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El truhan y la doncella. Blythe GiffordЧитать онлайн книгу.

El truhan y la doncella - Blythe Gifford


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y le tocó la espalda con la punta de la espada.

      —Baja el arma. Ahora.

      Justo a tiempo, pensó Dominica mientras expulsaba el aire del pecho.

      Simon se rio por lo bajo y Jackin soltó el pergamino para subirse rápidamente los pantalones. El ladrón aprovechó el despiste para tirar de la cabeza de Gillian hacia atrás.

      —Atrás o le corto el cuello.

      —La señorita tenía razón —dijo Garren con una voz tan serena como el brazo que sostenía la espada—. Somos peregrinos y viajamos con protección.

      El ladrón se lamió los labios, pero no apartó la hoz de la garganta de Gillian.

      —Dame unas monedas o la mato.

      Garren levantó la espada hasta la sucia oreja del hombre.

      —Suéltala y te dejaré marchar. Es más de lo que mereces.

      —Somos dos —dijo Simon—. Podemos con él.

      Garren lo ignoró y mantuvo la mirada fija en el maleante.

      —¿De verdad quieres poner a prueba tus habilidades contra un hombre contratado para matar?

      Dominica se estremeció al oírlo. Contratado para matar… Pero no le habían pagado para salvarle la vida al conde.

      —¿Cómo sé que no me matarás de todos modos? —preguntó el ladrón, obligado por la espada del Salvador a mirar a Simon blandiendo su arma ante él.

      —Puedes creerlo —dijo Dominica—. El hombre que está detrás de ti es un mensajero de Dios.

      El salteador intentó mirar de reojo tras él sin mover la cabeza.

      —Antes de dejarte marchar te daré algo de comida —dijo El Salvador, y le mostró la bolsa por encima del hombro—. Vamos. Suéltala.

      —Antes dame la comida.

      El Salvador arrojó la bolsa hacia los árboles.

      —Ve a por ella y sal corriendo antes de que cambie de idea.

      —Que Dios te bendiga —dijo el ladrón. Agarró la bolsa y desapareció en el bosque.

      —Asegúrate de que no vuelve —le dijo El Salvador a Simon, quien sonrió y salió corriendo tras él—. ¡Pero no le hagas daño! —añadió por encima del hombro.

      A Dominica le temblaban tanto las piernas que cayó al suelo mientras Gillian y Jackin se abrazaban. Ninguno de los dos levantó la mirada hasta que El Salvador les llamó la atención con un gruñido.

      —Y vosotros dos, si queréis dar rienda suelta a vuestros deseos esperad a que sea de noche y haya alguien montando guardia.

      Se acercó a Dominica, quien tiró de la capa para intentar soltarse, sin éxito. Se arrodilló a su lado y le rodeó los hombros con el brazo, y Dominica estuvo tentada de apoyarse en él y apretar la cara contra su pecho.

      —¿Estás bien, Nica?

      A punto estuvo de echarse a llorar al oír su diminutivo infantil en los labios del Salvador. Solo la hermana Marian, quien la quería más que nadie, la llamaba así.

      —Sí, por supuesto —respondió, pero el corazón le seguía latiendo desenfrenadamente y las mejillas le ardían al pensar en Jackin y Gillian abrazándose. Aquella noche tendría que rezar más que de costumbre.

      Él se levantó en toda su imponente estatura.

      —No vuelvas a hacerlo.

      —¿Hacer qué?

      —Enfrentarte a un hombre que lleve un arma.

      Ella se dio la vuelta y tiró con todas sus fuerza de la capa, haciéndola jirones.

      —Dios tardó mucho en traerte. Tenía que hacer algo.

      —Dios suele tardar a la hora de entregar un mensaje… Deberías haber venido a buscarme. Fue una casualidad que me percatara de tu ausencia y la de esos dos.

      —No fue casualidad. Fue Dios —la severa mueca de sus labios contradecía el alivio que destellaba en sus ojos verdes—. Me has llamado Nica. ¿Dónde habías oído ese nombre?

      Él parpadeó con asombro.

      —¿Te he llamado así? No me he dado cuenta. Supongo que se lo oiría a la hermana Marian —se apartó para llamar a Jackin y Gillian, que seguían abrazados juntos—. Vamos. ¡Simon, vuelve aquí!

      Los condujo al campamento como a un rebaño de ovejas asustadas.

      —Nunca más volváis a separaros del grupo.

      Dominica mantuvo la boca cerrada. No quería darle problemas a nadie, pero tenía que escribir, rezar y atender sus necesidades. Se separaría del grupo cada vez que lo necesitara. Garren podía ser un mensajero de Dios, pero empezaba a abusar de su paciencia.

      Y las sensaciones que le provocaba al tocarla empezaban a asustarla…

      Día dos.

      Mientras contemplaba el glorioso amanecer que Dios brindaba bajo el dosel de susurrantes hojas, con Inocencio acurrucado a sus pies, Dominica se preguntaba lo que podría escribir sobre el día anterior.

      Se acarició la nariz con el extremo de la pluma de escribir. No le había contado a nadie lo de las plumas santas, y tampoco podía escribir sobre ellas. Las palabras escritas no se disolvían en el aire.

      Y aún más poderosa que el recuerdo de las plumas era la imagen de Jackin y Gillian abrazados y envueltos por un caparazón invisible. La felicidad que los unía era escalofriante. ¿Cómo sería sentir aquella compenetración que podía rivalizar con el éxtasis divino?

      Sacudió la cabeza, pero no consiguió borrar la imagen. Peor aún, al pensar en Jackin y Gillian volvió a sentir las manos de Garren consolándola y a oír su voz llamándola «Nica».

      Garren… No podía pensar en él como El Salvador. Era demasiado grande, demasiado cercano, demasiado real. Le había dicho que nunca había pensado en casarse, pero no era cierto. Simplemente, no había conocido a muchos hombres. Tan solo al abad, a lord William y a los chicos de la aldea.

      Y a lord Richard.

      La pluma tembló sobre el pergamino.

      Habían hablado de casarla con Peter, el hijo del herrero, que se había cortado el pulgar derecho con un hacha. Era bastante simplón y corto de entendederas, pero muy simpático y no más sucio que la mayoría. El suelo de tierra de la casa no era más duro que el camastro del priorato, y el trabajo de una esposa no debería de ser más difícil que atender a las hermanas.

      Pero en la casa del herrero no habría letras, y ella les había suplicado que no la enviaran a donde no hubiese letras. La priora había accedido y Peter se casó con la hija del carpintero, con quien tuvo tres hijos.

      «Mejor es casarse que quemarse».

      Siempre había creído que san Pablo se refería a quemarse en el infierno, pero Garren le había quemado la piel al tocarla. ¿Sería la misma sensación que empujaba a Jackin y a Gillian a unirse a plena luz del día? Si ella se hubiera casado, ¿habría sentido lo mismo que ellos?

      No, no podía ser. Dios quería que transmitiera su mensaje por escrito, no que sucumbiera a la tentación de la carne. Por muy instructivo que fuera presenciar el alcance de esa tentación, no era su destino. Y lo iba a demostrar con aquel viaje. A Dios. A la priora. Y a sí misma.

      Aire fresco, escribió. Muchos gorriones.

      El rabo de Inocencio golpeó alegremente el suelo, anunciando la llegada de alguien.

      —Discúlpame —dijo Gillian, de nuevo modestamente cubierta.

      Era la primera vez que Dominica la veía sin su marido. Tenía mejillas redondas, nariz pequeña y unos ojos marrones que casi desaparecían


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