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El truhan y la doncella. Blythe GiffordЧитать онлайн книгу.

El truhan y la doncella - Blythe Gifford


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Garren.

      —Me recuerda a mi cuarto marido —le dio una palmadita en el brazo—. Era mi favorito. Todos los maridos tienen algo bueno, querida, incluso los peores. A veces gusta tener a un hombre que te caliente la cama y te susurre palabras bonitas en tu oído sano.

      —¡Pero es El Salvador! —exclamó Dominica, horrorizada por las blasfemas palabras de la viuda, pero aún más por las sensaciones que le provocaba pensar en sir Garren calentando su lecho.

      Quiso recordarle a la viuda que su intención era convertirse en monja y que no necesitaba a ningún hombre en su vida. Pero la viuda advirtió la presencia de James Ardene al otro lado del patio y levantó la mano para llamar su atención.

      —Discúlpame… creo que voy a preguntarle al médico si ha traído algo de mejorana. Necesitaré un buen emplasto para mis pies hinchados antes de que lleguemos a Exeter.

      Dominica se volvió y vio a Garren sentando a la hermana Marian en el caballo. El cuidado y la delicadeza con que la acomodó en la silla le recordaron sus atenciones con lord William.

      Suspiró con alivio al comprobar que la hermana Marian haría el viaje a caballo, y se preguntó cómo habría conseguido sir Garren convencerla. Pero, claro, era El Salvador. No le resultaría difícil que una monja devota lo escuchara.

      Tendría que agradecérselo, aunque para ello tuviera que enfrentarse a su ceño fruncido.

      Y a sus miedos…

      Cinco

      De pie junto al gigantesco caballo de guerra, Dominica alargó el brazo para entregarle a la hermana Marian su comida. Acto seguido, agachó la cabeza para evitar el contacto visual y le tendió la otra bolsa al Salvador, que estaba atando los pertrechos a la silla. Aún no estaba preparada para darle las gracias. Tenía que pensar cuidadosamente las palabras para no decir nada inapropiado.

      Con el sol en su punto más alto, la comitiva de peregrinos siguió al Salvador por el puente levadizo del castillo Readington y enfiló rumbo al oeste. La hermana Marian se balanceaba a lomos de Roucoud con las dos piernas colgándole por un costado. Dominica caminaba al otro lado del caballo, cerca de Marian, pero oculta a ojos del Salvador. Inocencio trotaba a sus pies, a una distancia segura de los cascos del caballo. Entre el castillo y el priorato se extendían las ondulantes colinas y sus familiares tonos verdes y amarillos. Más allá del priorato aguardaba lo desconocido.

      La voz de la viuda Cropton acallaba el canto de la alondra mientras describía sus anteriores peregrinaciones. A media tarde ya había detallado el viaje a Calais cruzando el Canal, y Dominica se sentía como si también ella hubiera llegado hasta Francia, pues el paisaje que la rodeaba le resultaba absolutamente desconocido.

      Los muslos empezaban a dolerle y le hacían envidiar las fuertes patas de Roucoud. El Salvador se movía con la misma seguridad que el caballo. Dominica articuló en silencio varias palabras de agradecimiento. Le habría gustado poder escribirlas, pero apenas llevaba suficiente pergamino para narrar el viaje. Cuando quedó finalmente satisfecha, las repitió al ritmo de las pisadas. No las diría en voz alta hasta que estuviera a solas con él. Afortunadamente, a la hermana Marian no le gustaba escuchar a hurtadillas.

      Cuando El Salvador anunció una parada, Dominica despedía tanto calor bajo la capa gris de lana como el pan recién hecho que el cocinero sacaba del horno. El Salvador levantó los brazos para ayudar a desmontar a la hermana Marian y Dominica vio manchas de sudor en sus axilas. Le sorprendió aquella imagen tan humana. Nunca había creído que los santos sudaran como el resto de mortales.

      Lo vio desaparecer entre los árboles. Seguramente también tuviera necesidades corporales… La imagen del Salvador aliviándose bajo un árbol la turbó de tal manera que suplicó perdón a Dios por sus indecentes pensamientos.

