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Secretos y pecados. Miranda LeeЧитать онлайн книгу.

Secretos y pecados - Miranda Lee


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él?

      –Mía –respondió–. Vasilii no toma decisiones por mí. Y tampoco querría hacerlo.

      –¿Y por qué no me permites convencerte de que este vino incrementará enormemente tu placer en el tiempo que pasemos juntos?

      A Alena le dio un vuelco el corazón. Una mujer con más experiencia sabría si Kiryl estaba coqueteando con ella con palabras que resultaban mundanas en la superficie y que sin embargo contenían una nota de sensualidad más profunda, pero ella no. Por eso, seguramente sería mejor ir sobre seguro y asumir que era simplemente su imaginación la que añadía una promesa sensual que seguramente no existía.

      El efecto tranquilizador que le produjo tomar esa decisión desapareció de inmediato en cuanto Kiryl se levantó, se acercó a su lado, le retiró con gentileza la mano de la copa y siguió sosteniéndole la mano mientras le servía apenas media copa de un vino de color paja. Llenó a continuación su propia copa y devolvió la botella al cubo de hielo. Y no le soltó la mano. No solo la sostenía, sino que también le tocaba los dedos, que acariciaba levemente y casi con aire ausente.

      –Estás temblando –le dijo.

      Pues claro que temblaba. Porque él estaba tocándola. No, no solo eso; la acariciaba, y por eso temblaba de la cabeza a los pies y el corazón le latía con frenesí.

      –Tu hermano debe de ser un protector muy estricto para que la idea de tomar media copa de vino sin su aprobación tenga ese efecto en ti.

      ¿Creía que temblaba porque le tenía miedo a Vasilii? Su hermano se merecía que lo defendiera y le dijera la verdad. Que nunca en su vida había tenido ninguna necesidad de temerlo y que siempre había acudido a él con todas sus preocupaciones para que la consolara. Pero si le decía eso, él podría preguntar por qué temblaba… y no podía decirle la verdad. Pidió perdón mentalmente a su hermano e intentó controlar el suspiro de alivio que pugnó por salir de sus labios cuando Kiryl le soltó la mano y volvió a su silla, donde se llevó la copa de vino a los labios.

      –Háblame de la fundación de tu madre –dijo.

      –Tú ibas a hablarme de la tuya –le recordó Alena.

      Por un momento creyó que no la había oído. Él parecía mirar más allá de ella, a un lugar oscuro que solo él podía ver, con una expresión fija en el rostro.

      ¿Era solo una sombra lo que oscurecía sus ojos, o era la mirada fría como el hielo que parecía?

      –Lo siento –se disculpó, incómoda.

      –¿Por qué? ¿Por preguntar por mi madre? –Kiryl se encogió de hombros; su mirada se endureció todavía más–. No hay nada que sentir. No es ningún secreto, después de todo. La realidad de la vida de mi madre ha sido bien documentada por aquellos que no creen que sea apropiado que triunfe en la vida el hijo de una gitana sin hogar, porque eso desafía la prejuiciosa creencia de su propia superioridad y la inferioridad de aquellos a los que eligen etiquetar de ese modo.

      Y Alena veía que esa forma de etiquetar, ese rechazo y esa crueldad lo habían herido mucho. Su tierno corazón de inmediato sufrió por él y por su madre.

      –Es cierto que de niña ella no recibió la educación que se permitían los más privilegiados de la sociedad, pero eso no fue culpa suya. Mi padre estaba encantado de acostarse con ella… con la hermosa gitana a la que había visto bailando en un café de Moscú frecuentado por ricos. Pero en cuanto ella le dijo que estaba embarazada de mí, desertó y la calumnió diciendo que ella mentía sobre su relación y que él no me había engendrado. Le dijo que prefería ahogarme al nacer a reconocer que había engendrado un hijo de sangre gitana.

      Alena no pudo reprimir un respingo emocionado.

      –¿Tu madre te habló de la crueldad de tu padre para con vosotros dos? –preguntó.

      Una oscuridad cerrada robó la luz de los ojos de Kiryl.

