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Un amor arriesgado - El príncipe y la camarera. Sarah MorganЧитать онлайн книгу.

Un amor arriesgado - El príncipe y la camarera - Sarah Morgan


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pasa –dijo él, dejando un periódico sobre su escritorio–. Lee la página cuatro. Puede que eso te dé una pista.

      –Gracias –murmuró Ally. Cuando Sean salió de su consulta, tomó el periódico y buscó la página cuatro, de noticias locales. En ella había varios titulares: Escuela de primaria gana el premio al mejor cartel, Anciana asaltada en el mercado… Pero una en especial llamó su atención: Un hombre acusado de conducir bajo los efectos del alcohol.

      –¿Qué pasa? –preguntó Lucy, leyendo por encima de su hombro–. Ah, vaya. Es un viajante y le han retirado el permiso de conducir. Pues habrá perdido su trabajo.

      –Si necesita el coche para trabajar, supongo que sí –murmuró Ally. Estaba segura de que era esa la noticia a la que Sean se refería. ¿Geoff Thompson era un alcohólico?, se preguntó. Quizá ese era el problema que angustiaba a Mary. Fuera como fuera, tendría que sacar el tema con mucho tacto.

      Cuando terminó de leer la noticia, llamó a Helen y le preguntó si Mary Thompson había pedido cita.

      –Para el jueves a las cuatro –contestó la enfermera.

      –Muy bien. Gracias.

      –Debes ser la mujer más envidiada del pueblo viviendo con un hombre como Sean –dijo Lucy entonces.

      –Solo es mi inquilino.

      –No te enamores de él, Ally. Es guapísimo, pero no se compromete con nadie.

      Como si ella necesitara esa advertencia.

      –¿Hablas por experiencia?

      –No. Solo íbamos juntos al colegio, aunque él era mayor que yo.

      –¿Cómo era entonces? –preguntó Ally, sin poder evitarlo.

      –El típico chico malo. Todas las chicas estaban locas por él.

      –¿Tú también?

      –Por supuesto. Pero siempre me ha puesto muy nerviosa. A mí me gustan los hombres un poco más… fáciles de tratar.

      –Te entiendo. Es un machista imposible.

      –Yo creo que exageras –rio Lucy.

      –Pareces apreciarlo mucho.

      –La verdad es que sí –dijo la enfermera, con la mano en el picaporte–. En el colegio no lo pasé bien y él me ayudó.

      –¿Cómo? –preguntó Ally, con curiosidad.

      –Había unos chicos que me molestaban y después de que Sean «hablase» con ellos, no volvieron a molestar a nadie.

      En ese momento, sonó el intercomunicador. Era Helen, preguntándole si podía ver a un último paciente.

      –Sí, claro –dijo Ally, mirando a Lucy–. Más trabajo.

      La enfermera abrió la puerta.

      –Ahora que lo pienso, olvida lo que he dicho. Puede que tú seas precisamente lo que Sean necesita.

      ¿Lo que Sean necesitaba? ¿Qué necesitaba Sean Nicholson? ¿Y qué necesitaba ella? La puerta se abrió en ese momento y entró Jack, el jefe del equipo de rescate.

      –¡Jack! No te esperaba.

      –Lo sé. Siento mucho venir un sábado…

      –El sábado es como un día cualquiera. ¿Qué te ocurre?

      –Me duele el estómago –contestó el hombre.

      Ally empezó a hacerle preguntas sobre los dolores, anotando las respuestas en un cuaderno.

      –¿Y los dolores desaparecen después de comer?

      –Eso es. ¿Tú crees que puede ser una úlcera?

      –Es posible. Pero tengo que examinarte para estar segura.

      Unos minutos después, Ally se lavaba las manos.

      –No encuentro nada raro. Pero por los síntomas, yo diría que es una úlcera.

      Jack se vistió rápidamente.

      –¿Y ahora qué?

      –Tendrás que probar con antiácidos y si no funciona, ven a verme otra vez –dijo Ally–. Y debes hacer dieta. Nada de carne, nada de picante, nada de alcohol…

      –¿Qué?

      –El alcohol es un irritante, así que intenta beber menos cerveza. Si te sigue doliendo, es posible que tengamos que hacer una gastroscopia.

      –¿Vas a mirarme el estómago por dentro?

      –Eso es. Seguro que no es nada, pero hay que comprobarlo.

      –Muy bien. Me pongo en tus manos. Por cierto, ¿vas a venir con Charlie a la fiesta del sábado que viene?

      –Si no tengo que trabajar, supongo que sí. Y, por cierto, Jack, intenta restringir tus conversaciones delante de Charlie. Llevo toda la semana explicándole lo que es la hipotermia y por qué la gente se muere de frío.

      –Ah, lo siento –sonrió el hombre–. No me di cuenta de que estaba escuchando. Por cierto, me han dicho que Sean vive en tu casa.

      Las noticias volaban en Cumbria.

      –Es mi inquilino.

      –Ya. Bueno, si lo ves antes que yo, dile que venga a la fiesta, ¿vale?

      –Si lo veo, se lo diré –sonrió Ally.

      Pero no pensaba ir a buscarlo. Y tampoco pensaba ir a una fiesta con él.

      Ally salió de la clínica y decidió ir a visitar a Pete.

      El chico estaba inmovilizado en el hospital, con la cara enterrada en un libro.

      –Hola, trasto –lo saludó.

      –¡Doctora McGuire! –exclamó Pete.

      –¿Cómo estás?

      –Me duele todo –confesó el crío–. Ya sé que he sido un tonto. El doctor Morgan me leyó la cartilla.

      –Has salido de esta de milagro, Pete.

      –Lo sé. El doctor Morgan me dijo que si el doctor Nicholson y usted no hubieran estado allí, podría haber muerto.

      –Pero estábamos allí –suspiró Ally–. ¿Qué tal van tus niveles de azúcar?

      –No demasiado mal.

      –¿Qué estabas intentando probar, Pete?

      –No lo sé. Bueno, sí. Es que estoy harto, doctora McGuire. No me gusta ser diferente de los demás chicos.

      –No eres diferente, Pete. Solo tienes diabetes.

      –Pero eso me hace diferente. No puedo correr como los demás, no puedo comer lo mismo…

      –¿Por qué no puedes correr? –lo interrumpió ella.

      –Porque en el colegio se lo toman muy en serio y hacen competiciones. No se puede hacer un maratón si tienes que pararte de vez en cuando para comprobar cómo van los niveles de azúcar en la sangre…

      –¿Y si no tuvieras que parar?

      –Pero tengo que hacerlo.

      –Cada día inventan monitores de glucosa más efectivos. Ahora hay uno que es casi igual de pequeño que un reloj.

      –Pero tendría que parar de todas formas…

      –No, podrías comprobar tu nivel de azúcar mientras estás corriendo.

      –¿En serio?

      –Sí. ¿Quieres que me informe de dónde podemos conseguirlo?

      –¡Claro que sí! –exclamó Pete, con los ojos brillantes–. Eso sería estupendo, doctora McGuire.

      –Muy


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