      Cuando el Salvador regresó y la hermana Marian se internó en el bosque, Dominica se acercó a él dispuesta a hablar. Levantó la cabeza para mirarlo a los ojos, pero era un hombre mucho más alto que el abad. Casi tanto como lord William. Respiró hondo y pronunció las palabras que había memorizado.

      —Gracias por convencer a la hermana Marian de que monte a vuestro caballo. Sois un salvador incluso en los pequeños detalles.

      —¡No soy un salvador! —exclamó él entre dientes, mirando a los otros peregrinos. Solo su férrea voluntad le impidió gritar, pensó ella—. Deja de decirles a los demás que lo soy.

      —¡Pero vos salvasteis a lord William! —no se había preparado ningún otro discurso, así que solo pudo farfullar las mismas palabras que había oído—. En Poitiers, donde nuestro glorioso príncipe Eduardo triunfó con la ayuda de Dios y…

      —Dios solo ayudó al crear un hatajo de cobardes franceses —parecía llevar el ceño fruncido pegado en el rostro, como si ella siempre le hiciera enfadar.

      —¡Fue un milagro! —estaba convencida de lo que había oído sobre la extraordinaria victoria—. Los franceses nos rodeaban y superaban en número, y aun así fueron puestos en fuga por una mano invisible.

      —Yo solo creo en las manos que puedo ver —levantó las manos, grandes, fuertes y callosas, pero capaces de transmitir una delicadeza extraordinaria, como ella misma había visto—. Fueron estas las manos que llevaron a Readington a casa, no las de Dios.

      Dominica se había imaginado un espectro vestido de blanco descendiendo sobre el cuerpo inerte de lord William y devolviéndole la vida al tocarlo con sus dedos. Pero aquel hombre había cargado con lord William al hombro como un saco de harina.

      —Lo llevasteis con la ayuda de Dios —hizo el signo de la cruz—. ¡Todo el mundo lo sabe!

      Él dejó caer las manos al costado y suspiró con irritación.

      —Nadie sabe nada. No hice más por él de lo que él hizo por mí.

      Dominica parpadeó con asombro.

      —¿Lord William os rescató de la muerte? —el conde era un hombre fuerte y bueno y Dios había protegido a sus súbditos, pero Dominica nunca había oído rumores de que lord William los devolviera a la vida—. Creía que os entregó un caballo.

      Él guardó unos instantes de silencio.

      —Me dio una nueva vida.

      Dominica pensó si debería arriesgarse a preguntarle por esa nueva vida, pero en ese momento Inocencio salió corriendo tras un conejo que cruzaba el camino y se internó en un trigal. Los verdes y altos tallos se tragaron al conejo y al perro.

      —¡Inocencio, ven aquí! —le gritó mientras se levantaba las faldas para echar a correr tras él.

      El Salvador la agarró del brazo.

      —Es un terrier. No puedes correr detrás de él cada vez que persiga un conejo.

      —¡Pero se perderá! Nunca ha salido del convento.

      Ni siquiera sabía dónde estaban. ¿Cómo iba Inocencio a encontrar el camino de vuelta? No llevaban ni un día fuera de casa y el mundo ya le parecía un lugar aterrador.

      Los ladridos de Inocencio se perdieron en la distancia.

      —Dile que nos traiga la cena —oyó que decía la viuda tras ella, riendo.

      —Pero a él le gustan los nabos —dijo Dominica, pensando en las veces que había tenido que sacar al perro del huerto—. ¿Dónde va a encontrar nabos si se escapa y se pierde?

      El Salvador seguía agarrándola de la muñeca.

      —Deja que se divierta un poco.

      —¿Pero y si no vuelve? ¿Qué será de él? —deseó que la hermana Marian regresara pronto. Ella entendería su angustia.

      —Un perro al que le falta una oreja sabe arreglárselas solo —respondió él, sin soltarla. A Dominica le palpitaba la piel bajo sus dedos.

      La


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