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El truhan y la doncella. Blythe GiffordЧитать онлайн книгу.

El truhan y la doncella - Blythe Gifford


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único? —repitió él. En sus verdes ojos brillaban otros propósitos que explicarían mejor el éxtasis compartido por Jackin y Gillian.

      —El único —insistió ella con firmeza, intentando no perder la concentración—. Si hombre y mujer se unen por placer y no para engendrar, están incurriendo en pecado —la lengua se le pegaba al paladar al decirlo. La doctrina le había parecido mucho más simple al leerla.

      —¿Y por qué Dios pretende que seamos unos desgraciados?

      —Dios quiere que seamos felices en el Cielo, no en la ilusión temporal de esta vida terrena.

      —¿Por qué es pecado disfrutar de la tierra que Dios ha creado para nosotros? —le preguntó con una mirada intensa y desafiante.

      Lo que Garren decía estaba mal, pero Dominica no sabía por qué. Miró por encima del hombro en busca de la hermana Marian, pero el grupo aún estaba muy lejos.

      —Estáis intentando confundirme.

      —¿Disfrutaste del amanecer esta mañana?

      —Fue precioso.

      —Una creación terrenal de Dios. ¿Y esta flor? —se agachó y arrancó una margarita, pero en vez de volver a levantarse tiró de Dominica para que se arrodillara a su lado y le colocó la flor bajo la nariz— ¿Te gusta su olor?

      Ella cerró los ojos y aspiró la esencia floral hasta que se le subió a la cabeza. Entonces él le agarró la mano y deslizó la punta de los dedos por las venas azuladas de la muñeca.

      —Y cuanto hago esto… ¿no sientes algo agradable?

      El leve roce de sus dedos le aceleraba frenéticamente el corazón.

      —Sí, pero…

      —¿Qué puede ser una sensación así si no un regalo de Dios?

      Le dio la vuelta al brazo y le acarició el antebrazo desnudo hasta ponerle la carne de gallina. Cuando retiró la mano, Dominica sintió un desagradable frío en la piel e intentó revivir la sensación tocándose ella misma, pero Garren negó con la cabeza.

      —No es lo mismo.

      —No, no lo es —admitió ella.

      Garren levantó la cabeza, se arremangó el brazo derecho y apretó el puño como si se preparara para que el cirujano barbero le realizara una sangría.

      —Tócame. Sentirás algo muy distinto.

      A Dominica le ardían tanto los dedos como si fuera a tocar las plumas sagradas. Pasó ligeramente la yema por la fina capa de vello que le cubría el antebrazo, sin atreverse a tocarle la piel.

      Él ahogó un gemido, abrió el puño y extendió los dedos hacia ella. Dominica acarició las líneas que cruzaban su palma, deseando por un instante que aquellos dedos largos y fuertes se cerraran sobre los suyos como el día anterior.

      Garren retiró el brazo y ella exhaló un suspiro de alivio. O más bien de decepción.

      —¿Ves lo que dos personas pueden disfrutar juntas, Nica?

      Tras ellos se oyó a la viuda hablándole a gritos al médico:

      —Y entonces el hombre tiró su muleta y echó a correr. No se puso a andar, no. ¡Empezó a correr! Dios es testigo. Besó el hueso del dedo meñique de Santiago y al momento siguiente estaba curado.

      Milagros, recordó Dominica. Los milagros escapaban a toda explicación racional.

      —No podéis engañarme con vuestra falsa lógica —se apartó de él—. Fides quarens intellectum —citó con voz temblorosa.

      —¿Otra vez latín?

      —En el monasterio no estudiasteis lo suficiente a san Agustín. Significa «la razón pregunta a la fe». Cuando la razón ya no encuentra respuesta, la fe se encargará de dársela.

      —Aprendí todo el latín que necesito saber. Carpe diem.

      —¿Aprovecha el día?

      —Es lo único que Dios no puede quitarme —le acarició la mejilla—. Aprovecha el presente, Nica. Puede que no haya un mañana.

