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La distancia del presente. Daniel BernabéЧитать онлайн книгу.

La distancia del presente - Daniel Bernabé


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      Capítulo 2

      Indignación

       (2011)

      La tarde del 15 de mayo de 2011 se proyectaba en varios cines de la calle Fuencarral, en Madrid, Medianoche en París, una inteligente comedia de Woody Allen donde su protagonista, por azares de la ficción, conocía a las figuras más relevantes de la cultura del siglo XX que habían pasado por la capital francesa. La historia era todo un homenaje a ese tiempo en el que la modernidad, como proyecto, más que político, civilizatorio, había hecho soñar, pero también estremecerse a millones de personas. En esa misma ciudad de Francia se dieron en 1968 las míticas protestas de mayo que fueron impugnación contra esa modernidad, al menos en su vertiente más estudiantil e intelectual, que había eliminado a uno de sus vástagos, el fascismo, dejando al mundo dividido entre los otros dos, el liberalismo capitalista y el comunismo.

      La puesta en duda de todas las certidumbres dio pie, paradójicamente, a un clima ideológico que permitió que el neoliberalismo, una restauración victoriana sin corsés morales, pudiera desarrollarse como proyecto en una sociedad que había abrazado la individualidad por encima de lo colectivo y la diferencia por encima de la igualdad. En la izquierda es aún anatema decir que entre Reagan y el «prohibido prohibir» había una fina línea que los teóricos del libre mercado y sus técnicos de venta supieron aprovechar para transformar el odio a la organización moderna en el monstruo desregulador que condujo a la crisis de 2008, acontecimiento realmente fundacional del siglo XXI, tras sus inicios bélicos y terroristas.

      Esa misma tarde de domingo, una manifestación recorrió el centro de la capital española con un lema que daba nombre a su plataforma organizadora «Democracia real ya! No somos mercancía en manos de políticos y banqueros» congregando a unas veinte mil personas y poniendo encima de la mesa todas las contradicciones de época posibles. Hablar del 15M, cuando aquel suceso tiene una placa conmemorativa en la Puerta del Sol, quizá una lápida funeraria, quizá una advertencia para los ocupantes de la presidencia de la Comunidad, es algo parecido a intentar contar los inicios de una religión a sus primeros fieles: una tarea inútil. Quien es parte del credo, por convicción o interés, ya ha asentado en su imaginario la mitología, quien es hostil a la nueva creencia, lo mismo.

      Conviene, por tanto, desacralizar aquellos días, afirmar que el 15M fue un momento, no un movimiento, que sucedió de aquella manera no tanto por una estrategia dada, sino porque posiblemente no podía haber sucedido de otra forma. Las expresiones de protesta, curiosamente, no son hijas del instante en que se dan, sino de su época inmediata anterior. En este sentido, el 15M pudo ser el inicio de muchas cosas, pero sobre todo fue la cúspide de una década, la de los despreocupados diez primeros años del siglo. Si algo se dirimió aquellos días fue la transformación de los modos de la protesta, un ajuste de cuentas con lo existente, desde las estructuras políticas, a izquierda y derecha, hasta las formas de representación de la institucionalidad. Los hechos suceden con cientos de padres, pero con una sola madre: la implacable contradicción que preña la historia.

      Unos meses antes de aquel domingo de marzo habían comenzado las Primaveras Árabes cuando en Túnez un joven llamado Mohamed Bouazizi se quemó a lo bonzo tras haber sufrido la confisca­ción de su puesto ambulante de frutas. Un detonante que convulsionó a una región cuyos regímenes políticos tenían graves carencias democráticas, un hecho que puso en pie a poblaciones que tenían razones dignas para la protesta, una situación que fue aprovechada para desmembrar Estados que aportaban estabilidad a la región y que acabó en las cruentas guerras de Siria y Libia. Demasiados ojos codiciosos con ganas de poner sus manos sobre la región, demasiada geopolítica, demasiado imperialismo wahabí. Resulta tan extraño como descriptivo de nuestra época que unas protestas que empezaron a articularse en torno a las redes sociales, según nos contaron los medios occidentales, acabaran desembocando en un califato. Vivimos tiempos donde la posmodernidad y la premodernidad bailan a menudo una danza siniestra entre lo pueril y lo despiadado.

      Pero en aquel 2011 nada de esto se sabía y cualquier gesto impugnador, más si era protagonizado por multitudes inconexas, bienintencionadas pero impotentes para articular un programa político, se tomaba con simpatía. En la ideología también imperan las modas y, al igual que en el mercado textil, hay intereses por situar las teorías propias por encima de las que se consideran anticuadas o al menos ajenas. En toda esta historia hay un fuerte componente de vendetta, de aquello que vino después de la caída del Muro contra lo que había dominado la izquierda durante el siglo XX. Posiblemente las caras visibles que protagonizaron aquellos días ni intuían este ajuste de cuentas.

      Durante los últimos meses de 2010 y los primeros de 2011 varias páginas se abren en Facebook con nombres tan descriptivos como «Yo soy un joven español que quiere luchar por su futuro», donde ya se intuye un componente esencial en todo aquello: la angustia existencial de quien tenía unas perspectivas brillantes arrebatadas por la crisis, ese lugar neoliberal donde la previsión es imposible y los grandes transatlánticos de la carrera profesional se convierten en pecios inservibles. La ruptura del ascensor social fue el principal combustible que animó las ganas de salir a la calle, de encontrarse en una terapia de grupo gigantesca, aunque las consignas fueran otras, quizá más brillantes y soleadas, o quizá más pueriles, según gustos. La huelga general en universidades, a finales de marzo y la propia manifestación de Juventud Sin Futuro, con la que cerramos el anterior capítulo, ya demostraban que había un fermento esperando la lluvia que lo hiciera brotar.


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