Movido por la venganza. Lee WilkinsonЧитать онлайн книгу.
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28001 Madrid
© 2000 Lee Wilkinson
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Movido por la venganza, n.º 1186 - septiembre 2020
Título original: The Determined Husband
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-1348-739-7
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Capítulo 1
SERA salió del ascensor y atravesó deprisa el elegante vestíbulo del Warburton Building, como un prisionero que presiente la libertad. A esa hora temprana del día estaba desierto, pero al acercarse a las puertas de cristal ahumado, el portero de noche se acercó.
—Buenos días, señorita Reynolds —la saludó, observando con preocupación paternal que todavía se encontraba un poco pálida y delgada. Ella vestía ropa y zapatos de deporte y llevaba el cabello negro y sedoso recogido en una coleta, por lo que no parecía tener más de quince años, aunque él sabía, por una conversación anterior, que tenía veinticuatro como su propia hija—. ¿Va a dar su vuelta por el parque? —le preguntó.
—Así es —respondió con amabilidad Sera que, como no era una gran deportista, salía a dar un paseo o, a lo sumo, trotar ligeramente.
—Pues, es un día hermoso para salir —le dijo, abriéndole la puerta. Ella se lo agradeció con una sonrisa. A pesar de su aspecto triste, siempre tenía una palabra agradable o una sonrisa para el portero.
Fifth Avenue estaba silenciosa, se respiraba el fresco aire de la mañana, sin el ajetreo de horas más tardías. Los árboles de Central Park parecían nuevos y el rocío nocturno todavía humedecía las flores, mientras que retazos de neblina flotaban sobre la hierba.
Sera tomó su ruta habitual y comenzó a andar a buen ritmo, disfrutando del fresco antes de que comenzaran a subir las temperaturas. Era la única hora del día en que, libre de la asfixiante atmósfera del lujoso piso de Martin, se sentía completamente tranquila, sin presiones, capaz de ser ella misma. Ese motivo, sumado a la necesidad de hacer ejercicio, hacía que esos paseos matutinos le resultasen preciosos. Y por ello los mantenía en secreto. Kathleen, la atractiva enfermera irlandesa de Martin, lo sabía, pero era comprensiva y no había dicho nada, cosa que Sera le agradecía, pues estaba segura de que si Martin se enteraba, encontraría una forma de impedírselos.
Martin quería que ella estuviese a su lado constantemente, debido a unos celos que rayaban en la paranoia. Eso la agobiaba, aunque comprendía la amargura y la frustración que le causaban el dolor de verse confinado a una silla de ruedas.
El único respiro que Sera tenía era el que ocasionalmente le daba Kathleen, al insistir en que después de pasarse la mañana lidiando con sus negocios, Martin necesitaba unas horas de descanso.
—No salgas —le ordenaba él cuando eso sucedía.
—No te preocupes —lo tranquilizaba ella.
—Después de mi rehabilitación, saldremos a dar un paseo en el coche —le prometía él, para contentarla.
Pero se hallaba cansada de la limusina especialmente adaptada para él, del aire acondicionado, de estar sentada cuando hubiese preferido andar, de tenerlo a su lado cuando querría estar sola…
Triste y avergonzada, interrumpió los desleales pensamientos. Lo más probable era que todo se solucionase cuando Martin pudiese reanudar completamente su vida laboral. A un hombre activo y dinámico como él, el verse confinado a una silla de ruedas lo hacía irritable y difícil. Era un enfermo complicado, y hasta el impertérrito buen humor de Kathleen había sido probado al máximo.
Hacía unos días, los médicos le habían dado una gran alegría al decirle que, aunque quizá nunca pudiese correr una maratón o saltar vallas, y le quedaría una ligera renquera como secuela, en cosa de unos meses estaría casi completamente recuperado.
Martin era un hombre muy sociable, pero desde el accidente apenas había visto a nadie, aparte de su hermana, Cheryl, y su cuñado, Roberto. Ellos lo habían instado a que celebrase su treinta y tres cumpleaños el sábado siguiente, y alentado por el informe médico, había comenzado a hacer planes para invitar a unos amigos a su casa en Hampton.
—¿Cuánta gente piensas invitar? —le había preguntado Cheryl.
—Quizás unos veinte a pasar el fin de semana, aunque tendremos que avisarle a la señora Simpson, y algunos de los vecinos el sábado por la noche.
—Perfecto. Yo me ocuparé de todo, quédate tranquilo. Hablaré con la señora Simpson, haré las invitaciones por fax