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Mañana no estás. Lee ChildЧитать онлайн книгу.

Mañana no estás - Lee Child


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a ella, diciendo que un falso positivo era mejor que un falso negativo, y que mirándolo desde el punto de vista de la mujer muerta, que estuviese dirigiéndose hacia una salida para ella sola o planeando llevarse a un montón gente con ella podía no alterar los síntomas personales que estaba desplegando. Durante cinco minutos estuvimos inmersos en una atmósfera catedrática, tres personas razonables discutiendo acerca de un fenómeno interesante.

      Después el tono cambió.

      Docherty preguntó:

      —¿Cómo se sintió usted?

      —¿Con qué? —pregunté.

      —Cuando ella se estaba matando.

      —Contento de que no me estuviera matando a mí.

      —Somos detectives de homicidios —dijo Docherty—. Tenemos que revisar todas las muertes violentas. Entiende eso, ¿no? Por si acaso.

      —¿Por si acaso qué? —dije.

      —Por si acaso hay más de lo que parece.

      —No hay. Se disparó a sí misma.

      —Dice usted.

      —Nadie puede decir lo contrario. Porque eso fue lo que sucedió.

      —Siempre hay escenarios alternativos —dijo Docherty.

      —¿Usted cree?

      —Quizás le disparó usted.

      Theresa Lee me miró de manera solidaria.

      —No le disparé yo —dije.

      —Quizás el arma era de usted —dijo Docherty.

      —No era mía —dije—. Era una pieza de un kilo. No llevo mochila.

      —Usted es voluminoso. Pantalones grandes. Bolsillos grandes.

      Theresa Lee me volvió a mirar de manera solidaria. Como si me estuviera diciendo: Lo lamento.

      —¿Qué es esto? —dije—. ¿Policía bueno, policía tonto?

      —¿Cree que soy tonto? —dijo Docherty.

      —Lo acaba de demostrar. Si yo le hubiera disparado con un .357 Magnum tendría residuos en mí hasta el codo. Pero usted acaba de esperarme de pie fuera del baño de hombres mientras yo me lavaba las manos. Está diciendo tonterías. No me tomaron las huellas digitales y no me leyeron mis derechos. Está tratando de confundir las cosas.

      —Estamos obligados a asegurarnos.

      —¿Qué dice el médico forense?

      —Todavía no lo sabemos.

      —Hubo testigos.

      Lee negó con la cabeza:

      —No sirven. No vieron nada.

      —Tienen que haber visto algo.

      —Su espalda les bloqueaba la visión. Además de que no estaban mirando, además de que estaban medio dormidos, y además de que no hablan mucho inglés. No tenían nada que ofrecer. Básicamente creo que querían irse antes de que empezáramos a pedirles las green cards.

      —¿Y qué hay del otro hombre? Estaba enfrente de mí. Él estaba completamente despierto. Y parecía un ciudadano y que hablaba inglés.

      —¿Qué otro hombre?

      —El quinto pasajero. Vestido de chinos y polo.

      Lee abrió el expediente. Negó con la cabeza:

      —Había solo cuatro pasajeros, más la mujer.

      NUEVE

      Lee separó una hoja del expediente y la giró hacia mí y la deslizó sobre la mesa hasta mitad de camino. Era una lista manuscrita de testigos. Cuatro nombres. El mío, más un Rodriguez, un Frlujlov y un Mbele.

      —Cuatro pasajeros —dijo otra vez.

      —Yo estaba en el tren —dije yo—. Sé contar. Sé cuántos pasajeros había. —Después repasé la escena en mi cabeza. Bajando del tren, esperando en medio de la pequeña multitud en movimiento. La llegada del equipo de paramédicos. Los policías, bajándose de uno en uno del tren, moviéndose entre la gente, llevándose cada uno un codo, guiando a los testigos a salas separadas. A mí me habían agarrado primero, el sargento voluminoso. Imposible saber si detrás de nosotros venían cuatro policías, o solo tres.

      —Se debe de haber escabullido —dije.

      —¿Quién era? —dijo Docherty.

      —Un tipo. Alerta, pero no tenía nada especial. Mi edad, no pobre.

      —¿Interactuó de alguna manera con la mujer?

      —No que yo viera.

      —¿Le disparó él?

      —Se disparó ella misma.

      Docherty se encogió de hombros:

      —Por lo cual no es más que un testigo reticente. No quiere papeleo que demuestre que andaba por ahí a las dos de la mañana. Quizás estaba engañando a su mujer. Pasa todo el tiempo.

      —Se escapó. ¿Y usted le está dando a él vía libre y me está investigando a mí?

      —Usted acaba de declarar que él no estuvo implicado.

      —Yo tampoco estuve implicado.

      —Dice usted.

      —¿Me cree acerca del otro hombre pero no me cree acerca de mí?

      —¿Por qué mentiría acerca del otro hombre?

      —Esto es una pérdida de tiempo —dije. Y lo era. Era una pérdida de tiempo tan extrema y burda que de repente me di cuenta de que no era en serio. Estaba orquestada. Me di cuenta de que de hecho, a su modo, Lee y Docherty me estaban haciendo un pequeño favor.

      Hay más de lo que parece.

      —¿Quién era ella? —dije.

      —¿Por qué iba a ser alguien? —dijo Docherty.

      —Porque hicieron una identificación por sistema y los ordenadores se encendieron como arbolitos de Navidad. Alguien les llamó y les dijo que me retuvieran hasta que ellos llegaran. No querían dejarme registrado con un arresto y por eso me están retrasando con toda esta basura.

      —No es que nos preocupara particularmente cómo le dejábamos registrado a usted. Simplemente no queríamos hacer todo el papeleo.

      —¿Entonces quién era?

      —Aparentemente trabajaba para el gobierno. Están viniendo de una agencia federal para interrogarle. No estamos autorizados a decirle de cuál.

      Me dejaron encerrado en la sala. El espacio era aceptable. Sucio, caluroso, maltrecho, sin ventanas, en las paredes pósters viejos de prevención del delito y en el aire olor a sudor y ansiedad y café quemado. La mesa, y tres sillas. Dos para los detectives, una para el sospechoso. En aquellos tiempos al prisionero quizás le pegaban y lo tiraban de la silla. Quizás todavía pasaba. Es difícil saber exactamente qué pasa en una sala sin ventanas.

      Conté en mi cabeza el tiempo de espera. El reloj ya había estado avanzando una hora, desde la conversación en voz baja de Theresa Lee en el pasillo de Grand Central. Así que sabía que no era el FBI el que me venía a buscar. Sus oficinas locales de Nueva York son las más grandes de la nación, ubicadas en Federal Plaza, cerca del ayuntamiento. Diez minutos para reaccionar, diez minutos para reunir un equipo, diez minutos para conducir con luces y sirenas hasta donde estábamos nosotros. El FBI habría llegado hace mucho. Pero eso dejaba muchas otras agencias de tres letras. Me aposté a mí mismo que quien fuera que estuviese viniendo iba a tener IA como dos últimas letras de la placa. CIA, DIA. Agencia Central de Inteligencia, Agencia de Inteligencia de la Defensa. Quizás otras inventadas recientemente y por el momento sin


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