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Demasiado odio. Sara SefchovichЧитать онлайн книгу.

Demasiado odio - Sara Sefchovich


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      Mira, le dije un día muy seria, necesito saber la verdad de ti. Para poderte cuidar.

      Mire, me dijo él también muy serio, no sé de qué verdad habla. Yo no sé nada, nada de nada.

      Pero sí que sabía. Y gracias a que se enfermó con mucha calentura y estuvo delirando, empecé a saber yo también.

      Supe que andaba con los empistolados y que su jefe le tenía buena ley. Que cobraba las cuotas para él pero tenía permiso de cobrar también sus propias cuotas, aunque muchos se molestaban por tener que pagar doble.

      Supe que a todas partes iba con uno al que le nombraban el Botas y que su jefe le encargó enseñarle lo que tenía que aprender.

      Así que cuando lo mandaron a matar a un comandante, de esos que vienen de la capital muy engallados y quieren decidir y mandar, llevó al Poncho. Se fueron en una patrulla y cuando el hombre salió de su casa ni tiempo tuvo de reaccionar, el Botas le dio los tiros y se largaron del lugar.

      El jefe quedó tan contento que les regaló a cada uno un buen fajo de billetes.

      Y cuando lo mandaron a quitar a unas viejas que andaban frente a la presidencia municipal con las fotografías de sus hijos desaparecidos y de sus chamacas violadas, también llevó al Poncho. Se fueron en una patrulla y cuando llegaron a la plaza las mujeres ni tiempo tuvieron de reaccionar, el Botas echó los tiros y se largaron del lugar.

      El jefe quedó tan contento que les regaló a cada uno una pistola y además les permitió ir con los que emboscaron a unos soldados, a los que les dejaron cinco muertos y tres heridos, y eso que ellos eran sólo catorce y que toda la balacera no duró ni media hora.

      Supe que si el Americano que si el Hipólito que si el Chango que si El Más Loco que si el Kike que si la Tuta; que si el Mencho peleaba contra el Marro que si el Nazario estaba vivo aunque el gobierno dijera que lo había matado que si cuando se llevaron al Abuelo todo el pueblo salió a defenderlo y cuando lo soltaron todo el pueblo salió a recibirlo con mariachis; que si la Familia Michoacana que si los Templarios que si los Jalisco Nueva Generación que si los Viagras y que todos pelean contra todos; que si las guardias comunitarias que si las fuerzas rurales que si las autodefensas y que todos dicen que ellos son los buenos y los otros son los malos y todos se acusan que tú estás infiltrado, el infiltrado eres tú.

      Supe que si el limón el aguacate el mango el melón deben pagar cinco dólares por caja y que en los pueblos indios deben pagar dos mil pesos por hectárea y que en Aguililla cobran por tonelada de mineral que sacan y además se llevan para venderlo por su cuenta o para cambiarlo por lo que necesitan para fabricar las pastillas que son lo más importante, lo que más dinero deja.

      Supe que un día se llevan a los municipales y traen a los federales que otro día se llevan a los federales y traen a los soldados que al rato regresan aquéllos y se van éstos y todo vuelve a empezar.

      Supe que al jefe le gustaba ir a los restoranes en Morelia y sus sicarios cerraban el lugar para que nadie pudiera entrar ni salir, les quitaban los celulares a los comensales y todos se tenían que aguantar nadie podía protestar. Eso sí, les decían que pidieran lo que quisieran beber y comer, pues todo correría por cuenta de ellos.

      Supe que cuando al jefe no le gustaba algo, sus sicarios cerraban la ciudad para que nadie pudiera entrar ni salir, ni los camiones ni las personas ni los alimentos ni las medicinas ni la gasolina y todos se tenían que aguantar nadie podía protestar. Eso sí, todo parecía muy alegre, pues los tipos cantaban somos banda, banda sin vergüenza y banda sinvergüenza.

      Supe que un presidente les declaró la guerra y otro les mandó a un comisionado que un gobernador se entendía con ellos y otro dijo que iba a despachar en Apatzingán.

