Perdida en el olvido. Kate WalkerЧитать онлайн книгу.
voz se quebró por el llanto.
—En estos momentos, tú pareces la única que persona a la que conozco en el mundo. ¡Pero tampoco te conozco! Solo sé que entras aquí y tomas posesión…
—¡Maldita sea! Me siento responsable.
—¿Responsable? Pero, ¿por qué? —preguntó sorprendida.
El modo en que la miró hizo que se le encogiera el estómago. De repente, deseó no haber abierto la boca.
—Era mi coche.
—Tu…
El tumulto de emociones que se agolparon en su cabeza la impidieron interpretar todo el sentido de aquellas palabras, la emoción que se escondía detrás de ellas. Pero no pudo evitar reaccionar de un modo puramente instintivo, llevándose las manos a su boca temblorosa.
—Tú… ¿eras quien iba al volante?
—¡Dios, no! Ni siquiera estaba en Inglaterra, pero mi… —se detuvo un instante, tratando de elegir las palabras adecuadas—. Fue mi coche el que se vio envuelto en el accidente.
—Tu coche… —Serena apartó la mano de su boca lentamente, pero seguía confusa—. ¿Iba yo conduciéndolo?
—No. Eras una pasajera.
—Entones, ¿qué… ? ¿Cómo… ?
—Te recuerdo que me han dado instrucciones de que no te cuente todos los detalles del accidente. Creo que ya te he dicho que la doctora opina que es lo mejor.
Pero aquello la había dejado muy preocupada. Le daba miedo tener que recordarlo todo por sí misma.
—Pero, ¿por qué? ¿Es que ha ocurrido alguna desgracia? ¿Quién iba al volante? ¿Dónde está él o ella ahora?
—Serena…
—¡Rafael! —ella estaba tan turbada que no se dio cuenta del modo en que había pronunciado su nombre mientras agarraba su mano con fuerza—. ¡Por favor!
Él se quedó pensativo.
—¡Por favor! —repitió ella, dándose cuenta de un modo intuitivo de que él no iba a decírselo—. Necesito saberlo.
Él dio un suspiro entre exasperado y resignado.
—Serena. El conductor… no sobrevivió al accidente.
—¡Oh, no!
Era lo que se había temido. Eso explicaba que él se negara a hablar. Y lo peor de todo era que no podía recordar quién era el conductor.
—¿Quién era?
Pero Rafael había cerrado los ojos, dejando a la vista sus sensuales pestañas, pero escondiendo sus pensamientos.
—Eso tendrás que averiguarlo tú.
—¡Oh, no es justo!
Pero sabía que él no se lo diría. Al fin y al cabo, eran órdenes de la doctora.
—Sé que tenía que conocerlo. Si no, no habría ido con él en el coche.
Ella observó el rostro de él, tratando de hallar una respuesta, pero se encontró con un rostro impasible, que recordaba a esas estatuas de la Grecia Antigua talladas en frío mármol.
—Sé que no —repitió ella, enfatizando sus palabras—. No soy de esa clase de chicas.
Él no dijo nada, pero algo en la expresión de su rostro indicaba que dudaba de sus palabras.
—¿No me crees?
Ella apartó las sábanas enfadada y se puso en pie, estirándose la bata que cubría su camisón. Así se sintió mejor. Desde ahí podía mirarlo a los ojos, a pesar de que él le sacaba aún doce centímetros. Y eso que ella medía uno setenta y cinco.
—¿Cómo te atreves? No tienes ningún derecho a juzgarme cuando aún no me conoces… si es que eso es verdad.
—Nunca te había visto antes de venir a este hospital.
—Entonces… no puedes contarme lo que estaba haciendo cuando sufrimos el accidente…
No quería pensar en que Rafael estaba al lado de su cama, mirándolo y juzgándolo todo desde su majestuosa estatura. Se sentía indefensa a su lado. Su sola presencia hacía que se le helara la sangre en las venas.
—Entonces, no sabrás nada de mí… ni de quién soy ni de qué hago… Así que tendrás que fiarte si te digo que no soy esa clase de mujer.
—Puede que creas que no eras esa clase de mujer… —él no terminó la frase.
—¿Qué quieres decir? ¿Qué es lo que sabes de mí y no me quieres decir?
Pero él apartó la mirada y se volvió hacia donde estaba el pequeño Tonio.
—Tengo que irme —dijo, sin intentar ocultar que estaba ignorando deliberadamente sus preguntas—. Hay que dar de comer a Tonio y…
—¡No! ¡No puedes hacerme esto! ¡No lo permitiré!
Él la miró con indiferencia, dejándole claro que podía hacer lo que quisiera y que ella no podía hacer nada para evitarlo.
¿O sí que podía?
Justo cuando Rafael agarró el cesto del bebé, ella corrió hacia la puerta y se apoyó en ella.
—¡Hablo en serio! —le advirtió, rogando por que su voz sonara convincente.
—Serena… —pronunció su nombre con un tono de advertencia, pero ella no iba a rendirse tan fácilmente.
—No. No te dejaré marchar hasta que me lo digas. Tengo derecho a saberlo.
Al parecer, su tono desafiante solo estaba consiguiendo reforzar su resolución. Lo pudo ver por el modo en que apretó la mandíbula y por la frialdad de su mirada. Así que decidió cambiar de táctica.
—Rafael, por favor… —le rogó en un tono suave.
—Serena, no sigas…
«¿Estás segura de lo que estás haciendo?», le preguntó una voz interior. «¿Estás segura de que quieres saberlo?».
—¡No!
Desechó esos pensamientos testarudamente. No podía dejarlo marchar sin antes recibir una respuesta.
—¡Por favor! No te imaginas lo que es sentirse así. Me paso las noches en vela, tratando de recordar, pero solo me encuentro con un agujero negro. No puedes imaginarte lo terrible que es, lo mucho que puede asustarte.
—¡Maldita sea!
Rafael dejó otra vez el cesto donde estaba y se pasó ambas manos por el pelo en un gesto exasperado.
—Te arrepentirás de esto.
No fue una amenaza, sino la expresión de un hecho y eso la reafirmó aún más en su deseo por saber la verdad.
—Me arrepentiré más si sigo sin saber lo que pasó. Tengo que conocer mi pasado. Si no, ¿cómo voy a seguir adelante?
Rafael volvió a soltar una maldición y luego levantó las manos en un gesto derrotado.
—Muy bien, tú lo has querido. Y quizá sea mejor que sepas la verdad. La fecha que diste…
—¿No era correcta? ¿He estado inconsciente más tiempo del que creía?
—Bueno, la fecha era casi correcta. Estaba bien el día y el mes, pero fue un año antes.
—¿Cómo? No entiendo.
—La fecha que diste a la doctora es de hace un año. Así que no tienes veintitrés años, sino veinticuatro. El accidente te provocó una amnesia parcial. Y no son solo los últimos días lo que no puedes recordar, sino el último año entero.