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Tiempo para el amor. Anne WealeЧитать онлайн книгу.

Tiempo para el amor - Anne Weale


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supo que tenía que decirle que la camiseta no era suya, pero no quiso hacerlo… todavía. Por lo que había leído sobre los trekkings, sabía que la gente que hacía las rutas más difíciles, cargados con pesadas mochilas y en compañía de otros viajeros experimentados solían despreciar un poco a los grupos de turistas que recorrían los caminos fáciles mientras el peso lo llevaban los porteadores.

      Neal Kennedy parecía realmente duro. Ella no quería que se apartara nada más conocerse, así que, en vez de admitir que era la primera vez que iba por allí, le dijo:

      –¿Tú corres? Yo creía que los corredores eran normalmente más bajos y delgados.

      –Los hay de todas las tallas. Pero no, no soy corredor. Voy a cubrir el maratón, ya que soy periodista. ¿Qué haces tú?

      –Trabajo con ordenadores.

      Como ella había decidido olvidarse por completo de su vida cotidiana en la Gran Bretaña, añadió:

      –¿Trabajas por tu cuenta o para alguna revista?

      La sonrisa calentó sus muy duros ojos.

      –Evidentemente, tú no lees The Journal. Yo soy uno de sus columnistas. Y también hago algo de televisión y radio.

      Las únicas publicaciones que Sarah leía regularmente era la prensa del corazón y amarilla. Se mantenía informada por los servicios informativos de Internet, pero sabía que The Journal era uno de los periódicos más independientes y respetados del país. Así que Neal debía de ser uno de los mejores en su profesión, aunque no encajara en la idea que tenía ella de lo que era un periodista estrella.

      –Ya leeré tu columna cuando vuelva a casa –dijo ella devolviéndole la sonrisa.

      Tan cerca, esa sonrisa y la visión fugaz de sus dientes perfectos afectó un poco a Neal y lo hizo preguntarse cuántos hombre habrían besado esa boca pasional y si alguno la habría besado para despedirse en Heathrow. El hecho de que ella viajara sola no quería decir nada. Incluso sus padres se iban de viaje separados a veces.

      Ya se había dado cuenta de que, entre los anillos de Sarah, no había ninguna alianza. La mayoría de las mujeres que conocía que vivían con alguien, llevaban un anillo en el anular para indicar que tenían una relación. Aunque eso de tener una relación no les impedía necesariamente que, de vez en cuando, no tuvieran un desliz si les apetecía.

      Él prefería mantenerse apartado de las chicas de otros hombres. Hacía unos siete u ocho años, una esposa aburrida e insatisfecha se había metido en su vida amorosa, pero su marido ya llevaba años engañándola, así que no podía quejarse. Neal no había repetido la experiencia. Había más que suficientes mujeres sin compromiso por el mundo como para andar quitándoselas a los demás.

      Sabía que su decisión de no tener relaciones serias preocupaba a sus padres, que querían verlo sentar la cabeza con una esposa y una familia. Pero hasta entonces se las había arreglado para no enamorarse y ahora estaba fuera de la zona de peligro.

      Ahora, sólo con estar sentado al lado de Sarah Anderson empezó a sentir el principio de la excitación. Ella no llevaba uno de esos perfumes que las mujeres pensaban que son seductores, pero que, en los espacios cerrados eran demasiado pesados. Ella sólo olía a limpio. Esos ojos castaños sugerían que no era rubia natural, sino morena. Pero estaba muy bien teñida y el color pegaba con su piel cremosa. Él las solía preferir con el cabello largo y el de ella era bastante corto, posiblemente se lo hubiera cortado para andar.

      El avión empezó a correr por la pista. Cuando ella se volvió para mirar por la ventanilla, él se preguntó cómo reaccionaría si le acariciaba el cuello con los labios.

      Pero no tenía ninguna intención de hacerlo… todavía. Pero le divertía especular en cómo se lo tomaría.

      –¿Cuándo vas a empezar el recorrido? –le preguntó él.

