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El padre de su hija. Sandra FieldЧитать онлайн книгу.

El padre de su hija - Sandra Field


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de las patatas fritas con sabor a salsa de barbacoa. Había un mercadillo en el centro comercial y por ello el aparcamiento estaba casi lleno. Aparcó a cierta distancia del puesto de helados, tomó su bolso y corrió entre los vehículos estacionados. Frente al puesto de helados media docena de niñas en vaqueros y anoraks discutían sobre sus sabores favoritos. Marnie sintió una dolorosa punzada en el corazón, mientras sus ojos iban de una a otra, pero todas ellas tenían menos de doce años. Ella ni siquiera sabía qué aspecto tenía su hija.

      Marnie se mordió el labio con fuerza obligándose a leer la lista de sabores de helados. Finalmente, la última de las seis niñas recibió su helado y pagó.

      –Tomaré uno de cereza y café, por favor –dijo Marnie.

      No era el momento de preocuparse por las calorías. Necesitaba toda la ayuda posible ahora que se encontraba en Burnham. Ya se iría a correr por la playa cuando regresara a casa por la noche.

      En aquel momento, empezaron a caer las primeras gotas de lluvia.

      –Parece que se acerca una pequeña tormenta –dijo la dependienta amablemente–. Pero ya se sabe, en abril aguas mil.

      La lluvia comenzó a caer sobre el asfalto como si se tratara de una ráfaga de metralleta.

      –Tal vez no dure demasiado –opinó Marnie.

      –Chaparrón va, chaparrón viene, así ha estado durante los últimos días. Aquí tiene, señora, son dos dólares.

      Marnie pagó, agarró unas cuantas servilletas, y dio un buen mordisco al helado de café. Para darse ánimos, aquella mañana se había puesto sus nuevos pantalones de peto, un jersey de cuello alto turquesa y zapatillas turquesa haciendo juego. El color del jersey enfatizaba el peculiar color de sus ojos, que también eran turquesa, como el fondo del océano en un día de verano.

      Sus pendientes, grandes aros dorados, apenas se veían cubiertos por una cascada de brillantes rizos color caoba. El viento agitó su cabello, y rápidamente se refugió bajo el toldo.

      Aunque parecía que la lluvia no iba a cesar, ahora que había llegado hasta allí, Marnie no estaba dispuesta a echarse atrás, aunque sólo fuera para ver la casa. Preguntó a la dependienta:

      –¿Me podría indicar dónde está la calle Moseley?

      –Por supuesto. Atraviese el pueblo hasta llegar donde la calle principal se bifurca, y la calle de la izquierda es Moseley. Oh, ¿ha oído ese trueno?

      –Gracias –dijo Marnie mirando al cielo.

      Los fenómenos naturales lejos de asustarla la excitaban, y en un arrebato de optimismo pensó: «veré dónde vive mi hija, comprobaré que tiene los mejores padres del mundo, y podré regresar a casa tranquila, sabiendo que es feliz y se siente querida».

      Dio otro gran mordisco al helado y se sumergió bajo la lluvia, con los zapatos chapoteando sobre el asfalto mojado. Las gotas le mojaban la cara, y el jersey se le pegaba al cuerpo. Agachando la cabeza corrió hacia su coche. Afortunadamente no lo había cerrado. Un Cherokee verde oscuro estaba aparcado junto a él. Cuando se disponía a abrir la puerta de su coche, un hombre apareció de pronto por detrás del Cherokee, moviéndose deprisa, con la cara agachada. Marnie se paró en seco e intentó avisarle, el hombre levantó la cabeza, pero no le dio tiempo a detenerse y la empujó contra la puerta del conductor. Era un hombre grande. El helado salió disparado por el aire y describiendo un semicírculo perfecto cayó sobre el capó del Cherokee. La brillante pintura del coche se llenó de lamparones rosas y marrones, y de pequeños trozos de nueces y cerezas rojas.

      Marnie comenzó a reírse, con carcajadas de risa contagiosa que hacían que se formaran hoyuelos en sus carrillos.

