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Desconocida Buenos Aires. Historias de frontera. Leandro VescoЧитать онлайн книгу.

Desconocida Buenos Aires. Historias de frontera - Leandro Vesco


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y en diez años se produjo el vaciamiento de la empresa. El sueño de un pueblo se quebró, pero también germinó la esperanza del renacimiento.

      “Sabíamos que teníamos que hacer algo; nosotros no quisimos irnos, porque este es nuestro lugar en el mundo. El hotel de la fábrica estaba abandonado y tuvimos la idea de recuperarlo”, cuenta Topo. La historia de la recuperación es una gesta, una batalla ganada al olvido y la desesperanza. “Nos empezamos a reunir en el club, venían todos los vecinos, porque estaban sin trabajo”, explica Claudia; el pueblo se quedó con tan solo 900 habitantes. La Cooperativa de Trabajo Pipinas VIVA nació en 2003. “Poco a poco le fuimos dando forma al grupo y a la idea. No fue fácil con la Municipalidad, les decíamos que queríamos recuperar el hotel y el club para hacer turismo comunitario y nos trataban de locos”, agrega. El sentido de resistencia de Pipinas se templó en esos días. Finalmente, en noviembre de 2004 les hicieron entrega de ambos predios; ese verano lograron llenar la pileta y ofrecieron alojamiento en casas de familia, mientras ponían en valor el hotel.

      El primer turista que llegó se quedó a vivir en el pueblo.

      “El sentimiento es de paz, tranquilidad, naturaleza. Seguridad. Decidí que mi hijo crezca acá, en esta comunidad, donde podemos encontrarnos con nuestro ser; en las sociedades urbanas no nos vemos, acá hacemos ese ejercicio todos los días, de vernos, de oírnos”, resume la vida en Pipinas, Juan Silvero, testigo de la recuperación y profesor de Filosofía. La Cooperativa incluyó a todo el pueblo. El hotel se convirtió en el símbolo de una resurrección inesperada pero planificada desde el corazón mismo de la comunidad. Las claves para la resurrección del pueblo siempre se asentaron en los pilares del sentido comunitario y cooperativo.

      “El hotel se abastece con productos de Pipinas”, advierte orgullosa Yamila Aparicio, presidenta de la Cooperativa. “Comercializamos la tranquilidad. Aprovechamos las habilidades de los vecinos, las pastas, las facturas, los pastelitos; el hotel les da trabajo a todos. Somos asociados en las ganancias y en las pérdidas”, afirma. El escenario es alentador: un predio con una pileta, una arboleda tupida que asegura sombra, lugar para acampar y todo el horizonte para contemplar. El hotel está en un bulevar de álamos que se unen formando un túnel natural. Es el sitio ideal para recorrer el Museo a Cielo Abierto, un conjunto de murales que invitan a conocer esta localidad donde todos saludan.

      El turismo comunitario nace todos los días con cada despertar, con una charla en el desayuno. Los empleados del hotel forman una familia que incluye a los pasajeros durante el tiempo en que estén. El pueblo también tiene esta impronta: todos los emprendedores exhiben sus productos a un costado de la ruta, donde hay una réplica a escala real del cohete Tronador II. Pipinas es considerada la “NASA argentina”. Frente al hotel y en las instalaciones en donde estaba la fábrica, se halla el Polo Espacial Punta Indio; a pocos kilómetros de aquí se lanzan estos inmensos cohetes que intentan producir soberanía satelital. El río, a 20 kilómetros de Pipinas, es un plan encantador para disfrutar del Parque Costero, una reserva mundial de biósfera. “Somos una familia, vivimos en un country a puertas abiertas”, resume aquel primer turista que se enamoró de un pueblo que recibe a todos con los brazos abiertos.

      La recuperación de Pipinas iluminó el camino de muchos pueblos que transitaban, y aún lo hacen, por la cuerda floja; pequeñas comunidades que se presentan como un mapa apenas iluminado por el desarrollo, que sobreviven en un tiempo que les ha dado la espalda. “Estamos nucleados en el movimiento Pueblos que Laten, que surgió en 2005 por iniciativa de vecinos de Pipinas, La Niña, Timote, Quiroga, Mechita, La Limpia, Azcuénaga, Bavio y Arroyo del Medio, entre otros que adhirieron a su formación”, comenta Claudia. La clave fue saber que en la unión estaba la fuerza. “Desde 2003 nos encontramos en diferentes espacios para debatir y reflexionar sobre problemáticas comunes, compartir experiencias, sumar esfuerzos y construir consensos acerca de una situación que nos atraviesa: el constante despoblamiento, la pérdida continua de servicios públicos esenciales, la falta de inversión pública y la falta de oportunidades”, resume.

