Implacable venganza. Kate WalkerЧитать онлайн книгу.
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1999 Kate Walker
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Implacable venganza, n.º 1127 - septiembre 2020
Título original: Constantine’s Revenge
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1348-130-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Capítulo 1
TODO empezó con unos golpes en la puerta. Algo tan simple cambió la vida de Grace para siempre. Destruyó su felicidad y sus sueños de futuro. Y como resultado de ese suceso, incluso en esos momentos, dos años más tarde, todavía tenía que hacer un esfuerzo para responder cuando alguien llamaba a su casa.
—¡Gracie, cariño! —oyó la voz de Ivan, que la llamaba desde la cocina, donde estaba preparando una receta suya propia de ponche de frutas—. ¿Vas a responder, o te vas a quedar mirando la puerta todo el día?
—¡Voy, voy!
No se había dado cuenta siquiera de que había estado absorta mirando. Se levantó, después de hacer un tremendo esfuerzo mental. Era una tontería reaccionar de esa manera. Ya habían pasado veinticuatro meses desde aquel día fatídico. Ya no vivía en la casa de su padre, la que una vez había considerado su hogar. En aquel tiempo vivía en un edificio victoriano donde Ivan tenía un piso.
—¡No sabía que estuviéramos esperando a alguien! —le respondió mirando por encima del hombro y sonriendo para disimular un poco la inseguridad que le producía ir a abrir la puerta—. ¿A cuánta gente has invitado? Esto ya está a reventar.
—Una fiesta no es una fiesta a menos que no haya sitio siquiera para moverse.
Grace no oyó la respuesta de Ivan. De nada sirvió el tono gracioso que utilizó. Se sentía como un gato encerrado, al acecho de la entrada de un intruso en su territorio, el vello rubio de su cuello erizado, sus ojos grises ensombrecidos.
Era imposible que le ocurriera lo mismo dos veces, se dijo. Se mordió el labio y suspiró hondo, antes de ir a abrir.
Abrió la puerta con más ímpetu del que ella había anticipado, y estuvo a punto de caerse para atrás.
—Tranquila…
Una voz profunda, con un tono aterciopelado, fue lo primero que registró su mente. Inmediatamente después se dio cuenta de otros dos hechos, dos hechos familiares sobre el hombre que tenía delante de ella.
Ojos negros de mirada dura y profunda. Aquel color de ojos y la intensidad de su mirada se habían grabado en su memoria hacía mucho tiempo y habían sido imposibles de borrar. Aquella voz tan sensual y de exótico acento parecía quitarle todas sus fuerzas.
Otras imágenes acudieron a su mente. Una piel suave y de tono aceitunado, fuerte mandíbula, una boca preciosa y un labio inferior muy carnoso. El pelo negro, muy corto, como para impedir la tendencia a que se le rizara. De pronto sintió como si una mano cruel hubiera surgido del pasado y la hubiera llevado a sentir las mismas emociones de entonces.
—¿Estás bien?
Sintió que unas manos potentes la estaban sujetando. Tan solo cuando estuvo de pie, bien asegurada en el suelo, el hombre la miró a la cara.
—¡Tú! —le dijo con voz aguda, cambiando su expresión de preocupación a desprecio—. No te había reconocido.
Tuvo que acordarse de respirar. Al parecer un rayo podía caer dos veces en un mismo sitio. Sobre todo si ese rayo era griego. Por lo menos ese efecto era el que aquel hombre producía en ella.
—¡Constantine!
Pronunció su nombre de forma atropellada, como si se negara a pronunciarlo. Un nombre que ella había decidido no utilizar nunca más mientras pudiera.
—¿Qué haces aquí?
La estaba mirando como si no se creyera lo que estaba viendo. Solo un idiota podría hacerle aquella pregunta, sobre todo con aquel tono de desprecio. Y si había algo que Constantine Kiriazis no soportaba era la presencia de un idiota.
—Me han invitado —le respondió con un tono de voz tan cortante como sus movimientos.
Con un gesto, como si le quisiera indicar que solo el hecho de tocarla le contaminaba, la soltó y se apartó de ella. Con aquel