Vivir abajo. Gustavo FaverónЧитать онлайн книгу.
Lo que quiero preguntarte, dice Rainer, es simple: ¿cómo se llama el lugar hacia el cual soplan todos los vientos? George no sabe qué responder. Cuando yo era joven, dice Rainer, ese lugar tenía un nombre: Deutschland.
George termina su cerveza. Rainer termina su cerveza. Ariadna deja caer la cabeza sobre el hombro de George, que mira los cuadros en la pared.
Esos cuadros son fundamentales en esta narración. Las cosas que Rainer le ha dicho a George sobre la piedra de la locura, George las ha escuchado antes, de niño, en Maine: se las ha dicho su padre. Una semana después, le pide a Ariadna que lo acompañe al Hospital del Niño, la lleva hasta la sala de los chicos con hidrocefalia, le muestra las válvulas que los médicos usan para drenar los ventrículos obstruidos. George pasa un buen rato mirando a las criaturas. Hay una fila de camas y una fila de incubadoras con un niño o un bebe en cada cama o en cada incubadora, excepto en una cama donde hay dos niños, y una incubadora donde solo hay sábanas arrugadas. George les habla y les juega y les hace pases mágicos y les canta canciones y Ariadna siente que es el hombre más bueno del mundo. Cuando salen, él hace un comentario, una comparación que involucra la piedra de la locura y las válvulas de los niños hidrocefálicos. Son solo un par de frases pero la dejan perturbada, sin saber qué pensar, preguntándose si ha escuchado bien. Para entonces, él puede decir cualquier barbaridad y Ariadna prefiere no entender.
Libreta 4. Noviembre de 1992
… Creo haber dicho varias veces (pero puedo equivocarme) que el homicidio tuvo la particularidad de no durar unos minutos ni unas horas sino cincuentaicinco días.
Comenzó a mediados de julio.
George pasa por la casita rosada y le dice a Ariadna que esa noche quiere llevarla a un lugar especial, que se ponga muy bonita y elegante y lo espere a eso de las nueve. ¿Ella se emociona? ¿Se hace ilusiones? Durante todos esos meses se ha preguntado por qué George, a pesar de cortejarla sin pudor y visitarla a diario y acompañarla al cine y darle una atención que no parece dispensar a nadie más, nunca ha hecho nada por dar el siguiente paso, ni siquiera apretarla contra su cuerpo, ni siquiera darle un beso que no parezca el beso de un amigo o de un hermano.
A las siete de la noche se desnuda frente al espejo, mira su cuerpo. No sabe que George acaba de salir de la casona incendiada y ha cruzado la pista y mira su ventana desde la penumbra del malecón. La cortina está cerrada, George solo intuye siluetas y respira. ¿Quiere convencerse de que está tranquilo, de que su plan es perfecto y nada puede salir mal? Ariadna se prueba dos o tres vestidos, una blusa y dos faldas, otro vestido con un escote que le parece escandaloso: ¿aunque quizás no? George cruza la pista varias veces, entra a la casona, baja al sótano, infinitamente reacomoda dos jarrones de flores amarillas a los lados de la camilla, prende y apaga la cámara, prende y apaga los reflectores, apaga el grupo electrógeno, deja el sótano a oscuras, vuelve a salir.
Ariadna se prueba unas medias negras, unos zapatos de taco que no acostumbra usar y que no se ha puesto en años, camina nerviosamente entre el espejo y la ventana. Le parece ver a alguien en el malecón: lo ignora, se prueba otro vestido. El hombre en el malecón es George. ¿Ya no se oculta? ¿Cree, por el contrario, que sería conveniente que Ariadna lo viera, que creyera que es un pretendiente nervioso que espera ante su puerta mucho rato antes de la hora acordada? Ariadna abre un cofre con joyas que una vez le dijeron que eran de su madre, aunque no lo eran (de todas formas son las únicas joyas que tiene), y se las pone: un collar de falsas perlas negras, una sortija de plata quemada con una perla negra de verdad y un par de aretes que no son del mismo juego, pero parecen. Lleva las medias y los zapatos y las únicas bragas de su cómoda que no le resultan súbitamente espantosas pero aún no se pone el brassiere porque no ha decidido qué vestido usar o porque está pensando que tal vez sea buena idea no usar brassiere.
