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El continente vacío. Eduardo SubiratsЧитать онлайн книгу.

El continente vacío - Eduardo Subirats


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respeto legal e institucional de las lenguas amerindias y el reconocimiento cultural de sus manifestaciones simbólicas se formulaban en el contexto de aquella reunión política bajo la misma perspectiva del indio como representación sublime de una perfecta ciudadanía virtual que solapaba su miserable realidad.

      Obviamente, a lo largo de aquellas discusiones sobre las condiciones políticas de los derechos, no obstante, virtuales del indio, considerado como ciudadano del mundo, sujeto de libertad o portador histórico de los símbolos de una identidad nacional y regional, el problema de la violencia no podía soslayarse. Al menos de una forma latente se dibujaba en el contexto de aquel seminario el horizonte sombrío de guerras, hambre, intervencionismo militar, y la permanente presencia de fuerzas y acciones parapoliciales y ejércitos privados en la región, bajo el clima de corrupción política en el que se desenvuelven esta clase de cosas. Con pudor, y como si se tratara más bien de notas al margen, se mencionaban de tanto en tanto las expropiaciones por parte de colonos, el caciquismo y sus criminales secuelas, las acciones paramilitares, los continuos ultrajes a los derechos de la persona, el avasallamiento del cuerpo de la mujer… Todo ello estaba en el aire y al mismo tiempo no estaba en ningún lugar.

      A estos discursos, que en lo esencial giraban en torno al valor ejemplar de Occidente y del progreso en su forma actual, se oponía la visión del pasado en ruinas, la efectiva e indefinida continuación del expolio económico de América Latina. Era la perspectiva que cuestionaba la racionalidad del proceso colonizador desde sus orígenes históricos y epistemológicos, la que contemplaba la historia más allá de la dialéctica de vencedores y vencidos como un proceso continuo de violencia. Se trataba también de una posición intelectual no conciliadora ni conciliable. Era la perspectiva filosófica en un sentido riguroso de la palabra.

      El antropólogo brasileño Darcy Ribeiro presentó, en este preciso sentido, una brillante y cruda exposición de la colonización americana como un proceso de destrucción material de sus civilizaciones históricas, de expolio de las fuerzas naturales, incluida la fuerza de trabajo y de reproducción humana, y la colonización del alma a lo largo de un proceso de una cristianización compulsiva del indio cuyos estragos todavía no han cesado. Mientras hablaba en un portuñol difícil de entender, pero perfectamente inteligible por la expresiva plasticidad que daba a sus palabras, anoté en mi libreta un título imaginario a su conferencia: «La conquista interminable de América». Tal era el sentido profundo de su discurso. Era un relato negativo, políticamente frágil e intelectualmente consistente, y poético también, que mezclaba la ternura y la nostalgia, con la frialdad analítica bajo la que afrontaba una realidad sombría.

      Un antropólogo peruano, Luis Lumbreras, expuso con ademán tajante una tesis de consecuencias radicales, si se la considerara en sus verdaderas dimensiones: el fracaso del proceso de colonización de la América andina. Ciertamente este intelectual no solamente pensaba en la dramática realidad social, económica y militar del Perú, sino también en términos centro y mesoamericanos; de ahí su encendida tesis. La colonización había fracasado porque no había dejado tras de sí un auténtico orden civil, una auténtica civilización, ordenada y armónica, en el lugar de las ruinas de las altas civilizaciones destruidas. Era una manera de poner implícitamente en cuestión la lógica de la colonización, y su legitimidad histórica y moral.

      El planteamiento de Lumbreras poseía algo de grito desesperado y algo de sueño poético en un mundo diferente, todavía lleno de misterios arcanos, atravesado por un orden espiritual transparente, generado a partir de una comunidad real. Más aún, en el trasfondo del mundo inca, sobre el que hablaba el antropólogo peruano, parecía vibrar todavía la intensidad de una comunidad histórica y real, y de raíces mitológicas rotundas.

