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A merced de la ira - Un acuerdo perfecto. Lori FosterЧитать онлайн книгу.

A merced de la ira - Un acuerdo perfecto - Lori Foster


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balbució y Trace notó que se ponía colorada.

      –¡Está usted loco! –exclamó ella, tensándose.

      Trace apoyó los hombros contra la pared.

      –Si quiere ver a Coburn, tengo que asegurarme de que no esconde un arma, ni un transmisor de la clase que sea.

      –No.

      –Muy bien –perfecto, de hecho–. Entonces márchese. Enseguida.

      Ella titubeó.

      –Pero…

      Él la miró de nuevo de arriba abajo. Priscilla había intentado esconder su cuerpo bajo aquella ropa recatada e insulsa, pero a él no lo engañaba. Se habría apostado su navaja favorita a que aquella nena no era boba. Ignoraba, en cambio, si era o no hija de Murray. Podía haber cierto parecido en el color del pelo, aunque el suyo era un poco más claro que el de Murray. Y cuando fingía, cosa que había hecho desde el principio, tenía cierto aire que le recordaba a Coburn.

      Trace miró el grueso reloj negro que llevaba en la muñeca.

      –Decídase, pero dese prisa. ¿Qué prefiere? ¿Marcharse o que la registre de arriba abajo?

      El brillo de lágrimas que apareció en sus ojos parecía auténtico. Pero aun así no bajó la barbilla.

      –No voy a marcharme.

      Trace se apartó de la pared.

      –Como quiera, entonces –la agarró del codo y la hizo levantarse.

      Su coronilla apenas le llegaba al mentón. Tenía una estructura ósea delicada, pero saltaba a la vista que era dura como el acero.

      La hizo darse la vuelta.

      –Apoye las manos sobre la mesa y separe bien las piernas.

      Ella tardó cinco segundos en moverse. Tenía los hombros y el cuello rígidos. La coleta le llegaba casi hasta la mitad de la espalda. Suelta, la melena debía de rozarle el trasero.

      Trace pasó las manos por su larga cola de caballo y sintió que le ardían las palmas. Como a cámara lenta, ella dejó su pesado bolso sobre la mesa. Apoyó las manos sobre ella y separó los dedos para equilibrarse. Trace le hizo echar los pies un poco para atrás y dijo:

      –Ábrase de piernas, preciosa.

      Ella respiró hondo para darse valor. Levantó el pie derecho y volvió a posarlo unos centímetros más lejos.

      –Un poco más –dijo Trace con voz suave.

      Al ver que apenas se movía, se colocó tras ella, la agarró de la cintura y la obligó a separar los pies hasta donde permitía la falda.

      Los músculos de sus pantorrillas desnudas se encogieron. La falda se tensó alrededor de su trasero redondeado. Sus hombros siguieron igual de rígidos.

      Trace notó de pronto su delicioso aroma. Suave como el de un bebé y dulce como el de una mujer.

      Se le hincharon las aletas de la nariz… y tuvo que hacer un esfuerzo por apartarse.

      –Quédese así –se puso a su lado y volcó su bolso sobre la mesa. Fotografías, un bolígrafo, un cuaderno, maquillaje, brocha, peine, espejo, pañuelos de papel, calculadora, una chocolatina, un libro…–. Santo cielo, solo le falta haber metido en el bolso una enciclopedia.

      –Cretino –masculló ella.

      Él chasqueó la lengua.

      –¿Esa es forma de hablar para una colegiala?

      –Soy una mujer adulta.

      –¿Sí? ¿Cuántos años tiene?

      –Veinticuatro –contestó ella a regañadientes.

      Trace abrió su cartera y echó una ojeada a su carné de conducir.

      –Veinticuatro –repitió–. Pero viste como una catequista –sin echarle más que un vistazo, memorizó su dirección. Era extraño que viviera en el mismo estado que Murray y que no se conocieran.

      Haría comprobar la dirección en cuanto pudiera. Pero por si acaso a Murray se le ocurría lo mismo… Trace la miró y, al ver que estaba mirando para otro lado, se guardó el carné en el bolsillo.

      Hurgó entre el resto de sus pertenencias y registró el interior del bolso en busca de bolsillos escondidos.

      –Hablando de ropa –la miró–, a mí no me engaña. Puede ahorrarse el numerito de la mosquita muerta.

      Ella giró bruscamente la cabeza y le clavó la mirada. La coleta realzaba sus pómulos altos, el puente recto de su nariz.

      –¿Qué está sugiriendo exactamente?

      Trace observó una fotografía de ella cuando era pequeña, con una mujer que se parecía mucho a ella. Quizá fuera su madre. Hasta de pequeña parecía luchadora y tenaz, como si estuviera dispuesta a comerse el mundo. Aquella foto le inquietó sin saber por qué.

      –Está tramando algo y eso no me gusta.

      –No es asunto suyo.

      Él siguió examinando sus pertenencias.

      –Es asunto mío si la palma aquí –contestó tranquilamente.

      Ella se quedó callada un momento, pero no pareció asustada.

      –¿Cree que mi padre sería capaz de matarme?

      Trace la escrutó con la mirada. Era más sutil, pero a su modo tan mortífera como Hell, no le cabía ninguna duda. Sus ojos verdes claros, su voz imperturbable, tenían el filo del peligro. Dadas las circunstancias, parecía extrañamente tranquila.

      –Mire al frente.

      –No me fío de usted.

      –Como es lógico –le puso las manos en el cuello. Era sedoso. Cálido y terso como la seda. Bajó lentamente los dedos hasta sus hombros y luego por cada brazo. Tan esbeltos, tan jóvenes…

      En un auténtico cacheo, habría sido minucioso pero también rápido. Esta vez, no. Estaba dispuesto a pasarse de la raya, si de ese modo podía sacarla de allí. Priscilla Patterson podía ser un enigma con intenciones ocultas, pero aun así no quería verla asesinada. Y si jugaba con Coburn, eso sería lo que pasara.

      –Tranquila –le puso las manos sobre los pechos y notó que llevaba una especie de faja. Levantó una ceja–. ¿Oculta algo?

      –Soy pudorosa –contestó con voz rasposa y tensa.

      –Ya –bajó las manos por sus costados, hasta su vientre cóncavo, las deslizó por sus caderas redondeadas, por sus largos muslos y las metió bajo su falda.

      Ella dio un respingo.

      –Estese quieta –dijo Trace con voz ronca–. Mantuvo una mano sobre sus riñones y deslizó la otra entre sus piernas. Unas bragas muy pequeñas… y nada más.

      Bueno, sí: calor. Calor a montones.

      Acercó la mano a la carne tersa de su muslo, la posó sobre su pubis, sintió sus rizos a través de la tela suave de las bragas y…

      –¿Es que no ve que no llevo nada escondido?

      –Esconde algo, ya lo creo que sí –Trace sacó la mano, pero siguió notando un hormigueo en los dedos. Agarró sus caderas un momento y la sostuvo así mientras intentaba dominarse. Al ver que ella empezaba a incorporarse, dijo–: Todavía no.

      Ella se golpeó con la frente en la mesa y gimió. Seguía teniendo las piernas rectas y el trasero en alto, en la postura perfecta para practicar el sexo. Así, podría penetrarla hasta tan dentro que…

      Como si supiera lo que estaba pensando Trace, ella juntó las manos por encima de la cabeza y dejó escapar un gruñido. Trace esbozó una sonrisa.

      Aquella mujer


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