La isla del doctor Moreau. H. G. WellsЧитать онлайн книгу.
menos 1,80 metros.
Más tarde descubrí que ninguno era más alto que yo, pero tenían el cuerpo anormalmente largo y el muslo muy corto y curiosamente retorcido. En cualquier caso formaban una banda de asombrosa fealdad, y sobre sus cabezas, bajo la vela de proa, asomaba el rostro negro del hombre a quien le brillaban los ojos en la oscuridad.
Mientras los observaba, mi mirada se cruzó con la suya, y uno a uno fueron apartando sus ojos de los míos para mirarme de un modo extraño y furtivo. Pensé que tal vez estuviera incomodándolos y centré mi atención en la isla a la que nos acercábamos.
Era llana y estaba densamente cubierta de vegetación, entre la que abundaba una especie de palmera desconocida para mí. Desde algún lugar de la isla una fina columna de vapor blanco ascendía sesgadamente por el aire hasta una altura inmensa, deshilachándose luego como una pluma. Nos encontrábamos en una amplia bahía flanqueada en ambos extremos por un pequeño promontorio. La playa era de arena gris y ascendía abruptamente formando una loma, que se alzaba unos 200 metros sobre el nivel del mar, salpicada aquí y allá de árboles y maleza. En mitad de la pendiente había un recinto de piedra cuadrado que, según supe después, estaba hecho en parte de coral y en parte de lava solidificada. Dos techos de paja cubrían el recinto.
Un hombre nos esperaba en la orilla. Cuando aún estábamos lejos, me pareció vislumbrar otras criaturas de aspecto grotesco que se escondían entre los arbustos de la pendiente, pero al acercarnos no vi ni rastro de ellas. El hombre que aguardaba en la orilla era de estatura media y cara negroide. Tenía la boca grande, sin apenas labios, los brazos extraordinariamente largos, los pies delgados y grandes y las rodillas huesudas. Estaba allí de pie, inclinado hacia adelante, sin quitarnos la vista de encima. Vestía igual que Montgomery y el hombre de pelo blanco, con pantalón y chaqueta de sarga azul.
Cuando nos acercamos un poco más, empezó a correr por la playa de un lado a otro, con grotescos aspavientos. A una orden de Montgomery, los cuatro tripulantes de la lancha saltaron al agua con ademanes torpes y arriaron las velas. Montgomery nos condujo hasta una pequeña dársena excavada en la playa. Entonces, el hombre que aguardaba en la orilla se nos acercó apresuradamente. Esta dársena, como yo la llamo, no era en realidad más que una simple zanja lo suficientemente larga en esa fase de la marea como para cobijar la embarcación.
Oí que la proa encallaba en la arena, alejé el chinchorro de la caña del timón de la lancha y desembarqué tras lanzar las amarras. Los tres hombres vendados gatearon torpemente por la arena y procedieron de inmediato a la descarga, ayudados por el hombre de la playa. Lo que más llamó mi atención fueron sus extraños movimientos y balanceos de piernas; no es que fueran rígidas, pero estaban curiosamente torcidas, como dislocadas en las articulaciones. Los perros seguían gruñendo, y cuando el hombre del pelo blanco desembarcó con ellos, tiraron de las cadenas intentando seguir a los otros tres.
Hablaban entre sí con tono gutural, y el que esperaba en la playa empezó a charlar con ellos agitadamente en lo que me pareció una lengua extranjera, mientras echaba mano a unos paquetes apilados en la popa. Creí haber oído antes aquella voz, aunque no sabía dónde. El hombre del pelo blanco seguía de pie entre el tumulto de los seis perros, dando órdenes a voz en cuello. Una vez desmontada la caña del timón, Montgomery desembarcó y todos se pusieron a descargar el barco. Yo estaba demasiado débil para ayudarlos, entre el ayuno y la exposición al sol con la cabeza desprotegida.
El hombre del pelo blanco pareció entonces advertir mi presencia y se me acercó.
—Parece que aún no ha desayunado —dijo. Sus ojos pequeños y negros brillaron bajo unas cejas muy pobladas—. Debo pedirle disculpas por ello. Ahora que es nuestro huésped debemos hacer que se sienta cómodo, aunque ya sabe que nadie lo ha invitado.
