Retiro. Serguéi DovlátovЧитать онлайн книгу.
Los guías y los expertos están chiflados. Los turistas son unos ignorantes y se comportan como cerdos. Todos idolatran a Pushkin. Y su amor por él. Y el amor por su amor. La única persona decente aquí es Márkov…
—¿Márkov?
—Un fotógrafo. Un borracho sin remedio. Ya se lo presentaré. Me ha enseñado a beber agdam12, el brebaje azerí. ¡Es algo fantástico! A usted también le enseñará…
—Se lo agradezco mucho, pero me temo que también soy un experto en el tema…
—¿Y por qué no nos cogemos una curda un día de estos? Localizamos un buen rincón a la sombra…
—Hecho.
—Es usted realmente peligroso.
—¿Cómo?
—Me di cuenta enseguida. Es usted un hombre terriblemente peligroso.
—¿En estado de embriaguez?
—No, me refiero a otra cosa.
—No la entiendo.
—Es peligroso enamorarse de un tipo como usted. —Y dicho eso, me propinó, con aire cómplice, un doloroso rodillazo.
Señor, me parece que por aquí no hay nadie normal. Ni siquiera los que tienen por anormales a los demás…
—Tómese un agdam, señorita —le dije— y serénese. Tengo ganas de descansar y de trabajar. No represento ningún peligro para usted…
—Eso ya lo veremos. —Y Natela estalló en una carcajada histérica.
Luego agitó con coquetería su bolsa de lona con un James Bond estampado y se fue.
Me dirigí a Sosnovo. El camino trepaba hacia la cima del monte, bordeando un campo desolado. Dos hileras de rocas oscuras dibujaban sus lindes en montones informes. A la izquierda se desencajaba un barranco cubierto de matas. Al descender vi cabañas dispersas, rodeadas de abedules. Merodeaban por allí vacas monocromas, planas como decorados teatrales. Unas ovejas sucias de perfil bohemio pastaban sin mayor entusiasmo. Las cornejas volaban muy por encima de los tejados.
Di varias vueltas por la aldea esperando encontrarme con alguien. Las casas grises sin pintar presentaban un aspecto miserable. Tiestos de barro coronaban las estacas de varias cercas destartaladas. Los pollos alborotaban en corrales cubiertos con polietileno. Las gallinas vagaban por fuera, con los andares espasmódicos de los dibujos animados. Varios perros achaparrados y peludos alborotaban en alguna parte.
Atravesé la aldea, volví atrás. Me detuve ante una de las casas. Se oyó un portazo y en el porche apareció un hombre cubierto con una chaqueta desteñida de ferroviario.
Me acerqué a él y le pregunté dónde podía encontrar a Sorokin.
—Yo me llamo Tólik —dijo.
Me presenté y le expliqué de nuevo que buscaba a Sorokin.
—¿Dónde vive?
—En la aldea de Sosnovo.
—Pues en Sosnovo estamos.
—Lo sé, pero ¿cómo podría verlo?
—¿A Timoja Sorokin o qué?
—Se llama Mijal Iványch.
—Timoja la palmó hace un año. Se cogió una trompa y la palmó ahí, congelado…
—Quisiera ver a Sorokin.
— Que de haber seguido chupando, lo mismo habría librado y eso…
—Verá, yo busco a Sorokin…
—¿A Mishka o qué?
—A Mijal Iványch.
—Claro, hombre. Mishka. El yerno de la Dolija. ¿Conoce a la Dolija, la que lleva siempre la toca descolocada?
—No soy de por aquí…
—¿No será usté de Opochka?
—De Leningrado.
—Ah, sí, lo tengo oído…
—¿Y dónde le parece a usted que pueda encontrar a Mijaíl Iványch?
—¿A Mishka?
—A ese.
Tólik comenzó entonces a mear con gran precisión y sin pudor alguno desde lo alto del porche. Luego, entreabrió la puerta y ordenó:
—¡Baja aquí, Iványch, tronao! ¡Tienes visita!
Y añadió, lanzándome un guiño:
—¡Son los de la milicia, a reclamarte la pensión de tu mujer!…
Al poco rato asomó una jeta purpúrea, piadosamente adornada con un par de ojos azules:
—Esto… ¿cómo así?… ¿Por lo de la escopeta, o qué?
—Me han dicho que alquila una habitación.
La cara de Mijaíl Iványch expresaba una tremenda confusión. Más tarde tendría ocasión de comprobar que esa era su reacción habitual ante cualquier declaración, incluso la más inofensiva.
—¿Una habitación?.. ¿Cómo así?… ¿Y para qué?
—Trabajo en el parque. Quiero alquilar una habitación. Temporalmente. Hasta el otoño. ¿Tiene usted una?
—Lo que pasa es que esta casa es de la madre. O sea que está registrada a nombre de la madre. Y la madre está en Pskov. Que se le hincharon las piernas a la mujer…
—O sea, ¿que no alquila la habitación?
—El año pasado estuvieron aquí unos judíos. No voy a decir nada malo de ellos, era gente con mucha clase… Al blanco, al tinto y a la cerveza sí le daban, sí… Pero ni gota de barniz, ni de colonia. Yo, personalmente, a los judíos los respeto…
—Crucificaron a Cristo —intervino Tólik.
—¡Hombre, pero eso fue hace mucho! —gritó Mijal Iványch—. ¡Antes de la Revolución!…
—Digo que… la habitación, ¿la alquila o no?
—Llévalo al hombre —ordenó Tólik abrochándose la bragueta.
Caminamos los tres por una calle de la aldea. Junto al seto había una individua con chaqueta de varón y una Orden de la Estrella Roja13 en la solapa.
—¡Préstame cinco rublitos, Zina! —voceó Mijal Iványch.
La mujer agitó la mano.
—¡Vas a acabar hecho cisco con tanto vino!… ¿No has oído que se ha promulgado un decreto? ¡Van a colgar del cableado a todos los borrachuzos como tú!…
—¿Andónde? —Mijal Iványch rompió a carcajadas—. No hay cable suficiente. Se irá a tomar por culo toda la industria metalurgista…
Y añadió:
—Mala zorra… ¡Ya vendrás a pedirme leña!… ¡Soy guardabosques! ¡Soy amistadista, joder!
—¿Cómo? —no entendía nada.
—Tengo una tronzadora… De la marca Amistad… La enchufas, joder, y diez rublos palbote.
—Amistadista, amistadista… —rezongaba la tipa—. De la botella eres amigo tú… Ten cuidadito y no te cojas una trompa que revientes vivo…
—Lo veo difícil… —dijo Mijal Iványch, casi lamentándolo.
Era un hombre apuesto y fornido. Ni la ropa desgarrada y sucia llegaba a afearlo del todo. Rostro parduzco, clavículas enjutas y robustas bajo la camisa abierta, paso ligero y decidido… No podía sino sentir admiración por él…
La casa de Mijal Iványch tenía un aspecto horrible. Una antena torcida exhibía su negro perfil con