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Reclamada por el jeque. Pippa RoscoeЧитать онлайн книгу.

Reclamada por el jeque - Pippa Roscoe


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mí y los demás aprendices de jockey.

      –Uno de ellos es…

      –Scott, efectivamente. Él es otro de los aprendices de jockey.

      –Y no quiere volver a la fiesta.

      Él lo dijo como una afirmación y una advertencia a la vez. Mason arrugó los labios y negó con la cabeza sin dejar de mirar a la calle que tenía delante y de sentir la mirada de él clavada en ella.

      –Yo tengo hambre –comentó él como si eso la incluyera a ella en cierto sentido–. ¿Te apetece ir a comer algo sin más intenciones que esa?

      Ella esperó que él no pudiera oír el rugido de su estómago. Se le hacía la boca agua solo de oír la palabra «comer».

      –¿No estabas esperando a Francesca?

      Ella lo preguntó antes de que pudiera contener esa pregunta que, evidentemente, indicaba cierto interés en él.

      –¿Quién?

      –La chica con la que estabas hablando.

      –¿La descarada americana?

      –Sí, la descarada americana –contestó Mason riéndose por la descripción tan acertada.

      –No, ella se centró en un duque cuando se dio cuenta de que no me interesaba.

      Él se movió con sutileza, sin que ella se diera cuenta, y se puso donde tenía que verlo. La miró con un poco de detenimiento, pero sin llegar a ser desagradable. Ella sintió un cosquilleo en la piel que le llegó a las entrañas.

      –Me gustaría comer algo, pero es casi medianoche de Nochevieja y no encontraremos nada abierto.

      –Me lo abrirán a mí –replicó él con seguridad en sí mismo.

      –Vaya, ¿qué tienes de especial?

      –Soy un príncipe –contestó él con toda la arrogancia que conllevaba el título.

      * * *

      La risa de ella todavía le retumbaba en los oídos cuando se pusieron en marcha por las calles nevadas y con el guardaespaldas a una discreta e invisible distancia. Nadie se había reído de él en su vida, hasta que conoció a Antonio y Dimitri, claro. Sin embargo, esa risa había sido un sonido tan puro, tan espontáneo, que solo podía compararse a la alegría que se le extendía por el pecho. Esa joven indómita tenía algo especial, era como un regalo que él quería desenvolver muy despacio.

      Parecía increíblemente pequeña a pesar de ir envuelta en un grueso abrigo de lana. Algo que era imprescindible para la profesión que había elegido. Aunque no podía imaginarse qué hacía para dominar a un poderoso purasangre. Sin embargo, esperaba tener la ocasión de averiguarlo. Le bulló la sangre solo de pensarlo y se maldijo a sí mismo. Debería haber escarmentado, pero, aun así, sintió unas ganas casi incontenibles de apartarle de la cara un mechón de pelo castaño dorado que se le había escapado del cuello del abrigo, donde lo había metido.

      Dejó que lo llevara por las calles aunque estaba seguro de que no tenía ningún destino pensado. Sobre todo, cuando se paró en un cruce, miró a todos lados, y, de repente, giró hacia la izquierda.

      –¿De qué parte de Australia eres?

      –Enhorabuena. En Estados Unidos suelen confundir mi acento y creen que soy inglesa. Soy del valle del rio Hunter, en Nueva Gales del Sur.

      Ella contestó con una añoranza en la voz que forzó la pregunta siguiente.

      –¿Lo echas de menos?

      Ella lo miró con una sonrisa triste y radiante a la vez.

      –Sí –ella encogió los pequeños hombros dentro del enorme abrigo invernal–. Esto es… raro y… desconocido. Aunque, por otro lado, parece curiosamente conocido. Supongo que es por la televisión…

      Ella arrugó la nariz mientras elegía las palabras y a él le gustó. Era… graciosa, aunque no recordaba que antes le gustaran las… graciosas.

      –Nueva Gales del Sur es preciosa, es abierta, no como…

      Ella hizo un gesto con las manos para señalar los edificios que los rodeaban.

      –Cuesta un poco adaptarse.

      –¿Es muy distinto a tu país? –preguntó ella ladeando la cabeza como si quisiera adivinar de dónde era.

      –Sí, es muy distinto a Ter’harn –contestó él poniendo énfasis en el nombre de su país.

      –¿Y dónde está Ter’harn?

      –Ter’harn está en África, pero tiene la ventaja de estar en la costa; tiene desierto, montañas y litoral.

      –¿Qué más se puede pedir? –preguntó ella con una sonrisa que lo alteró por dentro.

      Él podría pedir no tener que volver, no tener que subir al trono. Sin embargo, no lo dijo, nunca decía esas cosas.

      –Entonces, ¿por qué estás en Nueva York? –le preguntó él para no tener que decir sus preocupaciones más íntimas.

      Le daba miedo, sinceramente, que ella pudiera sacárselas de la caja de caudales donde las tenía guardadas.

      –Para estudiar, para entrenar y para aprender. Voy a ser una amazona –contestó ella con orgullo, sin el más mínimo bochorno–. Mi padre ha entrenado a algunos de los mejores jinetes del mundo.

      –¿Te ha entrenado a ti?

      –¡No! –ella volvió a reírse con espontaneidad–. Quería que me alejara todo lo posible de la hípica profesional. Sin embargo, tenía el gusanillo… y sigo teniéndolo. Él renunció a muchas cosas por mí y puedo ver lo orgulloso que está cuando gano, aunque no quisiera que fuese amazona. Es un legado y quiero estar a la altura.

      Él, por un instante, llegó a preguntarse si alguien del palacio podría haberle puesto al tanto de todo eso, pero solo veía sinceridad en sus ojos. Entonces, de repente, se sintió un poco envidioso. Daría casi cualquier cosa por sentir lo mismo que ella en lo relativo a ser rey; desearlo y desear hacerlo bien. Se preguntó si le pasaría alguna vez.

      Doblaron una esquina y se encontraron en Washington Square Park, que estaba abierto a esas horas de la noche y donde solo seguían los incondicionales. Estaba a punto de preguntarle por su madre cuando ella se dio la vuelta para mirarlo de frente.

      –Entonces, ¿cómo tengo que llamarte? ¿Majestad? ¿Señor? ¿Alteza? –le preguntó ella antes de empezar a cruzar la calle y dejándolo con ese tono burlón y simpático.

      –Danyl está bien –contestó él riéndose mientras la alcanzaba–. ¿Y a ti?

      –Mason.

      Ella lo dijo por encima de hombro mientras cruzaba una cancela de hierro para entrar en el parque. Había ido tan deprisa que él estuvo a punto de chocar con ella cuando se paró para mirar a una pareja que estaba jugando al ajedrez.

      –¡Ajedrez! Siempre he querido jugar y nunca he tenido tiempo de aprender con todo lo que hay que hacer en el criadero de caballos.

      –Qué suerte –replicó Danyl–. Mi padre me obligaba a jugar casi todas las noches. Se pasaba horas explicándome la importancia de todas las piezas, sobre todo del caballo, y cómo podían hacerme un mejor gobernante.

      Ella lo miró con los ojos entrecerrados. ¿Había captado cierta amargura que él había querido que no se notara en sus palabras?

      Mason volvió a mirar a los jugadores, dos ancianos que sujetaban unas tazas humeantes, y Danyl sintió cierta nostalgia.

      –Mi padre me regaló un tablero y unas piezas cuando vine aquí.

      –Qué bonito –comentó ella con delicadeza.

      –Se


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