      Dominica se estremeció al recibir su tacto y no se atrevió a preguntarle si había superado la prueba.

      Nueve

      Para Garren sí que había un mañana. Mientras Dios le arrebataba a sus seres queridos, entre un pasado amargo y un futuro vacío, le concedía vivir un presente eterno. Aspiró profundamente el olor del amanecer y se preguntó de qué manera podría aprovecharlo al máximo.

      Dominica lo evitaba, y él lamentaba haberla asustado. Su única intención había sido abrirle los ojos al mundo real, pero ella insistía testarudamente en que él era un mensajero de Dios y se defendía con las palabras del réprobo Agustín. Garren no era ningún académico, pero conocía las historias sobre aquel sujeto que había sucumbido a las pasiones mundanas antes de convertirse al Cristianismo.

      Las mismas pasiones que Dominica empezaba a sentir. Garren lo había notado en su voz ahogada y su pulso acelerado. Sí, definitivamente sentía la tentación y le aterrorizaba esa grieta en su muro de inocencia.

      Pero la grieta también afectaba a su confianza, y Garren necesitaba que confiase en él, no ya como mensajero de Dios, sino como hombre. Por tanto lo mejor sería no presionarla, pensó mientras la miraba por encima del hombro. Dominica caminaba obedientemente junto a Roucoud, montado por la hermana Marian. Junto a ellas marchaban los hermanos Miller, discutiendo entre ellos. Garren suspiró. Cuando accedió a guiar al grupo solo pensaba en comida, refugio y seguridad. Aquello bastaba para los soldados, pero no para los peregrinos, a pesar de las severas restricciones que imponía la iglesia contra las comodidades del viaje. Al cabo de tres noches todos necesitaban un techo bajo el que dormir y una comida caliente. Tal vez las comodidades de Exeter calmaran los ánimos de los hermanos Miller, ofrecieran algo de intimidad a la insaciable pareja y permitieran a la hermana Marian recuperar las fuerzas.

      Si el monasterio no disponía de camas para los peregrinos, tendría que correr él con los gastos de hospedaje, a menos que pidieran limosna. La comida y el alojamiento en una posada costarían bastante más que la paga de un día, y a él nadie le había pagado. El único dinero que tenía era el de William.

      Pero no importaba lo inútil que fuese aquella peregrinación. Él se lo había prometido a William y le pagaría todo lo que gastara. A través de Dominica si fuera necesario.

      Al pensar en ella lo recorrió un fuerte estremecimiento. Dominica, tan valiente y temeraria… Cuando la vio atrapada entre el espino y la pareja medio desnuda sintió ganas de poseerla además de salvarla. La idea de hacerlo nunca le había parecido especialmente desagradable. Tan solo las consecuencias.

      Debía proceder despacio y con cautela. Tenían muchos días por delante. Lo mejor sería dejar que fuera ella la que acudiera a él. Y lo haría, sin duda.

      El sol aún no había alcanzado su cénit cuando llegaron a Exeter. Era la fiesta del Corpus Christi y las calles estaban llenas de carretas y de gente que no trabajaba aquel día. Todos se movían de carreta en carreta, cada una un escenario improvisado para que un gremio específico representara su propia versión de las historias divinas.

      El ambiente festivo y alegre insufló nuevas energías en el grupo. Antes de permitir que se desperdigaran, Garren les dio instrucciones muy estrictas para que se reunieran delante de la catedral al caer la noche.

      Jackin y Gillian fueron los primeros en esfumarse. Los hermanos Miller se fueron a buscar una taberna y Ralf se abstrajo a su mundo privado. La viuda y el médico se fueron a presenciar los juegos y espectáculos, que él le contó a ella en su oído bueno. Simon pidió permiso para montar a Roucoud y Garren se lo concedió. El caballo necesitaba un poco de ejercicio. Tan solo quedaron la hermana Marian y Dominica.

      «Deja que venga


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