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Sueños de verdad. Vicki Lewis ThompsonЧитать онлайн книгу.

Sueños de verdad - Vicki Lewis Thompson


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de que lo que acababa de decir era italiano, y no francés—, como dicen en mi país vecino —añadió—. ¿Y qué flor le gustaría, monsieur?

      —Había pensado que tal vez tulipanes.

      —¿Tulipanes? Bueno, será difícil encontrarlos en esta época del año, pero si el señor quiere tulipanes, se los encontraré.

      —Tulipanes rojos, Darcie. Rojo carmesí. Encuentro muy sexys los tulipanes rojos… tienen unos pétalos tan tersos, y la forma en que se abre la flor… tan insinuante —su voz se hizo más profunda.

      Darcie se quedó sin respiración, de hecho se le olvidó respirar.

      —¿Te gustan los tulipanes, Darcie?

      —Oh, sí, quiero decir, oui —suspiró ella—. Cuando se abren, los pistilos, están tan… erectos.

      —Entiendo lo que quieres decir. Siempre me ha interesado mucho la dinámica de… la polinización —su voz pareció quedar estrangulada al decir esto.

      Por su parte, Darcie dejó de sujetarse el tazón y este cayó al suelo con gran estrépito.

      —¿Darcie? ¿Estás bien?

      —¡Sí! ¡Quiero decir, oui! —«corazón, cálmate. Estoy limpiando su casa para ganar dinero»—. Solo se me ha caído al suelo el bidet.

      —¿El qué?

      Maldita fuera. Había dicho la primera palabra en francés que se le había ocurrido. ¿Qué querría un hombre como él de una mujer que se ganaba un escaso sueldo limpiando casas… hasta el punto de estar teniendo con ella un encuentro sexual por teléfono?

      —Pardonnez-moi. Quise decir el bouquet. Estaba arreglando unas flores cuando sonó el teléfono.

      —Pensé que me habías dicho que te estabas haciendo una limpieza facial.

      —Oui. Preparo una mascarilla aplastando flores, que luego extiendo sobre el rostro húmedo. Resulta verdaderamente estimulante —las zanahorias, ya sin tazón que las cubriera, comenzaban a resbalar por su frente. Darcie echó la cabeza hacia atrás.

      —¿Te gustaron los pétalos de rosa? —Joe tomó aire profundamente y su voz recobró el tono profundo.

      —Oui, monsieur —contestó ella con un suave ronroneo.

      —Bien. Tal vez, cuando los tulipanes comiencen a marchitarse podríamos… pensar en algo para hacer con ellos.

      El corazón le golpeaba el pecho a Darcie con solo pensar en la imagen que Joe había llevado a su mente. Si tan solo… pero eso no podía ser. Para él no era más que una fantasía, no algo real.

      —Eso me gustaría mucho, monsieur, si mis ocupaciones me lo permiten.

      —Yo podría arreglarlo…

      En ese momento, Gus comenzó a gritar de nuevo, aquella vez con más fuerza.

      —Ahora debo marcharme —murmuró—. La llamada de la selva.

      —¿La llamada de la selva? ¿Qué es eso de la llamada de la selva?

      —No es nada, chéri. Ciao —colgó el auricular, y cerró los ojos muy fuerte al recordar que lo de ciao era italiano. Oh, bueno, así pensaría que era multilingüe. O mejor dicho, con múltiple personalidad.

      Se sentía dividida, por haberle dado la peor personificación de la tentación a la francesa estando cubierta de pies a cabeza de zanahorias. Se preguntaba si Joe se lo habría creído, y también, si estaría tan excitado como ella.

      Madge se quitó los auriculares. El aparato de escucha que había comprado por catálogo no era perfecto, pero serviría. Abrió la puerta del cuarto de costura para ver si Herman estaba en el piso de arriba.

      La televisión del salón estaba encendida como siempre, así que andaría por allí todavía. Bien. Herman no aprobaba el uso de gafas, mucho menos el de un aparato de escucha. En el caso de que viera las válvulas de aspiración en la ventana, le diría que eran para poner placas solares.

      Cerró la puerta de nuevo, descolgó el teléfono y marcó el número de Trudy Butterworth. La propia Trudy respondió.

      —¿Puedes hablar? —Madge bajó la voz por si Herman pasaba por allí. Era demasiado curioso.

      —¿Madge? ¿Estás enferma?

      —No. Te llamo porque tengo noticias.

      —¿Los has visto juntos?

      —No, pero tengo una grabación muy interesante de una conversación —tras esto hubo un silencio al otro lado del hilo—. He pinchado el teléfono.

      Se escuchó un «click» y, al cabo de un rato, de nuevo la voz de Trudy.

      —Vale, ahora estoy en el dormitorio. No podía hablar desde la cocina porque Bart estaba justo a mi lado. Madge, ¿quieres decir que tienes una cinta? ¿Has entrado en la casa sin permiso para pinchar el teléfono?

      —¿Quieres que lo haga?

      —¡Por todos los santos! ¡No! Pero entonces, ¿cómo has conseguido la cinta?

      —Oh, simplemente he puesto uno de esos estupendos aparatos de escucha pegado a la ventana de mi cuarto de costura que me permite escuchar lo que pasa al otro lado de la calle —contestó Madge que no podía ocultar el tono de suficiencia que había en su voz.

      —Me estás tomando el pelo.

      —No. No he podido escuchar todo aún. Solo tengo la versión más económica y, tal vez, debería haber pedido la versión más sofisticada, pero he podido escuchar lo suficiente para probar que algo hay entre los dos.

      —Esto suena… poco ético.

      —Entonces… —Madge parecía un tanto decepcionada.

      —Deliciosamente poco ético. Vamos, cuéntamelo todo —y con estas palabras levantó a Madge el ánimo, casi tanto como uno de sus famosos soufflés.

      —Bueno, aunque no fui capaz de captarlo todo, sí escuché que a él le gustaría que ella hiciera algo todas las semanas. ¡Imagínate lo que puede ser!

      —Pero ese «algo» podría ser simplemente limpiar el frigorífico —contestó Trudy un tanto impaciente.

      —Bueno, yo no lo creo así. Mencionó algo de unos tulipanes. Y también escuché las palabras «sexy» y «incitante». ¿Te parece a ti que estaban hablando de limpiar el frigorífico?

      —No, tienes razón —y su voz sonó llena de nerviosismo—. Para nada. Tenemos algo, Madge.

      —Y aún hay más. Dijeron algo de «polinización».

      —¡Santo Dios! ¡Qué descaro!

      —Mencionó también algo sobre «la llamada de la selva» —Madge estaba exultante lanzando un as tras otro.

      —¿La llamada de la selva? Pero Darcie no tiene pinta de ser una chica salvaje —Trudy estaba sin aliento.

      —Quizá ella no lo sea pero él sí y ella quiere aprender.

      —Oh, Madge, tenemos que hacernos con la versión sofisticada del aparato. Necesitamos saber todas las palabras, todas las sílabas, en una palabra: necesitamos saberlo todo.

      —Ya estoy en ello.

      —Ah, Madge, mañana recibirás la visita de la Junta de Vecinos de Tannenbaum. Quieren que presidas la comisión de festejos.

      —¡Qué buena noticia, Trudy! Realmente buena —Madge se hinchó de orgullo. El trabajo duro tenía, al fin, su recompensa.

      Joe no paró de dar vueltas esa noche; temía haberse metido en algo que no podría terminar con el mismo grado de sofisticación con que lo había empezado. La Doncella Francesa era, obviamente, una mujer muy caliente, pero le daba la impresión de que no


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