George entra una vez más a la casona, vuelve al sótano. ¿Tiene ganas de abrir su mochila, ponerse la máscara de oso, echarse a dormir? Trata de relajarse, pasea entre los escombros de la sala. Según calculo, a las ocho y treinta Rainer golpea a la puerta del cuarto de Ariadna y le dice que va a salir a caminar (como todas las noches, a la hora de siempre) y le pregunta si necesita algo, si quiere que le compre alguna cosa en la bodega. Ariadna le dice que no, hace sonar un beso a través de la puerta y le pide que no se preocupe si regresa tarde, que va a salir con George. Rainer baja a la cocina, le da cuerda a un reloj (¿ocho y treintaicuatro?), sale a la calle. Camina unos metros, pasa frente a la casona incendiada y ve a George en la vereda. Aunque está en las sombras, Rainer lo reconoce. George lo saluda. Rainer le dice que Ariadna todavía no está lista, que se está cambiando, y le pide que lo acompañe a la bodega. Es evidente que George no quiere acompañarlo (no quiere modificar su plan). Rainer debe darse cuenta de que George no quiere ir con él, porque no insiste.
Los dos hombres están solos en la calle, Ariadna ante el espejo, probándose un vestido negro que rápidamente reemplaza por uno amarillo, del color de las flores en su mesa de noche. Coge una de las flores y se la pone detrás de la oreja pero el detalle le parece excesivo y vuelve a probarse el vestido negro y lo descarta y finalmente elige el amarillo. George y Rainer siguen ante la casona incendiada, que parece escrutarlos desde lo alto de la escalinata. Parece una casa de mi ciudad, una casa de Dresden, hace mil años, dice el anciano, de pronto, mirando la puerta, sin que George haya dado señales de querer conversar con él. (¿Esto lo irrita, lo intranquiliza?). Es como si alguien hubiera puesto aquí, a unos metros de mi casa, una casona de la ciudad de la que me fui hace mil años, para que no pueda olvidarme del pasado, dice Rainer: así lucían las casas de Dresden al final de la guerra. Antes la veía y me daban ganas de entrar. Porque a veces dan ganas de recordar las cosas más terribles. Es como un vértigo.
Ariadna sale de su cuarto, se perfuma, se mira en todos los espejos del segundo piso. De inmediato le parece una actitud banal. No se reconoce en esa emoción. No es una chica romántica, tampoco enamoradiza. De hecho, cree que nunca ha estado enamorada, hasta ahora. Tampoco se reconoce en los espejos: el lápiz labial le sabe raro, no tiene idea de cómo ponerse el rímel: ¿quién es esa mujer? Afuera, Rainer no para de hablar sobre Dresden y la guerra y George se impacienta. Su plan depende de la exactitud, de las manecillas del reloj: mira el reloj. Son las ocho y cuarentaisiete. Ariadna lo espera a las nueve. De pronto, George le dice a Rainer: yo tengo la llave de la casona. Rainer parece no entender. ¿Ah?, gesticula. Yo tengo la llave de esa puerta, dice George: ¿quiere entrar? El anciano lo mira y mira la casona y George mira al anciano y la casona y la casona parece mirarlos a los dos. Ariadna se ve al espejo por última vez, se toca el corto pelo rubio a lo Jean Seberg, tan corto que no tiene nada que hacer con él. Se despide de sí misma, baja la escalera, se sienta detrás de la puerta, se queda inmóvil. ¿Siente que si se mueve demasiado su disfraz se va a desmoronar?
A media cuadra, George repite: ¿quiere entrar? Rainer dice que no y mira a George como si lo viera por primera vez. ¿Por qué me preguntas eso?, dice (recién entonces sospecha que algo anda mal). Es el momento del cual depende todo, o el momento que, desde un principio, ha dependido de todos los momentos anteriores.
Ocho minutos antes de las nueve, George coge a Rainer del cuello y lo fuerza a subir la escalinata. El viejo cae, su cadera golpea el primer escalón, sus zapatos suben rebotando en los otros seis. George no busca la llave porque ha dejado la puerta entreabierta. Arroja a Rainer al piso, lo coge por los tobillos –¿lo arrastra sobre detritus animales?, ¿el cuerpo de Rainer libera las miasmas de los insectos desecados?–: llega a la puerta del sótano. Deja rodar al viejo dos o tres peldaños. ¿Rainer se golpea la cabeza, se aturde? Seguramente, porque ya no ofrece resistencia: George lo manipula como a un muñeco. Ariadna asoma por el rombo de vidrio de la puerta, mira el muro del malecón y la crecida de las olas. Cuando limpia el vaho de su respiración sobre la ventana, ve sus uñas. No se ha pintado las uñas. Pone una mueca de fastidio pero decide que no está mal: que al menos sus uñas se vean como siempre, para que haya una parte de ella que le resulte familiar. En ese momento, tres casas más allá, Rainer ya está sobre la camilla del sótano, los brazos y las piernas encorreados al borde de metal. George le acaba de poner un trapo en la boca. El anciano abre los ojos, siente que está adentro de una pesadilla, siente que es otro, piensa que eso que está pasando le está pasando a otro. George lo mira de muy cerca, le susurra al oído:
Vengo