      –Oh, no –dijo–. Cerezas en el Cherokee. Lo siento de veras. No miraba a dónde iba y… –se interrumpió, confundida–. ¿Qué pasa?

      El hombre seguía teniéndola acorralada contra la puerta de su coche, y de su pelo negro, corto y ondulado le caía agua sobre la frente. Tenía los ojos de un azul tan oscuro que era casi gris, la nariz aguileña y los huesos de sus pómulos anchos; detalles que daban carácter a su rostro. Porque era, se dio cuenta en ese mismo instante, el hombre más atractivo que había visto en su vida.

      ¿Atractivo? En realidad daba una nueva dimensión a esa palabra. Su atractivo era como para perder el sentido, pensó Marnie.

      También él parecía haberse quedado mudo de asombro. Su silencio le permitió a Marnie pasar revista a su indumentaria, su torso musculoso y su altura, considerablemente superior al metro setenta que medía ella. Pero parecía estar bajo los efectos de un fuerte shock. No se había reído lo más mínimo del cómico proyectil de helado. Repentinamente asustada volvió a preguntarle:

      –¿Qué pasa?

      Lentamente, él se enderezó, y sin despegar los ojos del rostro de Marnie le preguntó con voz ronca:

      –¿Quién es usted?

      Aquélla no era la respuesta que Marnie esperaba.

      –¿Qué significa esa pregunta? –inquirió a su vez Marnie.

      Él se pasó los dedos por el pelo mojado despeinándolo aún más y contestó:

      –Exactamente lo que he dicho. Quiero saber su nombre y qué es lo que está haciendo aquí.

      –Mire –dijo Marnie–. Siento mucho que hayamos tropezado y siento haber derramado el helado sobre su bonito coche nuevo, pero tengo aquí servilletas como para limpiar cuatro coches, y usted ha tropezado conmigo tanto como yo he tropezado…

      –Conteste la pregunta.

      Un trueno estalló sobre sus cabezas con efecto melodramático. Marnie miró a su alrededor. No había nadie a la vista. Todas las personas sensatas estaban a cubierto a la espera de que la lluvia amainara. Allí era precisamente donde ella debería estar, pensó.

      –No tengo por qué contestar a ninguna de sus preguntas –respondió–. Ahora, si me disculpa…

      –¡Necesito saber quién es usted!

      –No tengo por costumbre dar mi nombre a desconocidos –dijo Marnie exasperada–. Y menos aún a aquellos tan grandes y con un aspecto tan peligroso como el de usted.

      –¿Peligroso? –repitió incrédulo.

      –Así es.

      El hombre respiró hondo, y añadió:

      –Escuche, ¿por qué no empezamos de nuevo? Y mientras tanto, ¿por qué no entramos en mi coche? Se está usted empapando.

      –Ni en broma.

      –No me está usted entendiendo –dijo él, haciendo un claro esfuerzo por hablar con normalidad–. No estoy tratando de raptarla ni hacerle ningún daño, nada más lejos de mi imaginación. Pero tengo que hablarle y estamos empapándonos los dos. Tome, le doy las llaves de mi coche, y así puede estar segura de que no iremos a ninguna parte

      Buscó en el bolsillo de sus pantalones de pana y sacó un llavero que le dio. Marnie lo agarró automáticamente, aunque puso especial cuidado en no tocarlo. Las llaves desprendían el calor de su cuerpo.

      –Prefiero mojarme, muchas gracias –dijo ella–. No pienso meterme en el vehículo de un extraño. ¿Quién demonios cree usted que soy?

      Por primera vez, algo parecido a una sonrisa relajó las facciones de él.

      –Si no fuera porque me siento como si hubiesen hecho desaparecer el suelo en el que piso, pensaría que esto es divertido –dijo–. Soy un ciudadano respetable de Burnham que no ha sido considerado como peligroso ni una sola vez en los últimos quince años. Ni siquiera por los administradores de la universidad, que son capaces de hacer que un santo se sienta asesino. Aunque, ahora que lo pienso, es posible que haya ciertos grupos guerrilleros armados de algún país del Tercer Mundo que estén de acuerdo con usted.

      ¿Guerrillas? ¿Con armas? ¿Y así


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