      Todo esto supe, pero me quedé callada, ¿qué podía decir?

      10

      Por la ventana de la cocina los vi venir. Luego luego se miraba que no era para nada bueno.

      Apenas tuve tiempo de avisarle a Poncho, cuando ya habían tirado la puerta y ya se habían metido a la casa.

      Eran cuatro con unas armas enormes que empuñaron contra nosotras. ¿Dónde está ese hijo de puta? preguntaban mientras buscaban por todas partes gritaban insultaban. No sabemos decía doña Lore, él nunca nos avisa a dónde va ni cuándo va a regresar. Como eso no les gustó, pues así sin más le metieron dos tiros. Luego le preguntaron lo mismo a la abuela, que no contestó pero jaló a la sirvienta y se cubrió el cuerpo con ella. La bala que iba para la anciana le rozó el brazo a la muchacha y de allí se fue derechito al perico, que en su jaula gritaba enloquecido.

      A mí uno me dio un golpe tan fuerte que fui a dar bajo la mesa y a las dos niñas se las llevaron pataleando y gritando enloquecidas.

      Pero por más que hicieron todo eso y por más que voltearon la casa patas arriba, no encontraron al Poncho.

      Cuando se fueron, aquello era un desastre. De todas las mujeres de la casa, una era cadáver, otra estaba herida, una golpeada y la abuela a punto de un ataque al corazón. Y había dos menos.

      Poco a poco me pude levantar, aunque todo el cuerpo me dolía. Lo primero que hice fue tomarme una de aquellas pastillas que alguna vez, cuando me dieron otra golpiza, me había recetado el doctor. Y en cuanto me hizo efecto, empecé a actuar.

      A doña Lore, que había quedado al pie de la escalera, la envolví en una sábana grande para poderla arrastrar hasta la sala, donde la acomodé muy estiradita encima del tapete y le prendí una veladora. A la abuela, que había quedado paralizada en su sillón, le preparé un té de tila y la llevé a su cama donde la acosté para que descansara. A la sirvienta, que había quedado tirada en el piso, la puse en la cama de una de las niñas desaparecidas y la curé como Dios me dio a entender, con puro alcohol y más alcohol. Pero como la herida no paraba de sangrar, corté una sábana y se la amarré bien apretada como había visto en la televisión que se hacía para parar las hemorragias, y le di también de las medicinas que habían sobrado de cuando yo estuve lastimada.

      Era casi una niña y me miraba con ojos de cordero asustado cuando le saqué la plática.

      ¿Dónde es tu cuarto? pregunté.

      No tengo cuarto seño contestó.

      ¿Dónde duermes? pregunté.

      Pongo mi catre en la despensa seño contestó.

      ¿Dónde es tu baño? pregunté.

      No tengo baño seño contestó.

      ¿Dónde haces tus necesidades? pregunté.

      En la coladera del patio de atrás de la cocina seño contestó.

      ¿Dónde te bañas? pregunté.

      En la misma coladera me echo el cubetazo de agua seño contestó.

      ¿Y tu familia dónde está? pregunté.

      No lo sé seño contestó.

      ¿Cómo que no sabes? pregunté.

      Es que nosotros somos de La Ruana, pero ya se juyeron y quién sabe para dónde contestó.

      ¿Y por qué huyeron? pregunté.

      Porque ya no podían sembrar contestó.

      ¿Y por qué no podían sembrar? pregunté.

      Pero ya no me contestó. Se quedó callada. Y yo no insistí.

      Cuando me fui de allí me di cuenta de que no le había preguntado su nombre. En la casa todos la llamaban oye tú y yo también la llamé siempre así.

      11

      Enterré a doña Lore sin que su madre ni sus hijos estuvieran presentes. La abuela, porque no se podía mover, el susto y el dolor la habían afectado mucho, y las niñas y el muchacho, porque sólo Dios sabía dónde estaban.

      Un señor al que le regalábamos diario las sobras de la


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