El truhan y la doncella. Blythe GiffordЧитать онлайн книгу.
discutir contigo cuando vuelvas.
—Más te vale seguir vivo —le dijo Garren entre dientes—. Querrás ver con tus propios ojos la pluma auténtica que voy a traerte.
William sacudió la cabeza y masculló algo contra la blasfemia, pero Garren no lo escuchó. Le debía a William mucho más de lo que le debía a Dios.
«Haré lo que tenga que hacer para llegar al santuario y volver a tiempo para volver a verlo».
Podía sentir cómo Dios se reía de aquel juramento.
Un suave crujido a sus espaldas anunciaba la llegada de la priora.
—Es estupendo veros fuera de vuestros aposentos, lord Readington… Nuestras oraciones han sido escuchadas.
A Garren no le extrañó que la priora rezara fervientemente por la recuperación del conde. El dinero de los Readington aseguraba el sustento del priorato, y Richard no era tan generoso como su hermano.
—Gracias a vos por sus oraciones, priora —respondió William, y señaló con la cabeza a Dominica, que se alejaba hacia la puerta junto a la monja—. ¿Dominica también va a hacer la peregrinación?
Garren se sorprendió al oírlo, pues no sabía que William conociera a la chica.
—Me suplicó que la dejara ir, milord. Habrá que ver adónde la conduce Dios, siendo esta la primera vez que sale al mundo.
Garren miró disgustado a la priora, pero ella evitó su mirada. No era Dios quien estaba dictando el futuro de la joven.
—¿Quién es esa muchacha, William?
La priora le lanzó una torva mirada. Los ojos de William habían perdido su brillo, pero aún les quedaba un destello de humor.
—Has conocido a más mujeres que la mayoría, Garren. No me digas que no te habías fijado en esta rubia moza de ojos azules.
—Parece que tú sí que te has fijado en ella —replicó Garren.
Vio como la monja le ajustaba a la joven la capa sobre los hombros en la puerta de la capilla. El sol arrancaba destellos dorados de sus cabellos, pero William se equivocaba. Su pelo no era rubio. Se asemejaba al color de la cerveza a la luz del fuego.
—Mi familia es responsable del priorato y de todas las almas que allí moran.
Un escalofrío recorrió la espalda de Garren. ¿Y si William tenía un interés personal en la chica? No, imposible. Lo más probable era que William muriese antes de que ellos volvieran de la peregrinación, por lo que nunca conocería el destino de la joven. Aquella idea, sin embargo, no lo consoló en absoluto.
—William…
—Bueno, milord —lo interrumpió la priora—, como veo que se ha recuperado lo suficiente para abandonar sus aposentos, le diré que quería pedir audiencia para…
—Eres un insensato, hermano —exclamó Richard, dejando solo al abad y apartando a la priora con el brazo—. Este esfuerzo ha sido demasiado para ti. ¡Niccolo, ven aquí!
El italiano surgió de las sombras y Garren se preguntó cuánto tiempo llevaría allí escondido. Niccolo había sido abandonado por uno de los prestamistas lombardos, cuyo dinero había permitido al rey pagar a los mercenarios que luchaban en Francia. Richard le había ofrecido una cámara en el castillo y nadie sabía a ciencia cierta lo que hacía allí. Garren sospechaba que practicaba alquimia. Un loco tratando de convertir el plomo en oro.
Richard afirmaba que Niccolo estaba buscando el elixir que curase la enfermedad de William. Era curioso cuántas enfermedades podía curar el oro…
Niccolo mantuvo la cabeza agachada, ocultando su expresión.
—Sí, lord Richard.
—No debería haber abandonado sus aposentos en su estado —dijo Richard—. Creo que necesita otra de tus pócimas curativas.
Niccolo batió las palmas y los dos criados se adelantaron para levantar la litera.
—Date prisa en volver, Garren —le pidió William mientras se lo llevaban.
—Adiós, hermano —se despidió Garren en voz baja, preguntándose si volvería a verlo vivo.
Richard echó a andar tras los criados y Garren se giró hacia la priora.
—No me habíais dicho que el conde conocía personalmente a Dominica —era la primera vez que pronunciaba su nombre en voz alta, y descubrió que le gustaba.
Las mejillas de la priora se pusieron coloradas junto al blanco griñón.
—Esa chica no está hecha para llevar el hábito. Tenemos un acuerdo. Haz honor a tu palabra.
—¿Honor? Una extraña palabra para lo que pedís, priora.
La mirada de la priora se desvió hacia Richard.
—Los caminos del Señor son inescrutables.
—Parecéis empeñada en culpar a Dios por todos los pecados del hombre, y yo debo asumir mi propia responsabilidad.
—Hazlo. Espero que la suma sea suficiente.
—Lo es —se sintió indigno al aceptar aquel pago, pero ningún pecado podría ser peor de lo que había hecho a sueldo del rey. Volvió a preguntarse de dónde sacaría la priora el dinero y por qué aquella misión era tan importante. Otro misterio divino, sin duda.
De repente se sintió impaciente por emprender el viaje, por respirar el polvo del camino e incluso por cumplir la promesa que le había hecho a William. Hizo una reverencia y, sin decir palabra, salió de la capilla.
—Ahí está —exclamó Dominica al verlo.
El resto de peregrinos lo miraron.
—¿Es él?
—¿Ese es el hombre?
Todos los rostros lo miraban expectantes, como un rebaño de ovejas todas iguales.
Dominica asintió.
—Necesitamos un jefe —dijo un joven con el pelo rizado. A su lado, una mujer lo agarraba de la mano—. Y debería ser El Salvador.
Todos callaron, esperando que Garren dijera algo. Era lógico que fuesen tan devotos. Al fin y al cabo, eran peregrinos.
—Sí —afirmó Garren—. Estoy seguro de que Nuestro Señor Jesucristo conducirá sabiamente nuestros pasos.
—No —respondió el joven—. Me refiero al Salvador. A vos.
Cuatro
Él era el Salvador…
Garren sofocó una carcajada. La gente hasta se atrevía a hacer chistes sobre Dios.
La luz de la mañana se reflejaba en los diez rostros que esperaban su respuesta. Garren ya podía reconocerlos a todos sin problemas. La pequeña monja. La pareja que siempre iba de la mano. La rolliza esposa del mercader. Los hermanos. El hombre con el rostro marcado. Un escudero demasiado joven para demostrar su valía. Un hombre alto y delgado al que el viento parecía que iba a derribar de un momento a otro.
Dominica, con los labios entreabiertos y el rostro ardiéndole de fe.
En él.
Ninguno de ellos podía esgrimir un arma contra los salteadores de caminos ni encontrar comida en el bosque. Ninguno sabría cómo sobrevivir. Él sí. Lo había aprendido en Francia.
—Os guiaré —dijo—, porque puedo llevaros hasta allí sanos u salvos —y traerlos de vuelta lo bastante rápido para ver a William—. Pero no porque sea el Salvador de nadie.
—¿El Salvador? ¿A quién ha salvado? —preguntó el hombre de las cicatrices. Al menos había uno que no parecía reverenciarlo. Una blanca e hirsuta pelambrera le enmarcaba