A merced de la ira - Un acuerdo perfecto. Lori FosterЧитать онлайн книгу.
esperarías que la probara yo, ¿no?
Helene le dio un empujón.
–Dudo que sea tu hija, pero ¿por qué no esperas hasta saberlo?
–¿Te da envidia que le estemos dedicando tanta atención?
Los ojos de Helene echaron chispas.
Murray dejó sus pechos y metió la mano bajo su falda. Observó sus ojos cuando puso la mano sobre su sexo caliente.
–Te interesa mucho Trace Miller, ¿no?
Ella pareció menos segura que antes. Se humedeció los labios y Murray vio que decidía desafiarlo diciéndole la verdad.
–Sí, me interesa.
Aquella respuesta fue acompañada de una efusión de flujo que mojó la palma de Murray. Maldición, su salvaje sexualidad nunca dejaba de excitarlo.
–¿Lo quieres para ti?
Ella sopesó de nuevo su respuesta y se decantó por la audacia:
–Tengo un fármaco nuevo que me gustaría probar con él.
¿Un fármaco nuevo? Fascinante. Desde que estaba con él, Helene había dado con numerosas variantes de afrodisíacos y alucinógenos que dejaban a las mujeres dóciles, excitadas y de vez en cuando en estado comatoso. Raras veces sus brebajes habían causado una muerte.
–¿Funciona con los hombres?
–Creo que sí. Solo experimentaría con Trace –se apresuró a añadir–, y solo con tu permiso.
Murray metió los gruesos dedos bajo la entrepierna de sus braguitas de encaje.
–Ya sabes dónde está tu sitio, Helene –dijo, complacido.
–A tu lado. O debajo de ti. O encima de ti –sofocó un gemido–. Donde tú quieras, Murray. Ya lo sabes.
–Sí, donde yo quiera.
La docilidad de Helene a todos sus deseos, por retorcidos que fueran, le daba prioridad sobre cualquier otra mujer. Ese tipo de lealtad llegaba muy lejos, sexualmente y en otros terrenos.
–Murray –susurró, cerrando los ojos.
Murray sopesó la situación. No había llegado donde estaba por tomar decisiones precipitadas.
–¿Sabes, Helene?, puede que deje que te diviertas un poco con Trace. Puede –añadió enfáticamente cuando Helene entreabrió los labios, gimiendo.
De momento, Trace había demostrado ser un empleado impecable: astuto, inteligente, enormemente capaz en todos los sentidos.
Pero seguía siendo nuevo.
Era tan bueno que Murray sospechaba de él a veces. Se preguntaba por qué un hombre con sus capacidades se molestaba en trabajar para otro. Podía ser independiente y sin embargo vivía en hoteles y estaba disponible de día o de noche. Murray tenía la impresión de que debería ser un adversario, no un lacayo a su servicio.
Si alguna vez demostraba no ser de fiar, si le fallaba en algo, no le importaría que Helene hiciera lo que quisiera con él.
–Pero, de momento, amor, te quiero de rodillas. Me has puesto cachondo, pero tengo poco tiempo. Chúpamela y háztelo sola cuando me vaya.
Helene suspiró, se bajó de su regazo y se puso de rodillas sobre la gruesa moqueta. Sus ojos azules brillaban de excitación cuando le abrió la hebilla del cinturón y le bajó la cremallera.
Al sentir su boquita caliente en la verga, Murray cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás. Sí, le gustaba mucho Helene. Por ahora.
Toda buena puta tenía sus usos.
Y, por lo que a él concernía, todas eran putas.
Priss tenía un sabor cálido y ardiente, pero besaba como una colegiala.
Atraído por su inexperiencia, Trace acarició sus labios con la lengua. Tenía una boca increíble, carnosa, suave y sensual.
Ella entreabrió los labios, dejó escapar un suspiro tembloroso y él introdujo la lengua dentro de su boca.
Priss se quedó muy quieta, puesta de puntillas. Respiraba agitadamente por la nariz. Sin poder evitarlo, Trace sujetó su cabeza entre las manos y devoró su dulce boca. Ella gimió, excitada y dócil, pero sin participar en realidad. Trace sospechó que no sabía qué hacer.
¿Era posible? Se echó hacia atrás para mirarla. Tenía los ojos cerrados y se inclinaba hacia él, acalorada por un simple beso. Abrió lentamente los párpados y lo miró con las pupilas dilatadas.
–Trace…
Madre mía. Trace conocía a las mujeres, y aunque sospechaba que era lo bastante astuta para engañar a cualquiera cuando se lo proponía, no creyó que en ese momento estuviera actuando. Rebosaba pureza carnal, curiosidad sexual y anhelo de lo desconocido.
¿Por qué él? ¿Por qué demonios había tenido que fijarse en él? Aunque, pensándolo bien, no le hacía ninguna gracia que otro se encargara de desflorarla (santo cielo, qué idea tan anticuada), y menos aún el tarado de Murray.
Priss miró su boca, anhelante. Cada vez que respiraba, sus pechos se apretaban contra la camiseta de algodón. Trace no podía dejar de mirarlos.
Ella se tocó el labio superior con la punta de la lengua y se apartó.
–¿Qué ocurre?
Trace se sintió a punto de estallar. Unos segundos antes, Priss le había parecido al borde del pánico al pensar en que pudieran violarla. Ahora, en cambio, parecía tan ansiosa como él.
Pero Trace no se atrevió a cumplir sus deseos.
Aún no. No, habiendo tanto en juego.
–Ve a vestirte –se alejó de ella.
Vio temblar su cuerpo pequeño pero sensual. Por debajo de la camiseta, sus pezones endurecidos parecían suplicarle que los tocara con los dedos. O con la boca. Un delicado rubor cubría su piel.
Trace intentó olvidarse de todo aquello.
–Nos vemos aquí dentro de diez minutos.
Una expresión de perplejidad y luego de confusión cubrió el semblante de Priss. Luego, levantó la barbilla.
–Cuánta prisa, ¿no?
–Tenemos muchas cosas que hacer –Trace le dio la espalda. No quería ver su expresión dolida. Su corazón latía con fuerza y sentía un calambre en las entrañas–. Ponte tu ropa normal, algo cómodo para dar un largo paseo en coche.
«Dios, me encantaría desnudarla, tumbarme encima de ella, darle una larga cabalgada…».
–¿Adónde vamos?
A límite de sus fuerzas, Trace ignoró su pregunta. Necesitaba alejarse de ella. Quería que se vistiera.
Además, cuanto menos supiera, mejor. Para los dos.
Mientras recogía su ropa y su bolsa de aseo, dijo:
–Diez minutos, Priss.
Priss se acercó a él, y Trace sintió su cercanía como la electricidad estática de una tormenta. Chisporroteó en sus terminaciones nerviosas, haciendo latir su sangre.
–¡Qué misterioso eres! –se quejó ella, y añadió dirigiéndose al gato–. Vamos, cariño. De todos modos, no queremos ducharnos con él.
En cuanto se cerró la puerta de comunicación, Trace se dejó caer contra la pared, cerró los ojos con fuerza y gruñó suavemente. ¿Ducharse con ella? Dios, le encantaría. La idea de pasar las manos llenas de jabón por sus curvas bastaba para que le flaquearan las piernas. Recordó cómo le sentaba aquel tanga, aquel sujetador minúsculo, y comprendió que necesitaba una ducha fría. Así se calmaría un poco, aunque