El hombre imperfecto. Jessica HartЧитать онлайн книгу.
relajéis y os sintáis cómodos el uno con el otro. Un abrazo servirá para rebajar la tensión.
Allegra carraspeó, se giró hacia Max y le susurró una disculpa. Max se encogió de hombros en un gesto de impotencia.
Lo intentaron dos veces y fracasaron. La primera, se pegaron un cabezazo el uno al otro; la segunda, pusieron los brazos en una posición tan extraña que tuvieron que apartarse otra vez. Pero la tercera salió bien y los dos se rieron, nerviosos.
Allegra terminó con los brazos alrededor de la cintura de Max, que la apretaba contra su pecho. Encajaban de un modo tan perfecto que parecían hechos el uno para el otro. Max le sacaba los centímetros justos para que ella pudiera apoyar la cara en su cuello.
–Excelente –dijo Cathy–. Y ahora, quiero que os abracéis con más fuerza.
Allegra asintió y abrazó a Max con más fuerza, pero su sensación de seguridad desapareció al instante.
De repente, el abrazo se había convertido en algo peligroso. El deseo de aferrarse a él se volvió tan intenso que Allegra no podía respirar. Era demasiado consciente de su calor, de la dureza de su pecho y de una dureza nueva, que no había notado hasta entonces.
Max tenía una erección.
Allegra tragó saliva y Cathy empezó a aplaudir.
–Fantástico. Vamos a intentarlo otra vez.
Max se apartó de Allegra y retomó la posición del vals.
–¿Recordáis los pasos? –preguntó Cathy–. Primero adelante, luego a un lado, después atrás… ¿Preparados?
Los dos asintieron. Pero estaban tan nerviosos que les salió mal.
–¡No, no, no! –bramó Cathy, desesperada–. ¡El ritmo lo tienes que llevar tú, Max! ¿Se puede saber qué estás haciendo, Allegra? Intentadlo de nuevo. Y esta vez, quiero que os concentréis un poco.
Allegra soltó una risita nerviosa y Max suspiró.
Cathy se limitó a suspirar por enésima vez.
Tras varios pasos perfectamente ejecutados, Max pisó a Allegra y los dos rompieron a reír. Fue una risa nerviosa y relajada al mismo tiempo; nerviosa, porque se avergonzaban de su torpeza y relajada, porque a los dos les animaba saber que compartían la misma incomodidad.
Pero a Cathy no le hizo gracia.
–Sois un caso perdido, Allegra –dijo al final de la clase–. Si quieres que Max cause una buena impresión a Darcy, tendrá que practicar mucho. Que empiece por los pasos básicos. La semana que viene le enseñaré los giros.
Capítulo 5
–¿LOS giros? –preguntó Max cuando salieron–. ¿Es que también tengo que aprender a dar vueltas?
–Uf, es mucho más difícil de lo que creía –Allegra se anudó un pañuelo al cuello–. He soñado tantas veces con bailar el vals que pensé que se me daría bien. No puedo creer que sea tan incompetente.
–Será porque, en tus fantasías, no tenías que bailar conmigo –replicó Max, sintiéndose culpable.
–Es cierto. Seguro que me sale mejor con el duque.
Él la miró con extrañeza.
–¿El duque?
–Sí, el duque que me saca a bailar, me lleva a la terraza y, a continuación, me besa apasionadamente –dijo Allegra con total naturalidad–. Pero lo sabes de sobra. Te conté mi fantasía.
–Sin mencionar a ningún duque –le recordó él.
–Bueno, es que me gusta pensar que el hombre de mis sueños es de la aristocracia. Desde luego, tiene reputación de vividor; pero, en el fondo, es un caballero.
–Dudo que sea un caballero si te saca de la pista de baile y lo primero que hace es besarte apasionadamente.
–Por Dios… deja de sacarle defectos a todo –se quejó ella.
Max sacudió la cabeza.
–No te entiendo, Piernas. Cuando no estás obsesionada con la moda o los rumores sobre los famosos, te dedicas a fantasear con aristócratas.
Durante el camino a la casa, Max se puso a pensar y se dio cuenta de que Allegra era más compleja e interesante de lo que se había imaginado. Desde que vivían juntos, había aprendido muchas cosas nuevas sobre ella. Por ejemplo, que siempre dejaba el cuarto de baño desordenado, que se le iluminaba la cara cuando sonreía y que tenía una forma encantadora de alzar la barbilla, en un gesto de orgullo.
Pero, sobre todo, se acordó de lo que había sentido en el salón de baile, cuando Cathy insistió en que se dieran un abrazo.
Sus sentidos habían reaccionado de un modo alarmante al sentir el cuerpo de Allegra. Sus sentidos y algo más. De hecho, se había alegrado enormemente de llevar chaqueta, porque al menos ocultaba su erección.
Luego, cuando Cathy les ordenó que se abrazaran con más fuerza, se sintió perdido. ¿Cómo se podía resistir al encanto de una mujer tan suave y cálida si se apretaba contra su pecho? ¿Cómo podía refrenar el deseo si su aroma lo embriagaba y apenas tenía las fuerzas necesarias para no apartar las manos de su cintura y ponerlas sobre sus senos?
Sacudió la cabeza y se dijo que todo era culpa de Emma. Estaba hambriento de sexo porque no se había acostado con nadie desde su ruptura. Si Emma no lo hubiera abandonado, él no se habría fijado en Allegra ni habría empezado a pensar en ella en esos términos.
Sin embargo, la experiencia del salón de baile no había sido tan mala. Cuando se dio cuenta de que Allegra se sentía tan incómoda como él, se relajó un poco y pensó que tenían muchas cosas en común.
Si conseguía resistirse al impulso de arrancarle la ropa, todo iría bien.
–Me desconciertas, ¿sabes? Afirmas que quieres ser una periodista seria, pero solo te pones seria para hablar de cosméticos o de algún jabón nuevo.
Allegra lo miró y se subió el cuello del abrigo. Se había levantado un poco de viento.
–Soy más compleja de lo que crees, Max –replicó–. Pero, hablando de periodismo, ¿se puede saber qué le has hecho a Dickie?
–¿A Dickie? –dijo él con sorpresa–. No le he hecho nada.
–Pues esta mañana estaba de tan mal humor que todo el mundo tenía que hablar en voz baja para no molestarle. Según me ha dicho la becaria, Stella le preguntó qué le pasaba y él dijo que todo era culpa tuya.
–Pues no lo entiendo. Me limité a llevarlo a un pub.
Allegra se había empeñado la noche anterior en que Max se volviera a poner en manos del estilista. Como de costumbre, Max se resistió al principio; pero después aceptó y, al final, se fue con Dickie a tomar una copa.
–No me lo podía creer –continuó Max–. El tipo lleva diez años en Londres y nunca se había tomado una pinta en un pub.
Allegra se detuvo y lo miró con espanto.
–¿Un pub? ¿Lo llevaste a un pub?
–Me dijiste que fuera amable con él… –se defendió Max.
–¡Llevarlo a un pub y emborracharlo no es ser amable!
–Nos lo pasamos muy bien. La próxima vez lo voy a llevar a un partido de rugby.
Allegra abrió la boca y la volvió a cerrar, atónita.
–¿Cómo? ¿Dickie? ¿En un partido de rugby?
–No sé por qué te preocupa tanto, la verdad. Cuando se quita esa fachada de pedantería, es un hombre bastante decente.
–Oh, Dios mío… esto es el final. Mi carrera está