      –No hasta el martes. Después de un largo vuelo me parece que un par de días de relax es una buena idea, ¿no te parece? ¿Cuándo empieza el Maratón?

      –Dentro de dos semanas, pero algunos llegarán antes de tiempo. Kathmandú es un sitio donde siempre me gusta pasar algo de tiempo… Aunque ha cambiado mucho desde que tú y yo vinimos por primera vez.

      Esa idea de él de que ella estaba familiarizada con la ciudad le hizo gracia. Deseó que fuera cierto. Hubo un tiempo en que lo pudo ser. Con Samarkanda y Darjeeling, Kathmandú había sido un nombre mágico para ella de adolescente. También había habido más y ahora los habría visto todos si no fuera por…

      Su mente se apartó de esos pensamientos.

      El avión estaba despegando. Era más pequeño que el anterior y no iba tan lleno. Cuando apareció la azafata, Sarah le pidió un gin tónic y la chica le dijo que aquél era un vuelo sin alcohol.

      –Entonces sólo la tónica, por favor.

      Neal pidió lo mismo, pero pidió dos vasos más. Cosa que quedó clara poco después, cuando les dieron las tónicas y se puso en las rodillas la bolsa de plástico.

      –Aquí van mi ordenador portátil y mi reserva de alcohol –dijo sacando media botella de ginebra.

      –¿No temes que se te rompa el ordenador con tan poca protección?

      –Es menos probable eso que me lo roben. Esos bonitos maletines acolchados que llevan los hombres de negocios como si fueran bolsos de mujer son muy atractivos para los ladrones. En el aeropuerto vi que llevabas una bolsa pequeña además de la mochila. Espero que no lleves nada vital en ella.

      –No, no lo llevo.

      Naomi le había dado una bolsa de algodón con cremallera que se ponía en el cinturón, la bolsa se colaba por dentro de la falda. Allí llevaba la mayor parte del dinero, las tarjetas de crédito y una copia de su pasaporte.

      Neal echó una buena cantidad de ginebra en los dos vasos y terminó de rellenarlos de tónica. Le dejó el de ella en su bandeja y levantó el suyo diciendo:

      –Om Mani Padme Hum.

      Ella no tuvo que preguntarle lo que significaba eso. Era un mantra budista que significaba Oh La Joya de la Flor del Loto. Estaba interesada en el budismo, ya que tenía razones personales para esperar que la muerte no fuera el final, sino como creen los budistas, la antesala de otra vida en un largo viaje de purificación.

      A Neal no le pasó desapercibida su expresión. Se preguntó si ella desaprobaría el que hubiera utilizado ese mantra como brindis. O si sus palabras le habrían recordado algo que no quería recordar.

      Durante el almuerzo trató de que hablaran del trabajo de ella, pero Sarah prefirió hacerlo de libros.

      En particular, coincidieron en uno que habían releído recientemente ambos, el de James Hilton, Horizontes Perdidos. Fue un Best Seller en los años treinta y la novela que puso de moda la palabra Shangri –La.

      –Mi abuelo me lo regaló cuando cumplí doce años –dijo Neal–. ¿Cuándo lo leíste tú por primera vez?

      –En las navidades cuando iba a cumplir los quince años. Solía gastarme todo el dinero en una librería de segunda mano. El señor King, el anciano que la llevaba, me lo regaló porque yo era la más joven de sus clientes habituales.

      La expresión de su rostro se hizo seria cuando añadió:

      –Murió de bronquitis ese invierno y la tienda nunca volvió a abrir. Lo eché mucho de menos. Cuando hablaba del libro con él, el señor King me dijo que podía haber realmente un lugar como Shangri –La, un valle secreto en las montañas, donde la gente viviera mucho tiempo alegres y felices. Yo lo creí por un tiempo. Pero si existiera semejante sitio, ahora sería visible por los satélites. Aún así, es una idea encantadora.

      –Mi abuelo dice que existe. Pero no como dice el libro… Un lugar misterioso e inaccesible en alguna parte de la gran meseta del centro de Asia. Según él, está en la mente. Es posible encontrarla para todo el mundo, pero no


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