Me miró intensamente y continuó:
—Montgomery dice que es usted un hombre instruido, señor Prendick, y que sabe algo de ciencias. ¿Puedo preguntarle qué significa eso?
Le expliqué que había pasado algunos años en el Royal College of Science, y que había llevado a cabo ciertas investigaciones biológicas bajo la dirección de Huxley. Al oírlo enarcó ligeramente las cejas.
—Esto cambia un poco las cosas, señor Prendick —dijo con un poquito más de respeto—. Da la casualidad de que todos los que estamos aquí somos biólogos. Esto es, en cierto modo, una estación biológica —dijo. Y posó su mirada sobre los hombres de blanco, muy ocupados en arrastrar al puma, instalado sobre unas ruedecillas, hacia el recinto de piedra—. Al menos, Montgomery y yo —añadió.
Y acto seguido dijo:
—No puedo decirle cuándo podrá irse de aquí. Estamos muy lejos de todo. Sólo vemos pasar un barco cada doce meses.
Me dejó bruscamente, subió por la loma, pasando por delante del grupo, y entró al recinto. Los otros dos hombres estaban con Montgomery, apilando un montón de paquetes pequeños en una carretilla. La llama seguía en la lancha, con las conejeras, y los perros aún estaban atados a la bancada. Cuando terminaron de apilar los bultos, los tres hombres agarraron la carretilla y empezaron a arrastrar la tonelada de peso detrás del puma. Montgomery se alejó de ellos y, volviendo hacia mí, me tendió la mano.
—Me alegro por lo que me toca. Ese capitán era un pobre burro. Debería haberle facilitado las cosas —dijo.
—Ha vuelto a salvarme —respondí.
—Eso depende. Pronto verá que esta isla es un lugar infernal, se lo aseguro. Yo que usted me andaría con cuidado. Él... —vaciló, y pareció cambiar de opinión sobre lo que estaba a punto de decir—. Écheme una mano con los conejos —dijo.
Su modo de proceder con los conejos resultó muy curioso. Me metí en el agua con él y lo ayudé a transportar una de las conejeras hasta la playa. Acto seguido abrió la puerta e, inclinando la caja por uno de los extremos, vertió sobre la arena su viviente contenido. Los conejos, unos veinte, cayeron unos encima de otros. Luego dio unas palmadas y todos se dispersaron corriendo a saltitos por la playa.
—¡Crezcan y multiplíquense, amigos míos! —exclamó Montgomery—. Pueblen la isla.
Hasta ahora andábamos algo escasos de carne.
Mientras los veía alejarse, el hombre del pelo blanco regresó con una petaca de coñac y unas galletas.
—Un tentempié, Prendick —dijo con tono algo más amistoso que antes.
Yo no hice ningún comentario. Me limité a dar buena cuenta de las galletas mientras el hombre del pelo blanco ayudaba a Montgomery a liberar a otra veintena de conejos. No obstante, tres conejeras grandes fueron llevadas hasta la casa con el puma. El coñac ni lo probé, pues siempre he sido abstemio.
La puerta cerrada
Tal vez el lector haya comprendido lo extraño que al principio era todo para mí; además, la situación era el resultado de aventuras tan inesperadas que ya no tenía criterio para juzgar la extravagancia de las cosas. Seguí a la llama playa arriba hasta que Montgomery me alcanzó para decirme que no entrara al recinto de piedra. Advertí que la jaula del puma y el montón de paquetes se encontraban a la entrada del recinto.
Me volví y comprobé que ya habían terminado de descargar la lancha, que reposaba ahora varada en la playa, y que el hombre del pelo blanco caminaba hacia nosotros. Se dirigió a Montgomery.
—Ahora empieza el problema con este invitado indeseado. ¿Qué vamos a hacer con él?
—Sabe algo de ciencias —dijo Montgomery.
—Estoy impaciente por volver al trabajo con el nuevo material —dijo el hombre del pelo blanco, señalando con la cabeza hacia el recinto de piedra. Se le iluminaron los ojos.
—No me cabe duda —dijo Montgomery, con un tono que era cualquier cosa menos cordial.
—No podemos mandarlo allí ni perder tiempo en construirle una nueva choza. Y tampoco podemos confiar en él por el momento.
—Estoy