      Pueblos que Laten –que propuso, pensó, diseñó y redactó el programa de turismo comunitario Pueblos Turísticos, en 2005– formó una familia de pequeños puntos en el mapa, silencios que se comparten, horizontes olvidados que pretenden continuar existiendo en el mundo de la paz, el trabajo y la calma. Construyen soberanía rural y llevan adelante la revolución silenciosa que hace crecer la luz de la esperanza que ilumina los caminos rurales.

      San Emilio, un pueblo pequeño que se despereza

      La sensación cuando se llega a San Emilio es que el pueblo y sus poco más de 200 habitantes tienen ganas de seguir. Fueron 4500, ya dejó de pasar el tren, miles de vecinos se fueron a la gran ciudad y la comunidad, que se quebró con esta tragedia del éxodo, hoy participa de una vida asociativa y tranquila. Están cómodos los habitantes que caminan por las calles de tierra, arboladas, con veredas donde se muestran elegantes jardines. Una panadería con horno a leña, un talentoso muchacho que hace cuchillos con acero de Damasco, una pizzería que se abrió recientemente, un club que hace delivery de asado y la idea de recuperar un viejo rancho para hospedaje son las herramientas que tiene el pueblo para frenar el olvido. “Nosotros estamos felices acá, tenemos nuestra tranquilidad y una historia para contar. Queremos que nos visiten”, afirma Amanda Atadía, una maestra jubilada, nacida aquí y conectada con la tierra y la historia de una comunidad a la que ama. “Todos los años hago un censo, me gusta mucho la estadística. El censo es mental, porque los conozco a todos. Somos 206, estamos bien”, refuerza.

      San Emilio es uno de los tantos pueblos que presenta el mapa del partido de General Viamonte, tierra de historia y de muchas historias. Los Toldos es la ciudad cabecera, el lugar de nacimiento de Eva Duarte, el asiento de la tribu de Coliqueo, donde hoy viven cientos de mapuches en total integración con la comunidad, considerando en lo posible su estilo de vida y sus tradiciones, que son tenidas en cuenta y celebradas en el Festival Mapuche. Los Toldos recibió una decisiva inmigración que le cambió la vida para siempre: a principios del siglo xx llegaron holandeses con la receta del queso gouda. La tierra, sus pasturas y nuestras vacas se aliaron para hacer el mejor queso, que también se honra todos los años con el Festival del Queso.

      San Emilio está a 20 kilómetros de Los Toldos por camino de tierra. El silencio aquí tiene música, la de las hojas, las aves, los perros, las vacas y los caballos. Tiene sabor a leña quemándose en salamandras fundacionales. También tiene risas, las que salen del Club Social y Deportivo San Emilio. El aperitivo y su ceremonia aún gozan de buena salud y atraen a los parroquianos.

      Algunas de las historias de San Emilio son postales de la recuperación del pueblo y argumento para visitarlo. Amanda vive con su madre, Chela, de noventa y nueve años. Juntas son la historia viva de la comarca. La primera la recopila y protege; la segunda la vivió. Nació en 1920, cuando el pueblo tenía sus primeros y más fuertes brotes. Recuerda los almacenes de ramos generales; todos los trenes que pasaban por día; la cosecha, que unía a cientos de familias; la escuela, con una matrícula de casi trescientos alumnos; las maestras que bajaban en la estación, a las que les daba de desayunar y luego de almorzar. “A muchas les gustaba el colchón de arvejas con huevos fritos, también los ravioles y tallarines”, evoca. Las maestras eran parte de las familias, lo son aún hoy. Amanda dio clases toda su vida, y el campo fue el escenario en donde vivió. “En tiempos de cosecha, el pueblo se llenaba, todo se hacía a mano. Nosotros sufrimos mucho cuando apareció la cosechadora automotriz; ese fue el comienzo del fin de la vida campestre”, reflexiona. De pronto, tantas manos no fueron necesarias y este pueblo, como todos los demás, comenzó a resquebrajarse. “La industrialización del conurbano fue el golpe de gracia. Primero iba uno y conseguía trabajo para el hermano, el amigo, y así las familias comenzaron a irse; miles se fueron”. En pocas palabras Amanda resume el drama social que padeció San Emilio. El cierre de los ramales destruyó los sueños que quedaban. Pero pasaron los años y el pueblo no desapareció, mujeres como ella fueron las responsables de que esto no sucediera. Su idea es genial: está reciclando una vieja casa del pueblo para convertirla en hospedaje. Ya le falta poco.

      Federico y Carolina nacieron en Entre Ríos, hace veinticinco años que están juntos y llevan en su vida diecisiete mudanzas: han trabajado siempre de caseros


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