      No se trataba solamente de una perspectiva pesimista. En sus palabras se ponía de manifiesto, sobre todo, la clara visión de dilemas irresueltos del pasado que proyectaban fatalmente su sombra sobre el porvenir. Un cúmulo sin cuento de delirios teológico-políticos, errores institucionales y desconcierto. Visión de un continente vacío.

      Históricamente el continente americano ha ocupado un espacio virtual y un no-lugar en la conciencia occidental. En la imaginación de la Europa medieval cristiana no era sino una zona tórrida en la que la vida era inconcebible. Las primeras versiones del siglo XVI se representaba como las antípodas del mundo pobladas por seres monstruosos y siniestros. Por su parte, en el imaginario moderno de los misioneros imperiales era el continente satánico de la gentilidad… Al mismo tiempo América ha fungido como espejo de las utopías del buen gobierno, visiones de una naturaleza virginal y de un paraíso terrenal en el que cuerpo desnudo se abría a un intrincado universo simbólico de sensualidad y placeres desconocidos. Constituía asimismo un mundo inocente que desconocía la culpa cristiana —y por consiguiente carecía de orden y de ley—, sus formas de vida eran irracionales o infrahumanas y estaba habitado por fuerzas incontrolables del mal. América fue también el crisol de los sueños milenaristas que la Europa herética fue enterrando en la misma medida en que avanzaba en su proceso de secularización y de concentración de poderes imperiales. Se transformó, en fin, en el horizonte de todas las revoluciones modernas, que se han dado cita con idéntico fracaso que los sueños mesiánicos de salvación y cristianización, y de las utopías de progreso científico y económico…

      Frente al continente vacío se levantaba la necesidad de formular y reformular un auténtico proyecto civilizador, siempre aplazado a lo largo de la dominación colonial y poscolonial. Es el viejo dilema, nunca resuelto, que ya planteaba Inca Garcilaso, y ahora lo dibujaba Bonfil Batalla siguiendo los pasos que ya había expuesto en su México profundo. Solo mencionaré algunas de las órdenes del día que pronunció con tímida franqueza en aquel encuentro: garantía territorial del indio y autonomía administrativa; acceso a medios técnicos y de información que permitieran una dinámica y un desarrollo culturales propios; medios adecuados de educación que posibiliten generar este auténtico desarrollo humano y una verdadera integración; redefinición del proyecto civilizador que llamamos modernidad en función de estas exigencias espirituales y económicas; reformulación del progreso sobre la base de las formas de vida y comunidades reales, y de sus valores autónomos relativos al valor económico y a los significados simbólicos de la naturaleza, la comunicación humana o la belleza. «Si el pasado nos fue impuesto, no podemos aceptar que el futuro también lo sea», concluyó Bonfil Batalla tratando de disimular retóricamente lo que la secuencia lógica de estos enunciados anticipaba fatalmente. El sueño maravilloso que brillaba en sus ojos estaba empañado por un terrible presagio.

      Un aspecto debe subrayarse en esta crónica sobre la conquista espiritual y material de América quinientos años después: el problema de la mirada, la intención y el sentido de la mirada intelectual. En el seminario en cuestión se había dado cita a políticos, antropólogos, escritores. Todos ellos partían, de una manera u otra, de un concepto secular de la historia como un progreso cuyos sublimes ideales legitimaban en nombre de un tiempo futuro la amarga realidad del tiempo presente. Era diferente la conciencia histórica, política y poética de las voces indias que también habían sido invitadas. Estos no eran miembros de una comunidad virtual de promesas de felicidad. Se habían dado cita en aquel encuentro más bien como miembros de una comunidad histórica y religiosa fundada en memorias, saberes y formas éticas ancestrales. Ciertamente no hablaban desde el lugar privilegiado de una razón en la historia. Más bien representaban la conciencia


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