El asalto a la nevera. Peter WollenЧитать онлайн книгу.
como el tatuaje o el graffiti sexual. No tenía cabida en el nuevo siglo XX. De hecho, el famoso ensayo de Loos retomaba y repetía una serie de artículos que había escrito para Neue Freie Press diez años antes. Uno de ellos especialmente, acerca de «la moda femenina», parecía el primer borrador del posterior Ornamento y delito[23].
De acuerdo con Loos, las mujeres se vestían para resultar sexualmente atractivas, no de manera natural, sino perversa. La moda predominante era la coqueta, la que más lograba suscitar el deseo. Los hombres, por su parte, habían renunciado al oro, al terciopelo y a la seda. Los mejor vestidos llevaban discretos trajes ingleses, hechos de los mejores materiales y con el corte más fino. Su cuerpo se movía libremente, mientras que el vestido de las mujeres impedía la actividad física. Loos recibió con agrado las prendas para que las mujeres montaran en bicicleta, y esperaba el día en el que «el terciopelo y la seda, las flores y los lazos, las plumas y la pintura dejen de tener su efecto. Entonces desaparecerán». Un año más tarde, Thorstein Veblen, en su obra Teoría de la clase ociosa, presentó, más o menos, los mismos argumentos[24]. El vestido de las mujeres demostraba «la abstinencia del empleo productivo por parte de las portadoras». Tacones altos, faldas largas, encajes y, sobre todo, corsés «estorban a la portadora a cada paso y la incapacitan para todo esfuerzo útil».
Tanto Loos como Veblen aplaudieron lo que los historiadores de la moda denominan la «gran renuncia masculina», el abandono de la exhibición de la sastrería en la ropa de los hombres hacia comienzos del siglo XIX[25]. En efecto, Loos dedicó su carrera profesional a generalizar la gran renuncia masculina, sacando el ornamento no sólo de la ropa sino también de las artes aplicadas, la arquitectura y, por extensión, hasta de la pintura. De hecho, muchos de sus primeros proyectos arquitectónicos fueron para tiendas de ropa masculina vienesas. Cuando, en la Primera Guerra Mundial, lo llamaron a filas, hizo que su sastre le confeccionara un traje especial, con un cuello flexible en lugar de rígido y botines de piel de vaca en lugar de pesadas botas. (Estuvieron a punto de formarle consejo de guerra.) En su mente, el proyecto de la modernidad estaba inextricablemente ligado al de la reforma en el vestir.
Y Loos no era el único en pensar así. En la Unión Soviética, el gran constructivista Vladimir Tatlin decidió diseñar ropa funcional para hombres. Walter Gropius, el director de la Bauhaus, sostenía que la casa moderna debería seguir los mismos principios que la sastrería moderna. Oud, arquitecto perteneciente al grupo De Stijl, explicaba que la ropa de hombre y la ropa deportiva poseían en sí mismas, «como la más pura expresión de su tiempo, los elementos de un nuevo lenguaje de la forma estética». Los modernos aplaudían la uniformidad, la simplificación del atuendo masculino, su falta de ornamento y decoración, su adaptación al trabajo productivo. La gran renuncia masculina se consideraba ejemplar.
La segunda oleada vanguardista que se produjo en Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial abandonó la estética de la máquina. La abstracción geométrica de líneas duras utilizada por los artistas abstractos estadounidenses, herederos de De Stijl, se dejó a un lado. Pero el arte que la sucedió y que triunfó internacionalmente, después del asombroso éxito de Jackson Pollock, pronto se acercó a una estética igualmente simplificada y reductora. De hecho, el lema de Mies van der Rohe, «menos es más», podía perfectamente servir para los pintores de campos de color estadounidenses que sobresalieron en la década de 1950. Clement Greenberg, que se erigió en su principal publicista y teórico, era resueltamente reductor en su propio enfoque. Exigía no sólo la renuncia a las imágenes figurativas (e incluso a la sugerencia de imágenes) sino también que se pusiera fin a la profundidad, el encuadre, el dibujo y el contraste de valores. Debía analizarse la indispensabilidad de cada rasgo de la pintura en aras de una simplificación radical, excluyendo y desnudando hasta que sólo quedara lo óptimamente irreducible.