      –No. Ella murió cuando yo tenía ocho años. Pero antes de eso, me dijo que quería que supiera lo importante que era el amor y cuánto me quería ella. Que el amor podía proporcionar la mayor felicidad que podía encontrarse en la vida y también el dolor más intenso. Quería que estuviera orgullosa de ser quien era, aunque vivíamos en la más abyecta pobreza.

      Su madre había sido una tonta… demasiado débil para enfrentarse a su padre y exigirle que cumpliera con su deber para con ellos dos. Todas sus palabras de amor y de que debía sentirse orgulloso de sí mismo carecían de significado en el mundo real, el mundo regido por hombres como su padre, hombres triunfadores y ricos que controlaban su propio destino y hacían las reglas por las que tenían que vivir otros. Por lo que a Kiryl respectaba, era mejor centrarse en la realidad que seguir el consejo de su madre sobre la importancia del amor. Solo había que ver adónde la había llevado a ella. No, en su vida no había lugar para el amor. El amor solo debilitaba a aquellos lo bastante tontos para dejarlo entrar en sus vidas.

      –¿Y cómo sabes lo que sentía tu padre por tu madre? –preguntó Alena.

      Pensó que quizá él había entendido mal la situación. Después de todo, ningún padre podía ser tan cruel con su hijo.

      –¿Cómo lo sé? Lo sé porque me lo dijo mi padre cuando finalmente conseguí encontrarlo después de que la mujer que me había acogido me contara la historia que le había contado mi madre antes de morir. Mi padre era un hombre rico, un hombre poderoso y respetado. Él me contó la verdad y después me arrojó a la calle, fuera de su gran mansión, como a una basura, para que me barrieran fuera de su vista. Entonces juré que algún día…

      Kiryl dejó de hablar al darse cuenta de lo mucho que había dicho ya. No había sido su intención decirlo y, desde luego, nunca se lo había contado a nadie. Era porque quería atraerla a su plan suscitando su simpatía por su madre y haciéndole creer que tenía razones genuinas para elegir su fundación, por eso. Desde luego, no era porque algo en su expresión y en su respingo escandalizado había abierto una puerta en su interior que él creía bien cerrada y dentro de la cual estaban las cenizas quemadas del dolor que había encerrado allí. Era imposible que ningún ser humano vivo volviera a prender esas cenizas. Pertenecían a la promesa que se había hecho cuando yacía en la alcantarilla fuera de la casa de su padre, la promesa de que probaría su superioridad siendo más triunfador y más poderoso de lo que había sido su padre.

      Su padre ya había muerto y su imperio había sido despilfarrado por el segundo esposo de la mujer joven con la que se había casado para que le diera un hijo que ella nunca había concebido, un hijo que había dicho a Kiryl que sería el único al que reconocería en su vida.

      Con la adquisición de ese nuevo contrato, Kiryl alcanzaría por fin el objetivo que se había propuesto cuando había ido a Moscú con quince años a buscar a su padre y había sido rechazado. Ese objetivo había sido crear un imperio que fuera más grande, más rico y más duradero que el de su padre. Y Vasilii Demidov era lo único que se interponía ya en su camino.

      Miró a Alena.

      –Cuando oí hablar de la fundación de tu madre, supe inmediatamente que era algo en lo que quería participar.

      Aquello era verdad. Cuando había leído lo de la fundación y el deseo de Alena de participar más en ella había sabido inmediatamente que podía ser una herramienta muy útil para ganarse su confianza.

      –Sé cómo trabaja la fundación para ayudar a chicas a tener la oportunidad de conseguir una educación. Te admiro por querer asumir esa responsabilidad. Muchas jóvenes en tu situación se la pasarían a otra persona –dijo con calor.

      –Yo no podría hacer eso. Mi madre entregó su corazón a esa fundación –ella hizo una pausa–. Debió de ser muy duro para ti crecer sin madre y…

      –Según mi padre, tuve suerte de que, a la muerte de ella, me acogiera una familia sin rastro de sangre gitana.

      Alena sentía la garganta oprimida por las lágrimas. En su mente podía ver a aquel pobre niño y sentía el anhelo de protegerlo.


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