubiertas hasta aquí o que se descubran en lo futuro».27
Cualesquiera sean las posiciones intelectuales frente a la colonización de América, históricamente extrapoladas entre la crítica de la «destrucción de las Indias» y la apología de la acción cristianizadora o civilizadora de la Iglesia romana y la corona española, desde un punto de vista historiográfico no puede menos que asumirse la pluralidad de significados que el descubrimiento, la conquista y la subsiguiente «pacificación» encerraban y encierran. No solamente las crónicas de Indias ponen de manifiesto documentalmente esta pluralidad de sentidos, es decir, la ambigüedad de la empresa colonizadora. También su definición teológico-política permite reencontrar esta variedad de alcances.
En los tratados de propaganda de la fe los conceptos de descubrimiento, conquista, conversión, predicación, legislación u oficio, aun sin ser precisamente sinónimos, comprenden un campo semántico relativamente delimitado, atravesado sin duda por los más dispares acontecimientos, no obstante muy consecuentemente articulados entre sí. Tal sucede en una obra clásica como la de Ovando y de Acosta en la que estas categorías se sobreponen sin mayores reflexiones.28 Pero cuando Alejandro VI concedió la bula Inter caetera a los reyes españoles, no solo les otorgaba una potestad temporal sobre los territorios en los que había desembarcado Colón, sino también definía las categorías programáticas de una compleja empresa que comprendía descubrimientos y ocupación territorial de un continente entero, el despojo y avasallamiento de sus habitantes, y el aprovechamiento de los recursos naturales al tiempo que la propaganda de la fe y la vigilancia doctrinal. Fue aquella bula, antes que cualquier otra reflexión, la que estableció los límites precisos, tanto teológicos como políticos, que iban a encerrar el descubrimiento de América en el marco estricto de una guerra santa. Fue esa bula la que definió, antes que cualquier otra determinación política, mercantil o técnica, la idea y el proyecto del imperio universal.
Cristóbal Colón, hombre apto y muy conveniente a tan gran negocio y digno de ser tenido en mucho [se dice en este documento pontificio], con navíos y gentes para semejantes cosas bien apercibidos, no sin grandísimos trabajos, costas y peligros […] hallaron ciertas islas remotísimas y también tierras firmes, que hasta ahora no habían sido por otros halladas, en las cuales habitan muchas gentes que viven en paz, y andan, según se afirma, desnudos, y que no comen carne. Y a lo que dichos vuestros mensajeros pueden colegir, estas mismas gentes, que viven en susodichas islas y tierras firmes, creen que hay un Dios Creador en los cielos, y que parecen asaz aptos para recibir la fe católica y ser enseñados en buenas costumbres; y se tiene esperanza que, si fuesen doctrinados, se introduciría con facilidad en las dichas tierras e islas el nombre del Salvador, Señor Nuestro Jesucristo.
Se citaban programáticamente en la bula pontificia los motivos dominantes de toda una era de distorsiones de la realidad americana: la representación del paraíso, originalmente introducida por Colón, pero que contaba ya con una larga tradición en el imaginario cristiano medieval; la visión encendida de las riquezas y de las posibilidades de cristianización que también ocuparon las primeras entradas americanas de su diario;29 el concepto de «hallazgo» de los nuevos territorios,30 que jurídicamente respaldaba su apropiación en nombre del orbis christianus y de su traslación política o imperial, el imperium universalis; el ideario de conversión, que, al mismo tiempo, definía implícitamente la empresa de ocupación y explotación territoriales como una cruzada a lo ancho del continente vacío, y al indígena americano como tabula rasa susceptible de sujeción y subjetivación. Incluso el tono persuasivo que implica la mención de una paradisíaca condición del indio, la declaración sumaria de su fe monoteísta y de su plena disponibilidad para la adoctrinación cristiana encuentra en el mismo documento pontificio su crudo contrapunto cuando convoca a los monarcas españoles a que «las bárbaras naciones sean deprimidas y reducidas a esa misma fe» y «sujetadas y reducidas a la católica fe»,31 poniendo tales gestas al lado de la «recuperación del Reino de Granada» de la «tiranía sarracena» y como su efectiva extensión a las tierras lejanas y desconocidas de ultramar.32
¿Por qué corre a cargo de la Iglesia y la teología cristiana la concesión territorial americana y, con ella, la definición elemental del principio de colonización? Respuesta: solo la Iglesia es mediadora terrenal de la salvación del mundo, solo ella puede otorgar un sentido verdaderamente universal a una monarquía particular, solo la teología política cristiana puede conceder el título legítimo de emperador. La Iglesia era mater