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Memorias de un anarquista en prisión. Berkman AlexanderЧитать онлайн книгу.

Memorias de un anarquista en prisión - Berkman Alexander


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alado que ensombreciera de arriba abajo un alma desdichada. Atisbo el destello del revólver que asoma por su bolsillo.

      De repente, resuenan en el corredor las dulces notas de un violín. Unas voces femeninas entonan la melodía: «Más cerca de ti, Dios mío, más cerca de ti.» La intensidad se extiende paulatinamente; sube, aumenta su resonancia al contacto con el suelo de la galería, y su eco llega hasta mi celda, «Más cerca de ti, más cerca de ti.»

      El sonido cesa. Una profunda voz masculina dice: «Recemos». Su metálica aspereza suena como una orden. Los guardianes agachan la cabeza. Sus labios mascullan al dictado de la voz invisible: «Padre nuestro que estás en los cielos, nuestro pan cotidiano dánosle hoy ... y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros hemos perdonado a nuestros deudores...»

      «¡Y un cuerno!», grita alguien desde la galería superior. Una risita nerviosa se extiende por las celdas. Los guardias suben en tropel por las escaleras. El alboroto aumenta. «¡Orden!», gritos y rechiflas ahogan la voz del alcaide. Las puertas se abren y cierran violentamente. El repicar del hierro es atronador. De repente, todo queda en calma: los guardias han llegado a las galerías. Sólo se oye un ruido de pasos presurosos.

      No encuentran al infractor. El gong toca la hora de la cena. Los presos aguardan en las puertas con la taza en la mano, prestos a recibir el café.

      —¡Los hijos de puta se han quedado sin cena! ¡Sin cena! —clama el alcaide.

      ¡Bendito Sabbath!

      Atrancan las puertas de las celdas y nos quedamos encerrados toda la noche.

      IX

      Camino inquieto por la celda. ¡Frick no ha muerto! Se ha recuperado prácticamente del todo. Dispongo de información segura: el preso «ciego» me dio el recorte durante la hora de ejercicio. «Eres un pésimo tirador», bromeó.

      La decepción es tan patética que me duele como una astilla en el corazón. La siento con la intensidad de una catástrofe. Mi encarcelamiento, las vejaciones de la vida carcelaria, el futuro, todo ello queda a merced de la amarga ola que me embarga al saber que he fracasado. Amargos pensamientos se agolpan en mi cabeza, no puedo dejar de acusarme por haber fallado. ¡Fracasé! ¡Fracasé!... Las cosas podían haber salido mejor, si hubiera ido a la casa de Frick. De hecho, ésa era mi primera intención. Pero la casa en el East End estaba bien vigilada. Además, no tenía tiempo que perder; esa misma mañana los periódicos habían anunciado que Frick tenía previsto viajar a Nueva York. Estaba resuelto a no dejarlo escapar. Decidí actuar de una vez por todas. Fue principalmente su cobardía lo que le salvó, se escondió bajo el sillón. ¡Fingió que estaba muerto! Y ahora el vampiro sigue vivo... ¿Y Homestead? ¿Cómo se verá afectada la situación allí? Si Frick hubiese encontrado la muerte, Carnegie se habría afanado en llegar a un acuerdo con los huelguistas. Este astuto escocés sólo se sirvió de Frick para destruir al odiado sindicato. De hecho, él no se dejó ver, no se le debía imputar responsabilidad alguna. Al autor de la Democracia triunfante no le gustan las críticas negativas. Con la eliminación de Frick, Carnegie tendría que haber cargado con la responsabilidad de la situación en Homestead. Para salvaguardar su imagen de amigo de los trabajadores, no le hubiera quedado más remedio que dar por concluida la lucha sanguinaria. Semejante desarrollo de los acontecimientos hubiera abierto las puertas de par en par a la propaganda anarquista. Aunque algunos puedan condenarlo, mi acto habría abierto los ojos de los trabajadores ante la situación real y los efectos de la muerte de Frick. Pero su restablecimiento...

