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El amor vive al lado. Marion LennoxЧитать онлайн книгу.

El amor vive al lado - Marion Lennox


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mientras abría sucesivas capas de mantas y sábanas.

      El bebé llevaba un pijamita. Estaba congestionado y empezó a llorar. Movía las piernas y los pies a toda velocidad. Pero estaba perfectamente, nada le había sucedido. La ropa lo había protegido del impacto.

      –Annie… –Tom se había sentado en los talones y miraba anonadado.

      –¿Sí? –Annie levantó la mirada un segundo y luego volvió a centrarse en el bebé–. Está bien. Voy a llevarlo a algún sitio caliente para desvestirlo…

      Tom estaba realmente desconcertado. Llevaba unos vaqueros y una camisa abierta hasta la cintura, lo que dejaba ver su impresionante torso.

      Había incluso alguna huella de carmín sobre su piel. La visión de aquel cuerpo escultural dejó sin respiración a la pobre Annie. La verdad era que siempre había tenido la capacidad de sacudirla de los pies a la cabeza. Pero su mejor defensa era concentrarse en su trabajo y aquella no iba a ser una excepción.

      –Annie, ¿te importaría explicarme qué significa todo esto?

      –No tengo ni idea –dijo Annie. Le desabrochó la parte de abajo del pijama–. Es una niña. Doctor McIver, esta niña estaba a su puerta. ¿Será de la amiga que tiene dentro?

      –¡Estás loca! Si dejamos los perros dentro, ¡cómo vamos a dejar un bebé fuera! –la sonrisa de Tom era, sencillamente, magnética. De pronto se dio cuenta de lo que Annie acababa de decir–. ¿Dónde has dicho que estaba?

      –Delante de tu puerta.

      La sonrisa desapareció.

      –¿Te tropezaste con…?

      –Si no pertenece a tu amiga, ¿de quién demonios es? Es demasiado pequeña para haber venido gateando. Esta niña no tiene más de dos meses.

      Miró al pequeño paquete, que lloraba desconsolado.

      Levantó la vista. Ambos estaban desconcertados.

      Annie se levantó. Y, de pronto, un papel cayó de entre las mantas.

      Tom lo agarró y lo abrió. Comenzó a leer. El color de sus mejillas se desvaneció.

      –¿Tom?

      No respondía. Miraba al papel como si se tratara de una pesadilla.

      –¿Qué ocurre? –insistió Annie.

      Sólo entonces Tom levantó la cabeza. Pero no estaba viendo a Annie.

      No era nada nuevo para ella. Annie era diminuta, llevaba siempre su espesa mata de rizos castaños recogida en una coleta. Escondía sus ojos gris claro tras el denso cristal de unas gafas y su gesto era más determinado y honesto que seductor.

      Comparada con las bellezas con las que se codeaba Tom McIver, Annie era, simplemente, vulgar.

      Annie se decía a sí misma unas diez veces al día que le daba exactamente igual ser como fuera.

      Después de todo, siempre había sido así y a aquellas alturas ya debería haberse acostumbrado.

      –¿Qué dice la nota? –le preguntó ella curiosa.

      Tom se recompuso y cerró el papel.

      –Ya te la enseñaré –Tom respiró profundamente y se estiró, para recobrar la compostura que por breve espacio de tiempo había perdido.

      –¿Estás segura de que no es de Sarah? –preguntó Annie.

      Tom la miró anonadado.

      –No… Melissa… –Tom levantó una mano y se pasó la otra por el pelo–. No, no es de Sara… Quédate con la niña y hazle un chequeo, Annie, por favor. Iré para allá en cuanto pueda…

      El hospital de Bannockburn estaba muy tranquilo aquella noche, con cuatro de sus doce camas vacías.

      No había ningún niño hospitalizado aquella noche, pero Helen Bannockburn, la enfermera de noche, llegó casi al mismo tiempo que Annie.

      Se quedó a ayudarla y pronto comprobaron que la niña estaba muy sana y tenía dos pulmones muy potentes. A eso se añadía esa incipiente sonrisa que los bebés de seis semanas comienzan a esbozar. Helen le preparó un biberón de leche maternizada.

      –¿Quién es? –preguntó la mujer.

      Annie no quería dar explicaciones. Necesitaba hablar con Tom antes de decir públicamente que la niña había sido abandonada.

      –Tom me pidió que la chequeara –respondió Annie ambiguamente.

      Agarró el biberón y comenzó a dárselo.

      Las ganas y el vigor con que la pequeña succionaba demostraban que estaba muy sana. Annie sonrió. Helen la miraba con curiosidad. Pero estaba claro que sabía lo que estaba pensando.

      Desde que Annie había llegado, la enfermera parecía haberla puesto bajo su protección y siempre cuidaba de ella.

      –¿Sabemos su nombre? –preguntó Helen.

      –No.

      –Pero… –Helen se quedó pensativa–. Si no lo he interpretado mal, el doctor McIver le pidió que se ocupara de ella… y el doctor no está de servicio esta noche.

      –Yo creo… –Annie dudó unos segundos–. Me parece que será mejor que no diga lo que pienso.

      –Ya –Helen miró a Annie de arriba a abajo–. Doctora Burrows, ¿cuándo va a hacer algo con esa ropa? Vestida así parece que tiene catorce años. Podría ser muy atractiva si se arreglara un poco más.

      –¿Usted cree? –Annie sonrió. Estaba sentada en el mostrador de la consulta y balanceaba las piernas como una colegiala. Después de todo, la mujer podía tener razón. Los vaqueros y las camisas gigantes que solía llevar no eran el tipo de ropa que resaltara mucho el físico. Tampoco era el atuendo adecuado de un doctor.

      Pero, ¿cómo solucionar aquello? Se imaginó a sí misma con el tipo de ropa que llevaba Sarah y sonrió por dentro. ¡Se vería ridícula! Y las faldas no eran precisamente de su agrado. Se sentía incómoda con ellas.

      Helen la miraba interrogante.

      Annie continuaba pensativa, pero su cabeza ya había saltado de un lugar a otro.

      –Helen, ¿conoces a alguna Melissa? –le preguntó.

      –Bueno, está Melissa Fotheringay. Tiene cinco años.

      –No es la edad adecuada.

      –¿Qué edad estamos buscando?

      –Alguien que pudiera ser la madre de esta criatura.

      Helen se quedó en silencio.

      –¿Quieres decir… –frunció el ceño–. ¿Realmente no sabes quién es la madre de esta criatura? ¿Y el doctor McIver tampoco lo sabe?

      –No sé lo que el doctor sabe o no sabe. Pero, por favor, no diga nada, sobre todo por el bien de la niña. Piense en todas las Melissa que pueda haber.

      –No hay ninguna otra Melissa en la ciudad. La única que se me ocurre es Melissa Carnem. Fue enfermera aquí. Vino de Melbourne y se marchó antes de que usted llegara. Pero…

      –¿Pero?

      –Era muy rubia, con los ojos claros y esta niña es completamente morena.

      –Sí… Pero podría parecerse al padre.

      Las miradas de las dos mujeres se encontraron. El mensaje tácito que se pasaron era inconfundible.

      Helen miró incrédula al bebé y vio exactamente lo que Annie estaba viendo.

      –No pensará… –los ojos de Helen estaban abiertos de par en par–. No puede…

      –¿Eran amigos el doctor y la enfermera?

      Helen


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