A pesar de su actitud de «el arte por el arte», Clement Greenberg siguió siendo funcionalista, aunque consideraba la función de la pintura como algo intrínseco, más que extrínseco. La pintura debía seguir las leyes inmanentes de la propia pintura. Tenía sus propias leyes cuasicientíficas y proporcionaba su propio fin. La idea kantiana de «intencionalidad sin propósito» fue adaptada a un «funcionalismo sin función» programático. La única función de un cuadro debía ser la esencialmente «pictórica», no ser nada más que él mismo. Esto condujo a un despojo y a una renuncia aún más compulsivos que la estética de la máquina a la que sustituyó. Cada vez más elementos se consideraban superfluos e innecesarios, no funcionales para la pintura en sí.
Al principio, Greenberg se apoyó en Cézanne y Picasso para validar el avance de Jackson Pollock, pero, después, cuando apareció la pintura de campos de color, empezó a recurrir a Monet y a Matisse para proporcionar una tradición alternativa subsidiaria. Como resultado, se vio obligado a abordar directamente el problema de lo «decorativo». Concluyó que la decoración sólo podía evitarse fundiendo la imagen óptica con el soporte material de la pintura. Así, en un artículo sobre «Picasso a los setenta y cinco años», Greenberg llamó la atención al pintor por aplicar el estilo cubista a lienzos que seguían siendo «meros» objetos. «El cubismo aplicado, el cubismo como acabado, actúa para convertir el cuadro en un objeto decorado»[26]. Este lienzo «cubista» es el objeto ornamentado de Loos en un nuevo aspecto: el aspecto de un objeto aparentemente no utilitario cuya verdadera función es la de trascenderse a sí mismo y convertirse en cuadro al sellar su decoración dentro de sí. Ya no debía aplicarse la «mera» decoración al «mero» lienzo, sino que un cuadro debía ser la unidad fusionada y trascendente de ambos. Así, la decoratividad podía justificarse en nombre de valores más elevados, para demostrar –como él escribió de Matisse– «que también la carne es capaz de alcanzar la virtud y la pureza».
A Matisse, sin embargo, no le molestaba que lo considerasen decorativo. No veía nada que justificar o superar. «Lo decorativo es algo tremendamente precioso para una obra de arte. Es una cualidad esencial. No desmerece el decir que los cuadros de un artista son decorativos.» De hecho, casi siempre se considera un desmerecimiento, ciertamente desde el punto de vista de la modernidad. Como mucho, lo decorativo se considera un medio al servicio de valores más elevados. La antinomia establecida por Greenberg entre lo «pictórico» y lo «decorativo», como la establecida entre lo «funcional» y lo «ornamental», es básica para la estética moderna dominante. Es una de una serie de antinomias similares que se pueden proyectar juntas en una serie de analogías: técnicos/clase ociosa, principio de la realidad/principio del placer, producción/consumo, activo/pasivo, masculino/femenino, máquina/cuerpo, oeste/este… Por supuesto, estas parejas no son exactamente homólogas, pero forman una cascada de oposiciones, cada una de las cuales sugiere otra, paso a paso.
4. El ascetismo masculino frente a la gran cocotte
Los finales reescriben los comienzos. Cada nuevo punto de inflexión en la historia del arte trae consigo un proceso retrospectivo de reevaluación y redramatización, con nuevos protagonistas, nuevas secuencias, nuevos portentos. Descubrimos pasados posibles al mismo tiempo que captamos la apertura de posibles futuros. Ahora que nos acercamos al final del periodo moderno –en las artes visuales, al menos–, necesitamos volver a esos años heroicos de comienzos del siglo XX en los que comenzó a tomar forma el relato.
La modernidad escribió su propia historia del arte y su propia teoría del arte, desde su propio punto de vista. Determinó su propio momento mítico de origen, principalmente con el Cubismo y Picasso (dejando así de lado al Fauvismo y a Matisse). Junto con esto, dio a la propia carrera de Picasso una interpretación particular, resaltando algunos aspectos de su obra y relegando otros. Este proceso depurador comenzó muy pronto. Cocteau ha recordado que, cuando le pidió a Picasso que trabajara con Diáguilev en 1917:
Montparnasse y Montmartre estaban bajo una dictadura. Atravesábamos una fase de Cubismo puritano […]. Era una traición pintar un decorado escénico, especialmente para el Ballet Ruso. Ni siquiera el abucheo de Renan fuera del escenario podría haber escandalizado más a