knifer. Adrian AndradeЧитать онлайн книгу.
que autorizó personalmente la construcción de un campo de concentración nazi cerca del pueblo de Dachau.
—¿Para qué necesita un campo de concentración?
—¡No presumes de haber leído la propaganda!
Ignoré su sarcasmo esperando una respuesta que honestamente no quería escuchar.
—Para encarcelar a los judíos, iniciar un holocausto, esparcir el miedo para retomar sus territorios y expandir su nuevo imperio.
Ahora me sentía fatal, finalmente podía comprender el por qué mi padre no regresó a Pearl Harbor. Aunque me costara decirlo, sinceramente había asuntos más importantes que su familia. Thomas estaba luchando por evitar una masacre, pero, sobre todo, por evitar otra guerra.
Rápidamente me bajé del carro y me mantuve cerca de Blake por la plataforma de aterrizaje. Nos acercamos a una avioneta y la abordamos para salir disparados de la maldita Alemania.
Mis manos no dejaban de temblar por los nervios de que a última instancia llegaran más soldados y nos impidieran despegar. Desafortunadamente mi presentimiento se volvió realidad, unas patrullas invadieron la pista para tratar de interceptarnos.
—¡Arranquen inmediatamente! —ordenó Blake.
La avioneta comenzó a elevarse a una extrema velocidad que ninguno de los balazos disparados la alcanzó a dañar. En conclusión, el peligro había cesado.
—Todo va a estar bien —expresó Blake—. Necesito hablar con mis compañeros, no tardaré.
—Está bien.
Blake se fue a la cabina y lentamente mi tensión comenzó a disminuir. Había sido una fuerte experiencia que dejaría cicatriz en mi interior.
Quizás hasta un hueco por llenar.
Descansé mi mente y silenciosamente en mi corazón, me despedí de mi padre conforme observaba por la ventana el país que se desvanecía entre el cielo nublado.
Operacion Iceberg
Habían transcurrido doce años desde el escape de Alemania y me encontraba a bordo de uno de los trescientos veintisiete buques de combate de la Armada de los Estados Unidos de América. Reunida con la Armada Aliada, la Flota del Pacifico constaba de aproximadamente de mil cuatrocientos transportes. Entre estos se integraban: portaviones, destructores, cruceros de inteligencia y navíos de desembarco.
Era un panorama tan impresionante que sólo se podía presenciar desde la cubierta, seguramente los japoneses tenían la mejor vista desde la isla de Okinawa. Supuestamente la última operación que tendría con la Primera División de los Marines del Tercer Cuerpo Anfibio.
Digo “supuestamente” porque para mí no hay un ultimato hasta que se termine la guerra o muera durante la acción. Desde lo que pasó en Berlín, no pude evitar sentir un poco de culpabilidad, si hubiera ayudado a mi padre en lugar de haber estado discutiendo, quizá en este momento no me encontraría en el fin del mundo.
Quizás hubiera evitado este camino que se estableció en Pearl Harbor, lo cual me pone a razonar. Quién hubiera dicho que los alemanes no serían los primeros en declararnos la guerra. De hecho, la forma en que los japoneses la iniciaron me hizo recordar a las primeras enseñanzas de Blake:
—Todo el arte de la guerra está basado principalmente en el engaño, aparenta pasividad ante el enemigo cuando realmente estás listo para atacar —me reveló Blake sosteniendo unos apuntes basados en el Arte de la Guerra por Sun Tzu, un general chino cuya filosofía, sabiduría y experiencia fueron trasladados a un total de trece tomos, compilados por sus discípulos Sun Wu y Sun Pi en el año 500 antes de Cristo.
Al principio no podía aceptarlo, pero conforme fui abriendo mi mente a los conocimientos proporcionados, empecé a comprender lo valioso que era el poder de crear un señuelo a través de la mentira. Método que posteriormente los Aliados emplearon en la invasión de Normandía. La exposición de una intensa campaña para hacerles creer a los alemanes que el territorio a invadirse sería otro.
