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El hombre que perdió su sombra. Adelbert von ChamissoЧитать онлайн книгу.

El hombre que perdió su sombra - Adelbert von Chamisso


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encendía cuarenta velas en la sala antes de salir de la oscuridad. Pensaba con horror en la terrible escena con aquellos escolares. Decidí, haciendo acopio de valor, afrontar la opinión pública. Las noches eran entonces de luna clara. Ya bastante tarde me envolví en una amplia capa, me hundí el sombrero hasta los ojos y me deslicé, temblando como un malhechor, fuera del edificio. En una plaza apartada salí de la sombra de las casas (bajo cuya protección había llegado hasta allí) a la luz de la luna, decidido a escuchar mi destino de la boca de los que pasaban.

      Ahórrame, querido amigo, la dolorosa repetición de todo lo que tuve que sufrir. Las mujeres demostraron frecuentemente la profunda compasión que yo les provocaba; expresiones que traspasaban mi alma no menos que la burla de los jóvenes y el orgulloso desprecio de los hombres, sobre todo de los gordos y corpulentos, que proyectaban una sombra espléndida. Una bella y graciosa muchacha que, según parecía, acompañaba a sus padres, mientras ellos iban mirando pensativos al suelo, levantó por casualidad sus brillantes ojos hacia mí, se asustó visiblemente y, en cuanto notó mi falta de sombra, ocultó el bello rostro con su velo, bajó la cabeza y pasó silenciosa de largo.

      No pude soportar más. Saladas corrientes salieron de mis ojos y, con el corazón partido, volví tambaleándome a la oscuridad. Tuve que agarrarme a las paredes para no caer y llegué despacio y tarde a mi habitación.

      Pasé la noche sin dormir. Al día siguiente, mi primera preocupación fue buscar por todas partes al hombre del abrigo gris. Quizá me fuera posible encontrarlo, y qué suerte si él se hubiera arrepentido, como yo, de aquel loco negocio. Hice venir a Bendel, que parecía inteligente y hábil, y le describí exactamente al hombre que poseía un tesoro sin el que la vida era un tormento para mí. Le dije la hora y el lugar donde lo había visto, le describí a todos los que allí estaban y añadí todavía este dato: debía informarse cuidadosamente sobre un catalejo Dollond, una alfombra turca tejida en oro, una magnífica tienda de campaña y los caballos negros, cosas todas que, sin decirle cómo, tenían que ver con el misterioso hombre del que no se preocupaba nadie, pero cuya aparición había destrozado la paz y la felicidad de mi vida.

      Cuando terminé de hablar, saqué tanto oro que no podía con el peso, y añadí encima piedras preciosas y joyas por más valor todavía.

      —Bendel —le dije—, esto allana muchos caminos y hace fáciles muchas cosas que parecen imposibles. No seas tacaño, como tampoco lo soy yo, sino vete y alegra a tu señor con noticias de las que depende su única esperanza.

      Se fue. Volvió tarde y triste. Había preguntado a todos, pero nadie en casa del señor John, ninguno de sus invitados podía acordarse sino vagamente del hombre del abrigo gris. El telescopio nuevo estaba allí y nadie sabía de dónde había venido. La alfombra y la tienda estaban allí todavía en la misma colina, una extendida y otra armada; los criados ensalzaban la riqueza de su señor, pero ninguno sabía de dónde habían llegado aquellas preciosidades. Al señor John le gustaban mucho, pero no le preocupaba en absoluto desconocer cómo habían llegado hasta allí. Los caballos se guarecían en sus establos al cuidado de los jóvenes que los montaban y alababan la magnificencia del señor John, que se los había regalado aquel día. Esto fue lo que saqué en claro de la detallada narración de Bendel, cuyo rápido celo y sensata conducta recibieron mis elogios a pesar de un resultado tan infructuoso. Sumido en melancolía, le hice un gesto de que me dejara solo.

      —Le he dado cuenta —añadió presuroso— de lo más importante. Sin embargo, tengo todavía que darle un recado de una persona que me encontré esta mañana a la puerta, cuando salía para el asunto en que he tenido tan mala suerte. Éstas fueron sus propias palabras: “Dígale al señor Peter Schlemihl que ya no me verá más por aquí, porque me voy al mar y un viento propicio me llama al muelle. Pero de hoy en un año tendré el honor de visitarlo y proponerle otro negocio que quizás acepte. Dele mis más rendidos saludos y asegúrele mi agradecimiento.” Le pregunté que quién era, pero me dijo que usted ya lo conocía.

      —¿Cómo era ese hombre? —bramé con un presentimiento.

      Y Bendel me describió a detalle al hombre del abrigo gris, palabra por palabra, con la misma fidelidad que lo había hecho en su anterior relato al hablar del hombre por el que preguntaba.

      —¡Desgraciado! —exclamé retorciéndome las manos—. ¡Era él!

      Y se le cayeron las escamas de los ojos.

      —¡Sí, era él, es verdad! —gritó espantado—. ¡Y yo, ciego, imbécil de mí, no lo he conocido y he fallado a mi señor!

      Prorrumpió en los más amargos denuestos contra sí mismo, llorando amargamente, y estaba tan desesperado que me inspiró compasión. Lo consolé, le aseguré repetidamente que no tenía duda alguna de su fidelidad y lo envié rápidamente al muelle para seguir las huellas, si era posible, del extraño hombre. Pero aquella misma mañana habían salido muchos barcos, retenidos hasta entonces en el puerto por el viento contrario, cada uno a una costa distinta y a distintas partes del mundo, y el hombre gris había desaparecido como una sombra, sin dejar rastro.

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