      Y aun así, ¿quién sabe? Tal vez tenga los mismos efectos. En realidad, la huelga estaba prácticamente perdida cuando los trabajadores del acero permitieron que la milicia tomase el control de Homestead. Ello brindó a la Compañía la oportunidad de llenar las fundiciones de esquiroles. Pero aunque sea al precio de perder la huelga, nuestra propaganda es la principal prioridad. Los trabajadores de Homestead no son más que una pequeñísima porción de

      la clase trabajadora americana. Aunque su lucha sea importante, la causa del pueblo entero es superlativa. Y su verdadera causa es el anarquismo. Todas los demás asuntos confluyen en él, sólo el anarquismo podrá resolver el problema del trabajo. Ninguna otra cuestión merece ser considerada. El sufrimiento de los individuos, el de las grandes masas, incluso, resulta inevitable bajo las reglas del capitalismo. La pobreza y el desamparo no pueden sino ir en aumento; es inevitable. Un revolucionario no debe permitir que un simple sentimentalismo le influya. Sangramos por el pueblo, sufrimos por el pueblo, pero conocemos las verdaderas causas de su desdicha. Nuestra civilización entera, siendo como es falsa hasta el tuétano, tiene que ser destruida, para que pueda renacer. Sólo con la abolición de la explotación se logrará que el trabajo sea justo. Sólo el anarquismo puede salvar el mundo.

      Estos pensamientos consiguen aliviarme un poco. Mi fracaso en la consecución del resultado deseado me apena hasta exasperarme y me siento hondamente humillado. Pero nadie debe acompañarme en el sufrimiento. Bien mirado, el resultado material de mi acto no puede emborronar su valor propagandístico, y éste último es siempre la consideración suprema. El objetivo principal de mi Attentat consistía en concitar la atención sobre nuestras injusticias sociales, suscitar un interés decisivo por el sufrimiento del pueblo con un acto de sacrificio, estimular el debate en lo que hace a la causa y el objetivo del acto y presentar así, ante el mundo, las enseñanzas del anarquismo. La situación en Homestead ofrecía el momento social psicológico oportuno. ¿Qué importan las consecuencias personales para Frick, los resultados meramente físicos de mi Attentat? Se daban las condiciones necesarias para la propaganda: el acto se ha consumado.

      En cuanto a mí, desde luego que mi decepción es amarga. Quería morir por la causa. Pero ahora me mandarán a la cárcel y me enterrarán vivo.

      Sin querer, mi mano se acerca a la solapa de mi abrigo y recuerdo entonces, de repente, la terrible pérdida. Agónicamente, revivo la escena en la comisaría de policía, el tercer día de mi arresto... Unas toscas manos me sujetan los brazos, y me obligan a sentarme en una silla. Mi cabeza sufre un violento impulso hacia atrás y me veo de bruces frente al comisario. Me agarra del cuello.

      —¡Abre la boca, condenado! ¡Ábrela!

      Todo da vueltas a mi alrededor, el escritorio rodea la estancia, los ojos inyectados de sangre del comisario me miran desde el suelo, sus pies están suspendidos en el aire, y todo da vueltas y más vueltas...

      —Ahora, doctor, ¡rápido!

      Siento un agudo pinchazo en la lengua, me agarran las mandíbulas como con unas tenazas, y consiguen abrirme la boca.

      —¿Qué te parece esto?

      El comisario está de pie frente a mí. Tiene en la mano la cáp­sula de dinamita.

      —¿Qué es esto? —me pregunta, soltando una maldición.

      —Una golosina —le respondo, desafiante.

      X

      Estas dos últimas semanas han resultado muy angustiosas. Sigo sin noticias de mis camaradas. El alcaide ya no me entrega más correo; es evidente que considera que mi última negativa fue definitiva. Pero ahora me permiten comprar periódicos, tal vez venga en ellos algo sobre mis amigos. Si pudiera saber qué propaganda se está haciendo con mi acto y qué ha sido de Fedya y la Muchacha. Anhelo saber cómo les va. Pero mi interés no es otro que el del revolucionario. Están tan lejos... no me cuento entre los vivos. Fuera todo parece seguir igual, como si nada hubiese sucedido. Frick está bastante bien de salud, de vuelta al trabajo, según informa la prensa. Nada más de importancia. Parece que la policía ha abandonado las pesquisas. Qué ridículo ha hecho el jefe al secuestrar a mi amigo Mollock, el panadero de Nueva York. Qué descaro el de las autoridades al atraer con un señuelo a un trabajador desprevenido al otro lado de la frontera del estado para arrestarlo como cómplice mío. Me figuro que es el único anarquista que el estúpido comisario pudo encontrar. Mi amigo negro me informó la semana pasada del secuestro. Pero no temí por él; sabía que el «panadero silencioso» no soltaría prenda. No podrían arrancarle ni una sola palabra. Cuando el juez lo puso en libertad sin cargos, el comisario quedó en una posición muy ridícula. Ahora está sediento de venganza y es más que probable que esté


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