Hasta la fecha me sigo preguntando: ¿cómo Blake sabía que la Segunda Guerra Mundial sucedería? Fue tanto su obsesión enseñarme maniobras defensivas de sobrevivencia, liderazgo, autonomía, condición física y conocimientos de batallas con los apuntes resumidos del libro que siempre tendía a mencionar. Es una lástima que se hayan extraviados ya que hubieran sido útiles para repasar.
Aunque uno no lo crea, por más que se tiende a comprender, profundizar y memorizar; nada se queda grabado. Igual que en la vida, nunca se es eterna y mucho menos cuando eres soldado de primera clase.
La buena noticia es que la guerra estaba más próxima a terminar, la Operación Iceberg consistía en capturar la isla de Okinawa empleando todos los medios y recursos posibles para usarla como base de operaciones aéreas y sucesivamente darle en el corazón de Japón. Suena fácil, pero tenía un presentimiento que el peligro iba a ser mucho peor a comparación de Iwo Jima, Peleliu, Guadalcanal y otras islas cuyos nombres he olvidado.
A pesar de contar con una inmensa flota jamás vista, artillería naval y miles de aviones, nada podía darse por asegurado. Decidí no pensar en el futuro y permanecer tranquilo en los dormitorios, escuchando la radio hasta recibir el llamado.
El reloj marcaba las 8:30 de la mañana del primero de abril de 1945 cuando los bombardeos me despertaron. Me levanté rápidamente de la cama, creyendo que nos estaban atacando; pero me tranquilicé al asomarme por la ventana. Sólo veía destellos de fuego alrededor de la isla. Nuestra invasión militar se encontraba cerca de pisar tierra.
Regresé a recostarme en mi cama e intenté volverme a dormir, pero no pude. Los bombardeos llevaban más de una hora sin parar y eso me tenía un poco inquieto. Seguramente no era el único despierto. Al igual que otros miles de soldados, todavía se nos dificultaba acostumbrarnos a los sonidos y más cuando hace tres días, la infantería se adelantó en las islas Kerama a veinticuatro kilómetros del oeste de Okinawa e inmovilizó cientos de botes suicidas.
¡Botes suicidas! Así es, los japoneses arriesgaban su cabeza con tal de estrellarnos una lancha o avión. Estás técnicas de suicidio honorario recibieron el nombre de kamikazes. Sólo imaginarnos que un kamikaze llegara y se estampara exitosamente en este buque, era un terror que no dejaba a nadie descansar.
Aunque me costara aceptarlo, debía admitir que admiraba a los japoneses. Honestamente no los odiaba ni los culpaba por lo que nos habían hecho en Pearl Harbor. Todos los soldados sin excepción seguimos órdenes; y probablemente esa orden de ataque sorpresa, había sido ordenada por un burócrata gordo o un comandante con excelente oratoria y respaldo informativo relevante. Ambos escenarios decididos ignorantemente detrás de un escritorio lujoso e importado.
Desde hace siglos la guerra siempre ha existido y es un movimiento que no se puede evitar, está en nuestra sangre y forma parte del instinto humano. Es un pensamiento fuerte, pero me temo que es la verdad. Nosotros los hombres creamos las herramientas en un principio con la finalidad de cazar, alimentarnos y sobrevivir. Posteriormente usamos estas mismas herramientas para matarnos entre sí con el fin de adueñarnos de objetos, mujeres y conquistar los terrenos ajenos.
Algunos la aceptan y respetan, otros la admiran y temen por no encontrarse inmiscuidos, y no faltan los codiciosos quienes la usan para obtener poder. Los pacíficos se quedan con los brazos cruzados y sólo se quejan mientras observan. No hay nada que puedan hacer para detener este suceso; porque si verdaderamente lo intentaran, entonces no se podrían llamar pacíficos.
En el campo de batalla: asesinos se forjan, sobrevivientes se ponen a prueba y los cobardes mueren, bueno sospecho de algunos. Si no posees una actitud fuerte, morirás al instante porque no hay garantía de que tu compañero te cuide la espalda mientras se cuida la suya.
Confiar demasiado en un equipo puede convertirse en tu propia perdición.
Yo sé que mi entrenamiento con los Marines estipula que no existe un yo en el equipo, pues en mis tres años eso ha resultado no del todo cierto. No puedo darme el lujo de depender de