A merced de la ira - Un acuerdo perfecto. Lori FosterЧитать онлайн книгу.
bebida mientras Murray sacaba un pañuelo y se limpiaba la boca.
Entre tanto, Priss le contó la horrible historia de la enfermedad de su madre.
Cuando había ideado su plan, había imaginado a un monstruo insensible. Se había preparado para encontrarse con un villano repugnante. Pero aquella total falta de pudor… Murray era un psicópata. Era imposible que poseyera una sola emoción verdadera.
En algún momento, mientras construía su imperio de corrupción, había llegado a sentirse tan cómodo con su poder y su influencia que ya no se molestaba en ocultar su mezquindad innata. Tenía una red de conspiradores que mentía por él y le cubría las espaldas.
Priss cerró los puños sin darse cuenta. Mientras Hell le daba su copa a Murray, Trace le tocó el hombro casi imperceptiblemente. No la miró, pero Priss entendió de todos modos su advertencia.
Mostrar su juego tan pronto podía ser letal para ella.
Murray bebió un sorbo de su copa y preguntó:
–Entonces, ¿sufrió?
Priss apretó los dientes y asintió con un gesto.
–Sí, muchísimo.
Él bebió de nuevo.
–No la recuerdo.
Claro que no. La suya no había sido una verdadera relación, ni remotamente. Murray había utilizado a su madre para ganar dinero y solo un giro del destino había permitido a Patricia Patterson escapar con vida de él.
Priss se esforzó por relajar los músculos.
–Entiendo. Fue hace mucho tiempo.
–No voy a darte un céntimo, ¿sabes? –Murray meneó la copa, haciendo tintinear los cubitos de hielo mientras le sonreía–. Si has venido por dinero, estás perdiendo el tiempo.
Como si ella quisiera algo de él… aparte de arrancarle el corazón.
–No me malinterprete, por favor. No quiero ni espero nada de usted. Es solo que, ahora que ha muerto mi madre, estoy sola.
Los ojos de Murray brillaron y volvió a mirarla de arriba abajo.
–¿No tienes más familia? ¿Ni marido, ni novio?
–No, señor. Por eso quería conocerlo. Y… –intentó mostrarse tímida–. Pensaba que quizá, si le apetece, podríamos llegar a conocernos mejor –se apresuró a añadir–: No tiene usted ninguna obligación de hacerlo, desde luego, es solo que… ahora es la única familia que me queda.
–No seas patética –saltó Hell y, poniéndose delante de ella con los brazos en jarras, sacó pecho–. ¿Por qué iba a creer Murray que eres su hija? ¿Cómo va a ser familia de una zorrita tan fea como tú?
Trace resopló y Murray se echó a reír.
–¿Qué pasa? –tras lanzar a Trace una mirada de odio, Hell se volvió para mirar a Murray–. ¿Es que veis algún parecido?
–No, ninguno. Pero aunque lleve esa ropa, no tiene nada de fea –lanzó a Trace una mirada de hombre a hombre–. ¿Tú qué dices, Trace?
–Es muy sexy.
Murray sonrió y levantó su copa en un brindis.
–Ahí lo tienes, Hell.
Ella agarró un pisapapeles de la mesa de Murray.
–No será tan sexy cuando acabe con ella.
«Santo cielo», pensó Priss, asombrada por su agresividad. ¿Debía huir? No: Trace se puso de nuevo delante de ella. Hasta consiguió agarrar el proyectil cuando Hell soltó un chillido y lo lanzó.
Murray se rio estentóreamente y tiró de Hell para que lo mirara.
–Eres una bruja muy celosa, Helene, y normalmente me divierte que lo seas –dejó de reírse de pronto y su mirada se endureció–. Pero ahora no.
Hell pareció tomarse la advertencia en serio y se apartó.
–Esto es un asunto de negocios –añadió Murray en tono más suave, y le pellizcó la barbilla–. Y ya deberías saber que no debes mezclarte en mis negocios.
Hell pareció tranquilizarse. Hasta esbozó una sonrisa.
–Entiendo.
–¿Negocios? –preguntó Priss. ¿Tan fácil podía ser introducirse en su círculo privado?
Murray alargó una mano y chasqueó los dedos. Trace agarró el bolso de Priss y se lo pasó. Murray lo vació sobre su mesa de caoba, tomó su cartera y la registró.
–¿No llevas documentación? –preguntó, ceñudo.
Trace había acertado en lo del permiso de conducir.
–Eh… Me mudé hace poco aquí. Desde Carolina del Norte. Allí era donde vivía con mi madre.
–Si no conduces, ¿cómo has llegado aquí?
–¿En autobús?
–¿Me lo preguntas a mí?
Priss se dio cuenta de cómo lo había dicho y reformuló su respuesta:
–No sabía si se refería aquí, a su despacho, o a Ohio. En todo caso, vine en autobús.
Murray entornó los ojos.
–¿Dónde te alojas?
Priss pensó a toda prisa, recordando la advertencia de Trace.
–En un hotel –le dio el nombre de uno que estaba a casi diez kilómetros de su apartamento alquilado.
Hell tomó una fotografía.
–¿Es tu madre?
–Sí.
La otra sonrió, burlona.
–Ya entiendo por qué la dejó Murray.
«Pronto», se dijo Priss. Muy pronto la haría pagar por aquel insulto.
–Mi madre nunca se lo reprochó. Dijo que sabía que lo suyo fue una aventura pasajera y que nunca había esperado nada más –volvió a mirar a Murray y vio que estaba observando sus pantorrillas–. Por eso nunca se puso en contacto con usted para hablarle de mí. Sabía que no querría responsabilizarse de una niña de la que no sabía nada.
Murray se rio.
–¿Eso te dijo?
–Sí. Me dijo que era usted un hombre poderoso y que no podía cargarlo con esa responsabilidad, sabiendo lo que sentía.
–Quería protegerte.
–Sí.
–Y no se equivocó –cruzó los brazos sobre el pecho.
Priss vio que eran el doble de grandes que los de Trace, a juego con su cuello y su espalda colosal. Pero, si hubiera tenido que elegir, habría apostado por Trace sin dudarlo. Aquel hombre irradiaba confianza en sí mismo y en sus capacidades. Tal vez no fuera tan brutal como Murray, pero era eficaz.
Seguramente por eso lo había contratado Murray.
Murray esbozó una sonrisa burlona.
–Nunca he querido tener hijos, pero ya es irremediable, ¿no?
Priss se lo tomó como una pregunta retórica y mantuvo la boca cerrada.
Murray la agarró del brazo sin hostilidad pero bruscamente, la levantó y la hizo dar una vuelta para inspeccionarla desde todos los ángulos.
–He tomado una decisión.
–¿Sobre qué? –preguntó ella esperanzada.
–Comeremos juntos para ir conociéndonos mejor.
–Ah –dijo Priss, desconcertada–. Sí. Eso sería fantástico.